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Authors: Enric González

Tags: #Biografía, Viajes

Historias de Nueva York (3 page)

BOOK: Historias de Nueva York
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«¿Tú estás loco?», preguntó Josefa Gutiérrez, la otra administradora, la de la redacción de
El País
, cuando le pedí que me anticipara 50.000 dólares con urgencia. Pero Josefa, como otras veces, acabó sacándome del apuro. Y envió el dinero.

Firmé, firmé y firmé. Cheques, contratos, garantías, declaraciones juradas, autocertificados de buena conducta y todo lo que me pusieron por delante. Cualquier cosa con tal de quedarme allí. Y lo logré. Alquilé, por la minucia de 4.300 dólares mensuales, un apartamento de dos plantas (o más bien de una sola planta con altillo), con un salón de techo alto, un baño, una cocina diminuta, dos dormitorios, una ventana con vistas al
skyline
de Midtown y al edificio Chrysler, y un tubo en el pasillo para tirar las bolsas de basura. El tubo era fantástico. Nunca me cansé de arrojar bolsas. Ese invento, habitual en los rascacielos, me parece una maravilla. ¿A quién no le gusta tirar cosas por un agujero oscuro? Solía quedarme escuchando los tropezones del paquete en su descenso
(clonc, clanc, clonc)
y el estruendo del aterrizaje en el contenedor del sótano, y cerraba la compuerta con una sonrisa. Qué invento.

El apartamento de Ricardo y el mío estaban cerca. Ambos vivíamos en el West Village. El estaba soltero, pero con bastantes compromisos. Su vida sentimental era muy entretenida y, de hecho, solía ser uno de nuestros principales temas de conversación. Ricardo tenía éxito con las mujeres. Un tipo bien parecido, que hablaba un ruso más que correcto (había estudiado Ciencias Físicas en Moscú) y un inglés aproximativo pero sugerente, que contaba aventuras divertidas y terribles de la guerra de Chechenia y trabajaba para la televisión: supongo que eso habría bastado para garantizarle un cierto atractivo. Era, además, generoso e inteligente, y en el interior le ardía algo, nunca supe bien qué. Una persona especial.

Tomar un taxi con él constituía una apuesta de alto riesgo. Podía entablar amistad con el conductor afgano y, sobre la marcha, contactar con un amigo islamista del afgano que conocía a uno que conocía a uno de Al Qaeda (por entonces una denominación confusa y misteriosa) y entonces desviaba la ruta hacia un garito de Jersey City para apalabrar un contacto en no sé qué sitio con un presunto colaborador de Osama bin Laden. Uno salía con Ricardo a cenar algo rápido y podía acabar de madrugada en un sótano, rodeado de individuos torvos y posiblemente armados. Era así. Un catalizador de aventuras. Un Tintín con el alma grávida de un Haddock.

Los taxistas neoyorquinos, por cierto, constituyen una gran fuente de información sobre la actualidad mundial. Suelen saber poco sobre la ciudad o, en ciertos casos, nada: llegaron la semana pasada, en un día se estudiaron el papel moneda, aprendieron anteayer algunas palabras inglesas y hace un par de horas les pusieron un volante entre las manos. Pero pueden relatar (si uno habla su idioma, o si hablan un inglés comprensible) cómo son los rituales de boda en Karachi, o las causas de unas matanzas en Nigeria a las que ningún diario occidental presta atención, o la mejor forma de degollar un pollo.

Su estilo de conducción caracteriza el tráfico ciudadano. Provienen de países con pocos kilómetros asfaltados y con códigos de conducción aproximativos, y aplican su experiencia a las avenidas de Manhattan. No sé si los neoyorquinos les copian, o si el estilo autóctono es parecido al de las afueras de Kinshasa. Sea por una cosa o por otra, en Nueva York sólo rigen dos leyes: hay que evitar los baches de profundidad superior a un metro, y es lícito realizar cualquier maniobra, por suicida o manifiestamente absurda que resulte, siempre que se toque mucho la bocina.

