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Authors: Enric González

Tags: #Biografía, Viajes

Historias de Nueva York (2 page)

BOOK: Historias de Nueva York
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Manhattan, la Mannahata (isla de las colinas) de los indios Delaware, la isla en forma de pez de Walt Whitman, contiene tres ciudades distintas: Harlem, Metrópolis y Gotham. Lo de las tres ciudades no lo digo porque sí, lo inventó hace muchos años Marvel Comics, la editorial que publicaba historietas de superhéroes. En una especie de manual de instrucciones que entregaba a los dibujantes y guionistas recién contratados hacía las siguientes definiciones:

METROPOLIS: La ciudad de Súperman. Es el centro de Manhattan en un mediodía soleado.

GOTHAM: La ciudad de Batman. Es el sur de Manhattan en una noche lluviosa.

HARLEM: Es Harlem.

A veces se da a toda Nueva York el sobrenombre de Gotham. Es bonito, sonoro y gusta, quizá porque casi nadie sabe de dónde viene. Lo utilizó por primera vez Washington Irving en 1807, en una saga satírica en la que inventaba un origen mitológico para su ciudad. Irving, a su vez, extrajo el término de la tradición medieval inglesa. Según la leyenda, Gotham era un pueblo cuyos habitantes incurrieron en la ira del rey y lograron evitar el castigo haciéndose pasar por idiotas. Durante siglos, los chistes ingleses comenzaron con las palabras «era uno de Gotham que…»; exactamente equivalentes al «va uno de Lepe…» en los chistes españoles de hoy. O sea, decir Gotham es más o menos como decir Lepe. Con todo el respeto por Lepe, simpática y famosa localidad andaluza.

¿Qué hace falta para sentirse como en casa cuando uno se establece en el extranjero? Hay quien necesita años, amistades y derecho de voto. Cada uno sabe lo suyo. Yo requiero muchas camisas bien planchadas, una cantidad ingente, y no exagero, de pañuelos blancos y una barbería; todo lo demás es accesorio. Me siento incapaz de explicar por qué. Con un armario lleno de camisas, un cajón desbordante de pañuelos y una barbería disponible, el mundo y yo estamos en armonía.

Consta en un viejo pasaporte que aterricé en el aeropuerto John Fitzgerald Kennedy el 16 de junio de 2000, para quedarme como corresponsal del diario
El País.
Me alojé en varios hoteles mientras buscaba apartamento. En las lavanderías del Roger Smith, el Novotel y el Intercontinental deben recordar aún al maníaco de las camisas y los pañuelos.

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Instalarse en una ciudad y buscar apartamento suele ser fatigoso. En Manhattan lo es especialmente, porque las viviendas se dividen en dos categorías: aquellas que uno puede pagar, y aquellas en que uno está dispuesto a vivir. Cuando uno encuentra al fin un apartamento asequible (hablo de un alquiler no superior al sueldo mensual) y habitable (en el sentido en que son habitables los iglús y los cementerios de El Cairo), puede considerarse doctorado en ciencias inmobiliarias.

En los primeros pasos me ayudó Isabel Piquer, la periodista que ya trabajaba en la ciudad para
El País
y que, en adelante, iba a ser mi compañera de oficina. No la conocía personalmente, sólo había hablado con ella por teléfono un par de veces. Pero había utilizado los recursos informativos de la redacción central de Madrid, donde, en teoría, se sabe casi todo de casi todo el mundo. Inquirí discretamente sobre Isabel y me hice una idea del personaje. A mi llegada nos citamos para cenar. Yo esperaba encontrar, basándome en el perfil psicofísico construido a partir de los testimonios recogidos entre mis compañeros, a una señora mayor, poco agraciada y sentimentalmente inclinada hacia las personas de su propio sexo. No sé si me tomaron el pelo o si elegí muy mal las fuentes. Isabel resultó algo bastante parecido a todo lo contrario.

Lola, mi mujer, estaba todavía en Barcelona, ocupada con su propio empleo. Y yo, solo en Nueva York, compatibilizaba mis tareas personales, como la supervisión minuciosa del flujo de camisas y pañuelos entre la lavandería y la habitación del hotel, con las labores propias del corresponsal recién llegado. La rutina de las primeras semanas consiste más o menos en presentarse con traje y corbata en los centros de poder y de información, repartir muchas tarjetas de visita, dejar muchos mensajes telefónicos de los que pocos obtienen respuesta y fiarse de la prensa local al escribir. Uno va muy despistado.

Además de eso, había que instalarse. Lo primero era la obtención, o, más precisamente, la penosa extracción administrativa del Social Security Number. Ese número, como su nombre no indica, es ajeno a cualquier tipo de seguridad social, según el significado que en Europa se da a esas palabras. El número sirve para conocer el crédito de cada uno, su capacidad de endeudamiento, y vendría a servir también como número de identificación personal, al estilo del DNI español. Te solicitan el número al contratar cualquier tipo de servicio, al comprar a plazos, en el banco.

