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Authors: Enric González

Tags: #Biografía, Viajes

Historias de Nueva York (8 page)

BOOK: Historias de Nueva York
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¿Y si Junior, como Gigante, simulara su estupidez? Todo es posible. A Gigante le funcionaron el pijama y la leyenda del boxeador sonado y esquizofrénico. En los ochenta, cuando asumió el mando de los Genovese, la policía se negaba a creer que aquel gigantón tarado fuera realmente un «boss» e investigaba en busca del auténtico jefe. Entre 1969 y 1990,
Chin
Gigante ingresó veintidós veces en el hospital psiquiátrico Saint Vincent de Harrison (Westchester), consumió cantidades ingentes de Valium, Thorazine y Dalmare y se dejó ver casi a diario por Mulberry, con su bata, sus zapatillas y su gorrito.

Cuando se separó de su esposa no fue a vivir con su amante, sino con su madre. Que también acogió a Olympia, la esposa: la pareja se reencontró en el domicilio materno. Y cuando Yolanda Gigante, a los noventa y seis años, decidió dejar su apartamento de Mulberry y trasladarse a un asilo de Nueva Jersey, Cinzino, de sesenta y ocho, se fue de nuevo a vivir con ella. Estaba en libertad vigilada y tuvo que pedir permiso al fiscal. También solicitó autorización, y la obtuvo, para seguir acudiendo tres veces por semana a la elegante mansión en el Upper East de la otra Olympia, la amante.

Pero nada es eterno. En 1996, la policía grabó una llamada telefónica de un lugarteniente de Gigante, Tony Salerno, en la que éste se mostraba preocupado por la presión del FBI: «Si pillan a Chin, todos estos años con el cuento del manicomio no habrán servido para nada», dijo. Salvatore Gravano, otro miembro de la familia, confesó ante un tribunal que
Chin
Gigante no tenía nada de loco ni de idiota. Un hermano de Chin, el sacerdote Louis Gigante, juró ante el mismo tribunal que Cinzino estaba realmente enfermo, pero fue inútil. El 23 de enero de 2002, Chin y su hijo Andrew (que ejercía de mensajero familiar) fueron condenados junto a otras cuatro personas. Gigante se confesó culpable de simular una enfermedad mental y de obstruir la acción de la justicia. Le cayeron 15 años.

Gigante fue uno de los últimos vestigios de Little Italy. Queda Bleecker, que tiene incluso una ópera,
La santa de Bleecker Street
, de Giancarlo Menotti, estrenada con gran éxito el 27 de diciembre de 1954 y Premio Pulitzer de Música en 1955. Se trata de una ópera clásica, decimonónica, agradable de escuchar y con un libreto tremebundo. Trata de Annina, una joven de Little Italy que tiene visiones místicas y estigmas (llagas de crucifixión), y un hermano, Michele, que mata a su novia, Desideria, porque ésta le acusa de estar enamorado de Annina. Annina decide hacerse monja y una repentina enfermedad mortal la obliga a tomar los hábitos en casa vestida con un traje de novia. Michele quiere impedirlo pero no llega a tiempo: Annina expira y cae el telón.

Bleecker tiene también una de las mejores carnicerías de Nueva York, Ottomanelli's, en el número 285. Y la mejor tienda de quesos, Murray's, en el 257. Una pequeña parte de mi vida transcurrió en esos dos locales, con la compañía invisible de
Chin
Gigante. «Di que te corten el porterhouse más gordo, al menos pulgada y media, fino no vale nada —me dice Chin—. Y compra mozzarella.»

En Little Italy viven, según el último censo, menos de 5.000 italoamericanos. Ya no existe el Ravenite Social Club, donde solían reunirse los
wiseguys
, y en Umberto's, donde mataron a
Crazy Joey
Gallo, sólo entran turistas. Para encontrar la Nueva York italiana de hoy hace falta tomar el metro e irse a Carroll Gardens, en Brooklyn, o a Belmont, en el Bronx, donde Martin Scorsese rodó
Malas calles,
su evocación de la Little Italy de su infancia. En Belmont hay un espléndido mercado italiano y una algarabía muy napolitana.