Los taxis de Nueva York no descansan nunca. El propietario los utiliza unas horas y los subcontrata el resto de la jornada a inmigrantes que, en algunos casos, viven de las propinas y poco más. Los coches amarillos brincan eternamente por el asfalto agujereado transportando a bordo infinitas peripecias humanas. En ese asiento posterior en el que uno se hunde ha ocurrido todo lo que se pueda imaginar, y más. Los taxis son pedazos de historia viva y merecen tanto respeto como las ruinas de la Acrópolis.

Yo estaba temporalmente solo, a la espera de que llegara Lola, y me agregué al torbellino vital de Ricardo. Además de en el Blind Tiger pacíamos en otros lugares. Como el White Horse de Hudson Street, casi enfrente del Tiger, donde tuvo su mesa Dylan Thomas. Dicen que, una noche de 1953, el gran
poeta,
dipsómano (con pocas cosas he reído tanto como con sus
Hijas de Rebeca
) anunció a grandes voces que había bebido 18 whiskies y había batido la marca del White Horse. Luego se desmayó. Al despertar se tomó unas cervezas, fue a un hospital y murió de intoxicación alcohólica.

Un gran descubrimiento de Ricardo fue el Corner Bistro de la Calle 4, siempre abarrotado, ruidoso y cabrón, pero con hamburguesas extraordinarias, quizá las mejores de Manhattan. También frecuentábamos, con más ilusión que provecho, los billares de East Houston, esquina Mott. Y, con gran insistencia, el Pravda, un subterráneo nocturno de Lafayette decorado con inscripciones en ruso donde consumíamos importantes cantidades de vodka y dry martini (agitado, no revuelto, con Stolichnaya, una gota de vermut seco y dos olivas, sin ensuciar). El Pravda no tenía inscripciones en el exterior, sólo un farolito rojo. A mí el farolito y los carteles en ruso del local me parecían estimulantes. Imaginaba consignas revolucionarias, o ucases zaristas. Una noche le pedí a Ricardo que los tradujera. Craso error. Fue leyendo: «Sopa», «Entrantes», «Carne», «Dulces». «Son los letreros de algún comedor en régimen de autoservicio, en Rusia servían para que la gente se pusiera en la cola adecuada», explicó.

Seguí yendo al Pravda, pero ya nunca fue lo mismo.

5

Entre los mediodías soleados de Metropolis y las noches lluviosas de Gotham, me quedo con lo segundo. Mi apartamento estaba en el West Village y mi vida después del trabajo se desarrollaba más bien «downtown», al sur de la Calle 14. Las viejas cualidades canallescas del sur de Manhattan se mezclan ahora con el dinero, los estupefacientes, el diseño y la tontería; ignoro si siempre fue así, pero no me extrañaría.

Compré
Gangs of New York
, un libro de Herbert Asbury del que Martin Scorsese hizo después una película, y descubrí que mi barrio tenía un pasado especialmente turbulento. Cerca de casa, en lo que ahora son las calles Sullivan, Thompson y Grant, estuvo Arch Block, un célebre refugio de rufianes e infelices dirigido por La Tortuga, una gigantesca mujer negra que pesaba más de 150 kilos. Fue uno de muchos lugares terribles que ya no existen y que los neoyorquinos, atareados con el presente, prefieren no recordar.

Desde 1999 se realizan excavaciones arqueológicas en lo que se llamó Five Points y es hoy parte de Chinatown. Me enteré por un periódico de que habían encontrado un yacimiento de diminutos huesos humanos mezclados con loza y pedazos de pipa de arcilla; según un experto se trataba, sin ninguna duda, del sótano de un prostíbulo del siglo
XIX
. Los abortos y los hijos de las pupilas que nacían muertos eran arrojados a un pozo. Al pozo iban también los niños que morían de enfermedad: la mortandad infantil era altísima, el cólera era casi tan frecuente como el resfriado y en esa zona no había acceso a cuidados médicos. La vida era tan dura como en el East End londinense de la misma época, la segunda mitad del XIX, y mucho más violenta.

