Homenaje a Cataluña (18 page)

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Authors: George Orwell

Tags: #Histórico, relato

BOOK: Homenaje a Cataluña
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Pasé una noche más en la azotea. Al día siguiente pareció que la lucha llegaba a su fin. No creo que ese día, el viernes, se produjeran muchos tiroteos. Nadie sabía con certeza si las tropas de Valencia realmente se acercaban; llegaron aquella misma noche. El gobierno propalaba por radio mensajes semitranquilizadores, semiamenazantes, pidiendo a la gente que regresara a sus hogares y afirmando que, después de una cierta hora, todo aquel que portara armas sería arrestado. Nadie prestaba demasiada atención a los mensajes gubernamentales, pero por todas partes los hombres comenzaban a abandonar las barricadas. No dudo de que el factor determinante de esa actitud fuera la escasez de comida. En todas partes se oía el mismo comentario: «No tenemos más comida, debemos regresar al trabajo». Los guardias civiles, en cambio, que tenían aseguradas sus raciones mientras hubiera alimentos en la ciudad, podían permanecer en sus puestos. Por la tarde, la ciudad ofrecía un aspecto casi normal, aunque las barricadas continuaban intactas; las Ramblas se llenaron de transeúntes, casi todas las tiendas abrieron y, hecho muy tranquilizador, los tranvías, tanto tiempo inmovilizados, volvieron a la vida y comenzaron a recorrer las calles. Los guardias civiles seguían en el Café Moka sin deshacer sus barricadas, pero algunos sacaron sillas y se sentaron en la acera con el fusil sobre las rodillas. Le guiñé un ojo a uno de ellos al pasar y recibí una sonrisa no del todo hostil; me reconoció, desde luego. En la Central Telefónica habían arriado la bandera anarquista y sólo flameaba el estandarte catalán. Ello significaba la derrota definitiva de los trabajadores; sin embargo, debido a mi ignorancia política, no comprendí con toda la claridad debida que cuando el gobierno se sintiera más seguro habría represalias. En ese momento tampoco me interesaba este aspecto de las cosas. Sólo sentía un profundo alivio ante el hecho de que el endemoniado estrépito de los disparos hubiera cesado. Deseaba poder comprar algo de comida y gozar de algún descanso y paz antes de regresar al frente.

Sería a última hora de la tarde cuando los soldados de Valencia hicieron su aparición en las calles de Barcelona, ya bien entrada la noche. Eran integrantes de la Guardia de Asalto, una formación similar a los guardias civiles y a los carabineros (es decir, destinada en primer término a tareas policiales), y tropas selectas de la República. De repente, surgieron de la nada como setas; estaban por todas partes, patrullando las calles en grupos de diez. Eran altos, de uniformes grises o azules y con largos fusiles colgados al hombro y una metralleta por cada grupo. Entretanto, quedaba una delicada tarea por realizar. Los seis fusiles que habíamos utilizado para hacer guardia en la torre del observatorio seguían allí y, de una manera o de otra, teníamos que llevarlos al edificio del POUM. Se trataba tan sólo de cruzar la calle con ellos. Formaban parte del arsenal propio del edificio, pero sacarlos significaba contravenir la orden del gobierno. Si nos sorprendían nos arrestarían sin ninguna duda y, lo que era peor, nos confiscarían las armas. Con sólo veintiún fusiles en el edificio, no podíamos perder seis. Después de muchas discusiones acerca del método más conveniente, un joven español pelirrojo y yo comenzamos a acarrearlos. Resultaba bastante fácil esquivar las patrullas de la Guardia de Asalto; el peligro radicaba en los guardias civiles del Café Moka, quienes sabían muy bien que teníamos fusiles en el observatorio y podían delatarnos si nos veían cruzar con ellos. El joven español y yo nos desvestimos parcialmente y nos colgamos un fusil del hombro izquierdo, con la culata en la axila y el cañón metido en los pantalones. Por desgracia, eran máusers largos; ni un hombre alto como yo puede llevar sin molestias semejante arma en la pernera del pantalón. Resultaba muy incómodo descender por la enroscada escalera del observatorio con una pierna totalmente rígida. Una vez en la calle, descubrimos que solamente podíamos avanzar caminando con tan extrema lentitud que no hiciera falta doblar las rodillas. Frente al cine había un grupo de gente que me observó con gran interés mientras me arrastraba a paso de tortuga. Muchas veces me pregunté a qué atribuirían mi extraña manera de andar. Herido en la guerra, pensarían. En cualquier caso, todos los fusiles pudieron ser trasladados sin incidentes.