Gigante se encontrará algún día (quizá lo ha hecho ya, no lo sé) con todos los demás jefes mafiosos de Nueva York en el cementerio católico de Saint John, en Queens. Es un lugar tranquilo y hermoso donde el pasado no cuenta. Los restos de Lucky Luciano, por ejemplo, reposan junto a los del hombre al que asesinó para alcanzar el mando, Salvatore Maranzano, el fundador de las «cinco familias» neoyorquinas (Genovese, Gambino, Lucchese, Colombo y Bonanno). Vito Genovese está en un nicho del claustro central. Los «chicos» aún en activo suelen visitar las tumbas y poner flores. Todos acabarán ahí. El juego consiste en llegar el último.

11

John Pierpont Morgan, dios de la banca. Andrew Carnegie, dios del acero. William Henry Vanderbilt, dios de los ferrocarriles. John Jacob Astor, dios de la especulación inmobiliaria. John Davison Rockefeller, dios del petróleo. Y Henry Clay Frick, dios del carbón. Estas son las seis divinidades mayores de Nueva York, las seis cabezas de Moloch.

Wall Street, el corazón que bombea dólares hacia las arterias neoyorquinas y nutre la vida urbana, es una zona relativamente pequeña en torno a la «calle del Muro». El distrito financiero dice muy poco visto desde fuera: edificios de oficinas, negocios de comida rápida y gente que hormiguea de lunes a viernes. El pequeño edificio donde por un tiempo se alojó el gobierno federal, la entrada de la Banca Morgan y el frontispicio del New York Stock Exchange (hay otros mercados de valores, como el American o el electrónico Nasdaq, pero la bolsa genuina es la del NYSE) están casi juntos y constituyen el corazón del barrio. Suelo aconsejar una visita al NYSE porque el parqué tiene algo de espectáculo deportivo: cada equipo de operadores luce colores propios y compite con el resto. Los muchachos que atienden los monitores y compran o venden con un sistema de gestos forman parte del folclore y resultan hasta cierto punto prescindibles, porque la mayoría de las operaciones casan de forma automática en el ordenador (con resultados ocasionalmente desastrosos, porque un programa informático carece de sentido común y en caso de desplome, como en 1987, sigue tirando como si nada); el ritual del parqué sirve, en cualquier caso, para recordar un concepto fundamental: el capitalismo ha sobrevivido a todas las alternativas porque, al final, se basa en un vendedor y un comprador que se ponen de acuerdo en un precio. El marxismo, mucho más racional que el capitalismo, fracasó como sistema económico porque carecía de mecanismo de fijación de precios e ignoraba, por tanto, lo que la gente quería y lo que no.

Wall Street es el corazón del capitalismo mundial porque en Wall Street se establece el precio de todas las cosas del mundo. Incluido el dinero: la Reserva Federal de Washington y los bancos centrales de Frankfurt y Tokio fijan los tipos de interés de las tres monedas de referencia, el dólar, el euro y, en menor medida, el yen, con la vista puesta en las previsiones, los humores y las histerias de Wall Street. La vivienda es caso aparte porque se trata de un mercado muy imperfecto: a diferencia de casi cualquier otro producto, los solares son inexportables.

En Broadway, cerca de Wall Street, hay un toro de bronce que nadie encargó y que llegó ahí por carambola. Su autor, Arturo de Modica, un escultor en busca de promoción, depositó las tres toneladas de toro metálico ante las puertas de la New York Stock Exchange una mañana de diciembre de 1989; el golpe publicitario gustó y el Ayuntamiento instaló la obra a la entrada del barrio financiero. El toro es el animal que embiste hacia el cielo, el símbolo de los buenos tiempos en Wall Street: cuando el mercado está
bullish
, las acciones suben y todo va bien. Lo contrario es el oso, encorvado hacia la tierra: un mercado
bearish
va de baja. El toro de bronce de Broadway tiene la cabeza más brillante que el cuerpo, porque cientos de personas, locales y forasteras, la acarician cada día en un gesto que, se supone, trae buena fortuna económica.