El número que se entrega al ciudadano no es nuevo. Lo han usado otras vidas. Cuando alguien muere, su 0284-22-86, por poner una cifra al azar, vuelve a las oficinas federales y es reciclado y adjudicado a un ser vivo recién estrenado como residente en los Estados Unidos de América.

Ésa fue mi desgracia. Empecé a notar que algo ocurría cuando intenté hacerme con un teléfono móvil. El untuoso vendedor asiático, que se deshizo en sonrisas mientras me ofrecía distintos modelos y me ayudaba a rellenar el formulario, adoptó un tono de pariente lejano del difunto tras hablar con la agencia de crédito. Me devolvió la tarjeta y me dijo que lo sentía.

—Las compañías telefónicas no le aceptan —dijo.

—¿Por qué?

—Su calificación, al parecer, es insuficiente.

El hombre tenía la virtud del «understatement». La agencia de crédito me rechazaba y además, sospecho, recomendaba al vendedor que vigilara la cartera.

Con el tiempo, supe cómo funcionaban las calificaciones otorgadas por agencias como TransUnion o Equifax. Un ciudadano con muchas «A» o muchas estrellas es un tipo considerado solvente, con un patrimonio descomunal o con una gran deuda asumida y con capacidad supuesta para cargar con más. Un «B», digamos un tres estrellas, es alguien de ingresos bajos (no: de gastos bajos; así es como se mide la riqueza o la pobreza en Estados Unidos; un multimillonario que no gasta queda fuera de juego) o de endeudamiento tan desmesurado respecto a su renta que comprar un aspirador a plazos puede hundirle en la bancarrota. Un «C» duerme en una caja de cartón en una acera del Lower East Side.

En todas las tiendas de teléfonos ocurría lo mismo. Y, sin embargo, yo tenía dinero. Había abierto una cuenta en el Chase Manhattan Bank con la generosa provisión de fondos del periódico. (Lo de la cuenta se hizo no sin cierta dificultad: cuando careces de dinero, pasas por indigente; cuando tienes una cantidad notable en efectivo, pasas por narcotraficante o terrorista.) Podía dedicarme un año entero a llamar a un teléfono erótico de Melbourne y pagarlo en «cash» sin problemas. Y mi tarjeta de crédito daba margen para charlar un lustro con el servicio de información municipal de Kuala-Lumpur, una vez colgara la telefonista erótica australiana. ¿Qué tenían las agencias contra mí?

—Eso es que el crédito se construye gastando, y tú aún no has gastado nada —me decía Isabel.

Tenía razón, pero había algo más. No podía ser que, por el simple hecho de carecer de historial crediticio, me mirara tan mal todo el gremio de la comunicación inalámbrica.

Un día conseguí hablar con alguien de una agencia de crédito que me explicó con detalle mi propia vida. Cito de memoria, más o menos, lo que me dijo: yo había cometido fraudes en Arizona, había dejado un reguero de deudas por Louisiana y Alabama y no me alcanzaban los recursos ni para el alojamiento de cartón junto a un pilar del puente de Brooklyn.

Me habían dado el número de un muerto moroso que, por algún cortocircuito burocrático, seguía vivo en los ordenadores federales. Llegué a saber bastantes detalles sobre él. Qué tío. No había pagado una factura en 30 años, y no se privaba de caprichos. Dejó una deuda de más de 200.000 dólares. Mi deuda.

El muerto me persiguió bastante tiempo. Conseguí arreglar el equívoco en las oficinas de la Social Security e incluso accedieron a darme un contrato telefónico (con el que no podía exceder un gasto de 200 dólares mensuales) en una remota tienda del Upper West, exigiéndome, eso sí, una fianza de 700 dólares, porque aunque mi crédito estaba a cero no había quien se fiara del todo, tenía que comprenderlo, de un tipo con un pasado tan turbulento como el mío.

Muchos meses más tarde, al contratar un servicio de Internet, aún me dijeron que no aparentaba en absoluto los 72 años que acreditaba mi Social Security Number.

4

De una forma o de otra, ya tenía el número. Y carecía de deudas en el sistema informático federal. La máxima urgencia era el piso.

Lo esencial, me explicaron los veteranos, consistía en conseguir antes que nadie el
New York Times
del domingo, donde se publicaban las ofertas de alquileres. No había que esperar al domingo. Había que hacerse con el periódico el sábado por la tarde. O mejor por la mañana. El domingo ya estaba trillado lo mejor. Me las arreglé como pude, me quemé la vista repasando páginas de letra microscópica (por entonces me compré las primeras gafas de leer) y emprendí un cansino peregrinaje por los apartamentos vacíos de la ciudad.

Visité un piso con una sola ventana que daba a un árbol, y me refiero al tronco: la vista consistía en un trozo de madera. Visité otro que consistía en un amplio cuarto de baño con un rinconcito anejo para cocinar, comer y dormir. Hubo uno que no visité porque la persona que lo mostraba, al abrir la puerta, dio un respingo y me empujó hacia atrás en un gesto de protección: me he preguntado muchas veces qué habría visto esa persona, qué escena espantosa se desarrollaba en el interior. Conocí madrigueras infames, estancias oscuras, habitáculos con las paredes inclinadas. Y eso con un presupuesto generoso.