Al día siguiente, los guardias de asalto estaban en todas partes en actitud de conquistadores. No cabía duda de que el gobierno hacía un despliegue de fuerza a fin de acobardar a una población que evidentemente no ofrecería resistencia. Si hubiera temido la posibilidad de nuevas luchas, habría mantenido a los guardias de asalto en los cuarteles, en lugar de desparramarnos en pequeños grupos por toda la ciudad. Sin duda, exhibía tropas espléndidas, las mejores que yo había visto en España y, aunque en cierto sentido eran «el enemigo», no pude dejar de sentir agrado y cierta sorpresa al verlas marchar. Estaba acostumbrado a la milicia andrajosa y apenas armada del frente de Aragón, y no sabía que la República contara con tropas como ésas, formadas por hombres físicamente excepcionales y provistas de armas que me dejaron atónito. Todos portaban fusiles flamantes, del tipo conocido como «fusil ruso» (enviados a España desde la URSS, pero fabricados, según creo, en Estados Unidos). Pude examinar uno de ellos. Estaba lejos de ser perfecto, pero era increíblemente mejor que los antiquísimos trabucos que teníamos en el frente. Disponían, además, de una pistola automática cada uno y de una metralleta por cada diez hombres; en el frente había aproximadamente una ametralladora por cada cincuenta hombres, y pistolas y revólveres sólo podían conseguirse por medios ilegales. (En realidad, aunque no lo había observado hasta ese momento, lo mismo ocurría en todas partes.) Los guardias civiles y los carabineros, que no estaban destinados para nada al frente, tenían mejores armas y mejores ropas que nosotros. Sospecho que lo mismo acontece en todas las guerras: siempre hay idéntico contraste entre la reluciente policía de la retaguardia y los andrajosos soldados de las trincheras. Por lo general, los guardias de asalto de Valencia comenzaron a llevarse bien con la población transcurridos uno o dos días desde su llegada. El primer día hubo algunas enganchadas porque, obedeciendo órdenes, según supongo, actuaron de forma provocativa. Algunos grupos asaltaban tranvías, registraban a los pasajeros y, si llevaban en su bolsillo un carnet de la CNT luego se lo rompían y pisoteaban. Esto provocó enfrentamientos con anarquistas armados y una o dos personas murieron. Muy pronto, sin embargo, los guardias de asalto abandonaron su aire de conquistadores y las relaciones se tornaron más cordiales. Observé que muchos de ellos consiguieron una amiga al cabo de pocos días.

Los sucesos de Barcelona dieron al gobierno de Valencia la tan ansiada excusa para asumir un mayor control de Cataluña. Las milicias de trabajadores debían ser dispersadas y redistribuidas en el Ejército Popular. La bandera española republicana flameaba en toda Barcelona —era la primera vez que la veía, creo, excepto la que vi colgada en una trinchera fascista—. En los barrios obreros se procedía a demoler las barricadas por partes, pues es mucho más fácil construirlas que volver a poner las piedras en su lugar. Frente a los edificios del PSUC, por el contrario, se permitió que muchas de ellas se mantuvieran incluso hasta junio. Los guardias civiles continuaban ocupando posiciones estratégicas. En los baluartes de la CNT se confiscaron grandes cantidades de armas, aunque no cabe duda de que muchas fueron puestas a salvo a tiempo.
La Batalla
seguía apareciendo, pero fue censurada hasta que la primera plana quedó casi del todo en blanco. Los periódicos del PSUC no estaban sometidos a la censura, y mediante artículos incendiarios exigían la supresión del POUM alegando que era una organización fascista enmascarada. Los agentes del PSUC colocaron en toda la ciudad un mural que representaba al POUM como una figura que al quitarse la máscara que ostentaba la hoz y el martillo descubría un rostro horrendo marcado con la cruz gamada. Evidentemente, la versión oficial de la lucha en Barcelona ya estaba decidida: sería un levantamiento de la «quinta columna» fascista, provocado por el POUM.