Ese toro, tan reciente, tan circunstancial, es una de las imágenes que simbolizan Nueva York. Moloch, el dios maligno de los cananeos, ávido de oro y de sacrificios humanos, tenía también cabeza de toro.

Allen Ginsberg habló del Moloch contemporáneo en su poema
Howl
[Aullido]:

Moloch, cuyos ojos son un millar de ventanas ciegas.

Moloch, cuyos rascacielos se yerguen en largas calles como Jehovás interminables.

Moloch, cuyas factorías sueñan y tosen en la niebla.

Moloch, cuyas chimeneas y antenas coronan las ciudades.

Los americanos, y me refiero a la gente que vive al oeste del archipiélago, en el continente, piensan que Moloch impera en Nueva York. Y no les gusta. ¿Han visto el capítulo de
Los Simpson
en que la familia visita Manhattan? Homer Simpson odia esa ciudad y, en general, todas las grandes ciudades. La civilización americana se ha hecho suburbana y antiurbana y atribuye a Nueva York algún tipo de suciedad imborrable, un pecado original que contrasta con la pureza cristiana de la Ciudad sobre la Colina, el mito fundador de la nación. Quizá siguen pesando sobre la opinión estadounidense el origen holandés del archipiélago, su tolerancia (o indiferencia) religiosa, la libertad de sus costumbres, la violencia interna de su historia. A mí no me parece que Moloch pinte gran cosa en Nueva York. Wall Street guarda historias muy desagradables, pero hurguen un poco en Dallas, Texas, y verán qué encuentran.

En cualquier caso, la ciudad es así porque es el corazón del capitalismo y es el corazón del capitalismo porque es así. Los grandes imperios no mueren, se transforman. Roma, por ejemplo, se reencarnó en el catolicismo. El Imperio Británico sigue viviendo en las conexiones internacionales de la City de Londres. La inteligencia del Imperio Holandés permanece atesorada en la obra de Baruch Spinoza (el único filósofo al que creo y el único al que prestaría dinero) y en las calles de Nueva York. Una ciudad liberal, sincera hasta la brutalidad, con los ideales justos para ir tirando y un egoísmo que algunos estiman y otros no.

Cuando estalló la guerra civil, en el momento más crítico de la historia de Estados Unidos, el Ayuntamiento de Nueva York consideró la posibilidad de proclamarse República independiente para monopolizar el comercio entre el Norte y la Confederación; sólo desistió cuando el Sur impuso aranceles a todo lo que no procediera de Europa. Entonces, con bastante desgana, se sumó a las filas nordistas.

Esa fue una reacción muy neoyorquina. A principios del XIX, el feroz debate entre los federalistas de Alexander Hamilton (futuro Partido Republicano) y los republicanos del vicepresidente Aaron Burr (futuros demócratas) cristalizó en un formidable proyecto inmobiliario, con el que el bando de Hamilton quiso crear una «Nueva Nueva York» donde hoy se encuentra Jersey City: una cosa era la ideología y otra el dinero, y una ciudad totalmente controlada por los federalistas habría alterado a favor de éstos (centralistas, elitistas, racionales, partidarios de mantener con Londres relaciones fraternales, en oposición al populismo idealista y afrancesado de los republicanos jeffersonianos) el equilibrio político en Albany, la capital del Estado. La cosa falló, y ahí está la insignificante Jersey City para demostrarlo. Luego Burr mató a Hamilton en un duelo, huyó al Oeste y tramó un plan más o menos descabellado para rebelarse contra Washington y proclamarse emperador de Texas, pero ése es otro asunto. Quería decir, en fin, que la fisonomía urbana de Nueva York, tan densa, tan agresiva, es reflejo de su alma.