El pasado de las ciudades se encuentra en las hemerotecas y en las cloacas. Especialmente en las cloacas. Bajo las del sur de Manhattan se oculta un lago que fue importantísimo en la infancia de Nueva York.

Casi todo el mundo sabe que Nueva York, o mejor Nueva Amsterdam, nació en el
extremo
sureste de Manhattan, donde se instalaron unos cien emigrantes holandeses llegados en mayo de 1623, tres años después de que el
Mayflower
descargara la primera colonia de puritanos en Massachusetts. Los holandeses imprimieron a su trocito de isla un carácter comercial que resultó imborrable, aunque en 1664 el duque de York conquistara la plaza para la corona británica y cambiara el nombre por el suyo.

Yo creía, al principio, que la ciudad holandesa original era muy pequeña y limitaba al norte con Wall Street, la calle del Muro que, suponía yo, alzaron los fundadores como defensa contra las tribus indias locales, los iroqueses y los algonquinos. Los algonquinos manhattanitas formaban la tribu de los lenape, fueron ellos quienes vendieron la isla a los holandeses por los célebres 24 dólares (en realidad, los indios no conocían el concepto de propiedad y consideraron el asunto una simple ceremonia de hermanamiento) y nunca estuvieron fuera de ninguna supuesta ciudadela. Estaban dentro, en las tabernas y los comercios, como cualquier otro neoyorquino. La empalizada de Wall Street se construyó de forma casi postuma contra los invasores ingleses, que acabaron tomando la ciudad sin disparar un tiro (el general cojo Peter Stuyvesant se rindió con los suyos y siguió viviendo tranquilamente en su finca). Wall Street fue siempre céntrica.

La Nueva York holandesa tenía más o menos los límites de la actual Nueva York. La pequeña colonia de esclavos vivía donde hoy se alza el edificio de las Naciones Unidas. Turtle Bay, donde nunca hubo tortugas, era Deutel Bay, la Bahía del Taco; Deutel, mal pronunciado por los anglófonos, se convirtió en Turtle. Harlem era Nieuw Haarlem. El Bronx era donde estaba la finca de Jonas Bronck. Etcétera.

Por encima de la empalizada, donde hoy discurren calles llamadas Lafayette o Mulberry, se extendía una zona pantanosa con un gran lago de agua dulce que los holandeses llamaron Kalchhook y los británicos se limitaron a describir como Fresh Water Pond y más tarde bautizaron como Collect. Esa era la principal reserva de agua potable de la isla. El pulmón original de la ciudad late en esas aguas, visibles aún bajo las alcantarillas.

La actividad social era intensa en la laguna. En Collect abundaba el pescado y la gente se encontraba en la orilla para tirar un rato la caña. A los protoneoyorquinos la caña debió de parecerles poco productiva y en 1732 hubo que prohibir el uso de redes para evitar la extinción de la fauna. En el centro de Collect había una isla donde fueron ahorcados, quemados vivos o descoyuntados los esclavos negros que se sublevaron en 1741. Los neoyorquinos, hasta 1830, extrajeron el agua potable de los manantiales subterráneos de Collect. Y a Collect fue a parar, con el tiempo, una ingente cantidad de basura.

A orillas de la laguna se establecieron una fábrica de cerveza (inicialmente, cuando el agua estaba limpia), varios curtidores, una fábrica de goma y dos mataderos: el lago se convirtió en el vertedero de la ciudad. En 1802, el ayuntamiento decidió drenar y cubrir el Collect, para mitigar el foco de hedor y enfermedades. Diez años después se permitió construir en la zona, de salubridad discutible. Brotaron miles de edificios y en poco tiempo empezaron a hundirse en el terreno pantanoso. El único edificio sólido, la antigua fábrica de cerveza Coulter, fue subdividido en minúsculos apartamentos. A su alrededor se formó una madeja de calles estrechas, casas inclinadas y sótanos pestilentes. El Collect acogió a quien no podía establecerse en ningún otro sitio y se convirtió en el barrio de los forajidos, los prostíbulos y los inmigrantes. Eso fue Five Points, un barrio de tabernas, navajazos, emociones fuertes y miseria abyecta, frecuentado por nativos como Walt Whitman y turistas como Charles Dickens.