En el hotel, la atmósfera de sospecha y hostilidad había empeorado con el cese de la lucha. Frente a las acusaciones que se hacían por todas partes, resultaba imposible mantenerse neutral. El correo volvía a funcionar, comenzaron a llegar periódicos comunistas extranjeros, y sus relatos de la lucha no sólo eran violentamente parciales sino, desde luego, increíblemente inexactos. Creo que algunos de los comunistas locales, testigos de los sucesos, se sintieron avergonzados ante la interpretación que se daba de los acontecimientos, pero, naturalmente, se mantuvieron fieles a su partido. Nuestro amigo comunista volvió a acercárseme y me preguntó si no deseaba pasar a la Columna Internacional. Me cogió más bien por sorpresa.

—Vuestros periódicos dicen que soy un fascista —le dije—. Sin duda, debo de ser un sospechoso político, viniendo del POUM.

—Oh, eso no importa. Al fin de cuentas, tú sólo cumples órdenes.

Tuve que decirle que, después de lo ocurrido, no podía ingresar en ninguna unidad controlada por los comunistas. Tarde o temprano, eso podía llevarme a ser utilizado contra la clase obrera española. No podía saberse cuándo volvería a repetirse una situación similar y, si tenía que usar un fusil, prefería hacerlo al lado de la clase trabajadora y no contra ella. Su reacción fue bastante correcta; pero desde ese momento toda la atmósfera cambió. Ya no se podía, como antes, discutir amistosamente y tomar una copa con un hombre a quien se suponía oponente político. Hubo algunos altercados muy desagradables en el vestíbulo del hotel. Mientras tanto, las cárceles se habían vuelto a llenar a rebosar. Al concluir la lucha, los anarquistas liberaron a los prisioneros en su poder, pero los guardias civiles no hicieron lo mismo. La mayor parte de estos prisioneros fueron encarcelados sin juicio, en muchos casos durante meses. Como de costumbre, gente totalmente ajena a los hechos fue arrestada debido a la chapucería policial. Dije antes que Douglas Thompson había sido herido a principios de abril. Luego perdió el contacto conmigo, como solía ocurrir cuando un hombre recibía una herida, pues frecuentemente los heridos eran trasladados de un hospital a otro. Se encontraba en un hospital de Tarragona y fue enviado de regreso a Barcelona la semana en que comenzaron los enfrentamientos. El martes a la mañana lo encontré en la calle, bastante desconcertado por el tiroteo. Me hizo la pregunta que todo el mundo hacía en esos días:

—¿Qué demonios pasa?

Le di la mejor explicación que pude. Thompson me dijo sin demora:

—Yo me voy a mantener al margen de todo esto. Mi brazo sigue mal. Me vuelvo al hotel y me quedaré allí.

Regresó a su hotel pero, por desgracia (¡qué importante es en la lucha callejera el conocimiento de la topografía local!), el hotel estaba en una zona de la ciudad controlada por los guardias civiles. El lugar fue asaltado, Thompson cayó prisionero y debió pasar ocho días en una celda tan llena de gente que nadie tenía sitio para acostarse. Hubo numerosos casos similares. Extranjeros con historiales políticos dudosos habían huido, con la policía pisándoles los talones y con el temor constante a una denuncia. La situación era peor para los italianos y los alemanes, que no tenían pasaportes y a muchos de los cuales buscaba la policía secreta de sus propios países. Si los arrestaban, probablemente los deportarían a Francia, lo que podía significar el retorno a Italia o a Alemania, donde Dios sabe qué horrores les aguardaban. Algunas mujeres extranjeras se apresuraron a regularizar su situación «casándose» con españoles. Una joven alemana que carecía de documentación logró esquivar a la policía haciéndose pasar durante varios días por la amante de un español. Recuerdo la expresión de vergüenza y aflicción de la pobre muchacha cuando accidentalmente me encontré con ella en el momento en que salía del dormitorio de ese hombre. No era su amante, pero sin duda creyó que yo lo pensaba. Permanentemente se tenía la estremecedora sensación de que uno podía ser denunciado a la policía secreta por quien hasta ese momento había sido un amigo.