(Mi amigo Ricardo sostenía que los espacios físicos, la historia y esas cosas sólo tenían importancia como materia especulativa, y que lo único esencial eran las personas y el presente. Sospecho que el arquetipo urbanístico de Ricardo era Grozny, y que, por lo tanto, en comparación, todas las ciudades le parecían cómodas, amables y tranquilas. En lo del aquí y ahora tenía su punto de razón. Ricardo había comprobado muchas veces cómo cambia la gente cuando es transportada a un ambiente hostil y desconocido como la Chechenia en guerra. Algo de eso vi yo también en algún conflicto africano. Una noche, en el Blind Tiger, me hizo un discurso sobre la fragilidad moral de las personas: bastaba un ligero cambio en las circunstancias, un peligro, una presión, para que mandaran a paseo todos sus principios. Me sorprendió descubrir que era más pesimista que yo. En cualquier caso, me sirve su argumento. En Nueva York la gente es de cierta forma porque en Nueva York existe un ambiente determinado, y ese ambiente está muy relacionado con las calles y con quienes las construyeron.)

Las divinidades fundadoras de Nueva York, los Astor, Morgan, Rockefeller y demás, disfrutaron de la explosión económica de la posguerra civil, de la industrialización vertiginosa de un territorio inmenso y rico y de la impotencia de los poderes públicos. Salvo Astor, murieron todos en el siglo
XX
: son difuntos recientes. Y, sin embargo, apenas hay memoria real de ellos. Se han convertido en mitos fundacionales o en parábolas, del éxito para unos, de la falta de escrúpulos para otros. Parecen dioses de un Viejo Testamento pagano, inmortalizados en piedra, en arte, en instituciones eternas y poderosas. Como el Yahvé del Pentateuco, fueron crueles y monopolistas. Movieron montañas, redactaron mandamientos, aniquilaron a sus enemigos, causaron terribles aflicciones y matanzas, pero hicieron de Nueva York la nueva Tierra Prometida. Construyeron Manhattan con sangre y sudor ajenos, y la ley que establecieron sigue siendo la ley.

Astor fue el dios del Edén y el pecado original. Nació en 1763 en Waldorf, un pueblecito alemán, en una familia de granjeros. A los quince años emigró a Londres con uno de sus hermanos y abrió un taller de fabricación de instrumentos musicales. A los veinte cruzó el Atlántico. A los veintitrés poseía una colonia en Oregón llamada Astoria y un buen comercio de pieles: compraba a los tramperos en los ríos Columbus y Missouri y transportaba las pacas a los puertos del Este. Financió expediciones, trazó mapas y empezó a empujar la frontera hacia el Oeste. En su tiempo se toparon cara a cara el Caín y el Abel de América, el colono y el nativo: uno de los dos estaba perdido. A los cincuenta años, Astor era dueño de un monopolio peletero continental y de una flota de buques que exportaban a Europa y Asia. Invirtió sus inmensos beneficios (era el hombre más rico de Estados Unidos) en un pedazo de tierra muy concreto: lo que hoy se extiende desde Houston Street hasta Central Park y se conoce como Midtown. Su hijo fue un terrateniente despiadado. Su nieto financió gran parte del Metropolitan Museum y fundó la Astor Library (el núcleo de la biblioteca de la 42 con la Quinta). Uno de sus bisnietos se hizo británico (primer vizconde Astor). Otro, novelista de ciencia ficción, construyó hoteles como el Waldorf y el St. Regis. (¿Puedo contar un detalle que define a la familia? El Waldorf, el hotel más grande del mundo, fue erigido por William Waldorf Astor con el fin de fastidiar a su tía Lina, a la que detestaba: el hotel, centro social de la ciudad, se construyó justo al lado de la casa de la tía Lina, que no soportaba el ruido y tuvo que mudarse.) Otro murió a bordo del
Titanic.
Un tataranieto apoyó el «New Deal» de Franklin Roosevelt y presidió
Newsweek.

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