También eché un vistazo al lujo. Por curiosidad malsana visité un ático en The Archives, el edificio donde vivía Monica Lewinski (era el reclamo publicitario de la casa), que ofrecía gran terraza, magna escalera de mármol blanco y dos amplias habitaciones por el módico alquiler de 11.000 dólares mensuales.

Temía no encontrar nada en el Village, el West Village o Chelsea, la zona donde buscaba. Llegué a renunciar, lo confieso, a todas mis decisiones previas, y amplié progresivamente mi campo de acción hacia el Upper West, hice tanteos incluso en el Upper East, monótono como una cara de póker tratada con bótox, y hasta me desplacé un par de veces a Brooklyn por si había suerte. Nada de nada.

Por más que se ennegreciera el panorama, intentaba trasladarle una visión optimista a Lola. «No, no me he decidido por ése porque la vista del río no es completa», le contaba yo por teléfono, en vez de «sólo se veían los amarres de un trasbordador y las ratas me sonreían desde el otro lado del cristal», cosa que habría resultado sin duda más exacta.

—Contrata a una agente, te cobrará un mes de comisión pero te ahorrarás angustias —me aconsejó Isabel.

Me habló de una chica llamada Merav que había conseguido un piso espléndido para Ricardo Ortega, el corresponsal de Antena 3, llegado a Nueva York semanas antes que yo. El nombre de Ricardo Ortega no me sonaba. Isabel me explicó que era un muchacho muy interesante que llegaba de Moscú, un veterano de Chechenia. Bueno.

Llamé a Merav. Era una chica joven, delgada e hiperactiva, con el móvil en una mano y el vaso-cisterna de Starbucks en la otra, preocupada porque su familia, de judíos ortodoxos, le buscaba novios en ambientes de judíos aún más ortodoxos, y decidida, como muchos neoyorquinos, a hacerse millonaria en un par de décadas y retirarse antes de los 50.

—Con un poco de suerte —me comentó— te encontraré un piso tan formidable como el de otro periodista español que se ha instalado este verano. Ricardo Ortega, se llama.

«Tengo que conocer a ese Ricardo y hacerme recibir en su mansión», pensé.

No me costó nada conocerle. Merav y yo nos topamos con él por la calle mientras paseábamos por el Village.

Ricardo me llevó a ver su casa. Resultó estar en un edificio de la Calle 10 donde yo había visto ya un ático concebido, digamos, verticalmente: era una terraza de la que colgaba un tubo-vivienda. El apartamento de Ricardo, en cambio, era una joya: amplio, tranquilo, con luz y vistas a un jardín.

Luego fuimos a tomar cervezas al Blind Tiger de Hudson Street, cerca de la 10. Ese abrevadero (muy aconsejable) había de convertirse en el futuro en nuestro lugar de encuentro casi cotidiano. Pero entonces no lo sabíamos.

Merav me mostró, a los pocos días, un bonito apartamento en la Duodécima, en el centro de Chelsea. Era un edificio recién construido, con los interiores aún por terminar, un salón con forma de queso en porciones, una cocina en la que cabía una cafetera y dos dormitorios. «Me lo quedo», suspiré, con un inmenso alivio. Informé a Lola con alborozo, traté de convencerla de que 4.000 dólares mensuales no eran nada comparados con la inmensidad del cosmos, y avisé a la empresa de mudanzas de que al fin podíamos ir sacando los muebles del contenedor.

A la mañana siguiente tuve que irme a Miami. Allí estaba, escribiendo en una habitación de Holiday Inn, cuando me telefoneó Isabel.

—Me ha llamado Merav porque no te localizaba. Los administradores del edificio de Chelsea han decidido alquilar los pisos por semanas. No te quieren. Tendrás que seguir buscando.

Estupendo.

Al cabo de una semana regresé y seguí buscando.

El día en que nos conocimos, Merav me había susurrado, en tono de confidencia cómplice, un nombre: «The Printing House», La Imprenta. «Lo mejor para ti», me decía. Y agregaba: «Muy difícil, la lista de espera es muy larga». Pero matizaba: «Conozco a la administradora». Todo quedaba en manos del destino, y de la administradora.

A mí me sonaba bien lo de Printing House. Los periodistas de otra época, como es mi caso, sentimos devoción por las imprentas. Fui a ver el edificio por fuera y me gustó: buen emplazamiento, en el 446 de Hudson Street, esquina con Leroy, y buen aspecto. Tenía 10 plantas, había alojado rotativas en el sótano en los años veinte y treinta y conservaba una fachada de industria antigua, con grandes ventanas enmarcadas por bajorrelieves, vigas de hierro, y un aire general de solidez.

Cuando Merav me telefoneó y me gritó que existía la posibilidad de acceder a The Printing House, salí de estampida para allá.

A veces, la vida nos exige transigir. A mí me exigió algo más que eso. Me exigió suplicar, jurar fidelidad eterna, prometer sumas inconcebibles por adelantado y en efectivo. «Habría que pagar anticipadamente un año de alquiler —dijo la administradora—. Antes del viernes.»

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