La larga pesadilla de la lucha, el estrépito, la falta de comida y de sueño, la mezcla de tensión y aburrimiento de las largas horas pasadas en la azotea, preguntándome si al minuto siguiente recibiría un balazo o me vería obligado a disparar contra alguien, me habían destrozado los nervios. Mi estado era tal que, cada vez que la puerta se cerraba con violencia, inmediatamente echaba mano de la pistola. El sábado por la mañana se oyó una serie de disparos y todo el mundo gritó: «¡Ya empieza otra vez!». Corrí a la calle y descubrí que unos guardias de asalto disparaban contra un perro rabioso. Nadie que haya vivido en Barcelona entonces o en los meses posteriores olvidará la agobiante atmósfera creada por el miedo, la sospecha, el odio, la censura periodística, las cárceles abarrotadas, las enormes colas para conseguir alimentos y las patrullas de hombres armados.

He tratado de dar una idea aproximada de lo que se sentía estando en medio de las luchas de Barcelona; pero no creo haber logrado transmitir el carácter extraño de aquel período. Cuando miro hacia atrás, una de las cosas que permanecen nítidas en mi memoria son los contactos casuales que uno hacía por aquel entonces, las visiones repentinas de los no combatientes, para quienes todo aquello tan sólo era un alboroto carente de sentido. Recuerdo a una mujer elegantemente vestida que paseaba por las Ramblas, con una canasta de la compra bajo el brazo y un lanudo perrito blanco, mientras los disparos se sucedían a una o dos calles de distancia. Quizá fuera sorda. Y el hombre que agitando un pañuelo blanco en cada mano atravesó corriendo la Plaza de Cataluña, totalmente vacía. Y el grupo de personas, todas vestidas de negro, que durante una hora trataron una y otra vez de cruzar la misma plaza, sin poder lograrlo. Cada vez que emergían de la calle central, las ametralladoras del PSUC apostadas en el hotel Colón abrían fuego y las obligaban a retroceder, aunque era evidente que iban desarmadas. Siempre he pensado que formaban parte de un cortejo fúnebre. Y el hombrecito que hacia las veces de encargado del museo situado sobre el Poliorama, y parecía considerar los sucesos como un acontecimiento social. Estaba encantado de que los ingleses lo visitaran; decía que el inglés era tan simpático*. Deseaba que todos volviéramos cuando la lucha hubiera terminado; y yo, de hecho, volví a visitarlo. Y aquel otro, refugiado en un portal, que movía complacido la cabeza hacia el infierno de la Plaza de Cataluña y decía (como quien comenta que la mañana está hermosa): «¡Así que tenemos otro 19 de julio!». Y los dependientes de la zapatería donde me estaban haciendo unas botas. Fui allí antes de la lucha, cuando todo acabó y, por breves minutos, durante la tregua del 5 de mayo. Pertenecían a la UGT o quizá eran miembros del PSUC; de cualquier modo, políticamente estaban en el otro bando y sabían que yo servía en una milicia del POUM. No obstante, su actitud fue del todo indiferente, y se expresaban con palabras como éstas: «Es una pena todo esto, ¿no es cierto? Y tan malo para los negocios. ¡Qué lástima que no termine! ¡Como si no hubiera bastante lucha en el frente!, etcétera, etcétera». Supongo que hubo gran cantidad de personas, tal vez la mayor parte de los habitantes de Barcelona, para las que lo ocurrido no tenía interés alguno o, por lo menos, no más interés que un ataque aéreo.

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