El urbanismo de Nueva York se forjó con un patrón medieval: millonarios y mendigos convivían en un palmo cuadrado. Eso creó una civilización interesante. Las urbanizaciones de casas iguales para gente igual que piensa igual generan ignorancia y paranoia, los dos males contemporáneos de Estados Unidos.

Los tres caserones para realquilados más sórdidos del Manhattan fundacional eran la Old Brewery, la vieja cervecería de Five Points; la Gotham Court de Cherry Street (donde poco antes había vivido George Washington, como presidente de la nación, y donde ahora hay bloques de viviendas municipales) y Arch Block, en la calle Sullivan. En Water Street se organizaban peleas de ratas contra perros, y había un tipo empleado, digamos, en la industria del espectáculo, cuya especialidad consistía en decapitar ratas con los dientes a cambio de unos centavos. Cuando mi trabajo me parece desagradable, pienso en el suyo.

La vida política giraba en torno a dos partidos, Tammany Hall (futuros demócratas), indescriptiblemente corruptos, y Know-Nothing (literalmente «sabe-nada»), futuros republicanos, antiinmigrantes y anticatólicos, o sea, antiirlandeses, e indescriptiblemente violentos. Los militantes de ambos partidos venían a ser, en total, unos treinta mil en 1855, dedicados todos ellos a la extorsión y al fraude electoral.

El «carnicero» William Cutting,
Bill the Butcher
, era el cabecilla de los nativos, los Know-Nothing, enemigos de los irlandeses famélicos y recién llegados. La asociación conocida como Tammany Hall se llamaba así en honor de un antiguo jefe indio, Tammany,
el amable
, y tenía su sede en Frankfort Street. Su gran líder, William «Boss» Tweed, un bombero de origen irlandés, creó la máquina política más formidable que se hubiera visto en Nueva York: Tammany robó unos 200 millones de dólares de los fondos municipales entre 1865 y 1871, falseó todas las elecciones, hizo de la policía un instrumento a su servicio (de ahí la tradición irlandesa de los «cops» neoyorquinos) y la organizó con criterios de mercado: para ascender de patrullero a sargento, el agente debía pagar 1.600 dólares; para ascender de sargento a capitán, 12.000 dólares, y así sucesivamente. El agente recuperaba luego la inversión por la vía de organizarse cohechos y negocietes de protección.

Tammany dominó por completo la ciudad hasta que, en 1934, el republicano Fiorello Laguardia se hizo con la alcaldía y estableció una administración más o menos moderna (con mafia incluida, por supuesto). En Tammany se perfeccionaron las organizaciones mafiosas importadas por judíos e italianos.

«Tammany» es hoy un término peyorativo. Y, sin embargo, la corrupción generalizada del «Boss» Tweed y de Tammany permitió que se integraran en Nueva York millones de personas que llegaban en aludes al muelle de Ellis Island sin otra cosa que piojos, pobreza e ilusión. A falta de una auténtica administración pública, que las clases acomodadas se negaban a financiar, Tweed estableció un sistema delictivo de protección social que salvó muchas vidas. La alternativa a Tweed, representada por los plutócratas y los protorrepublicanos del Club Cincinnati, ricos, «nativos» y elitistas, carecía de la desfachatez y el populismo necesarios en las circunstancias. Yo, que no puedo evitar tomar partido (pónganme delante dos desconocidos jugando a los barquitos, y en cuestión de segundos seré partidario de uno o de otro), estoy con Tammany.

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