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Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas

Hoy caviar, mañana sardinas (17 page)

BOOK: Hoy caviar, mañana sardinas
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Así empezó aquel casamiento y sus preparativos que mi madre en su cuaderno recuerda así:

Esto es un horror y un espanto. Estoy desesperada. Sólo a mí se me ocurre organizar una mudanza y una boda todo junto... ¡y en la Unión Soviética! Cuando antes de irnos de España le propuse a Carmen que por qué no se casaba en Moscú en vez de en Madrid, debía de estar mal de la cabeza. Recién llegamos acá a principios de septiembre y la boda es el... ¡12 de octubre! Todavía con las cajas de la mudanza por medio y ya tengo que pensar en recibir a trescientas personas en esta casa. Claro que casi es mejor no mirar mucho las dichosas cajas, porque cuando estuve intentando localizar sin éxito las que contenían esas cositas imprescindibles para una boda como manteles, cubertería y platos, me di cuenta de que la empresa de la mudanza se ha vengado en nosotros de no sé qué afrenta porque, además de muchos paquetes rotos, les han cortado las patas a todos los muebles. Sin duda el camión no era lo suficientemente alto y decidieron aplicar el mínimo común denominador por su cuenta y riesgo. Me imagino que deben de haberlas metido todas juntas en otro cajón. No quiero ni pensar en todas las cosas que se habrán extraviado. En la mudanza anterior perdí la mitad de nuestras cosas y me parece que en ésta voy a perder la otra mitad. Como comentaba el otro día la embajadora de Colombia, los diplomáticos deberíamos hacernos budistas para afrontar con estoicismo y distancia estos traslados catastróficos. Ommm, lo material no importa, lo material no importa. De verdad que lo intento, pero cuando recuerdo cómo dejaron de lisiada la cómoda de mamá me doy cuenta de que la túnica azafrán no me iba a sentar bien. Ni siquiera tengo fuerzas para bucear entre esa pila de bultos que llenan dos habitaciones enteras, desde el piso hasta el techo. Cada día tiene su afán, dicen, pero creo que este afán lo voy a dejar para la semana que viene.

En cualquier caso, todo esto me parece un poroto comparado con lo de la boda. Organizaría en Madrid o en Montevideo hubiese sido fácil. ¡Pero qué estoy diciendo! La gente, cuando casa a una hija (sobre todo si es la mayor, como es nuestro caso), empieza a prepararlo todo un año antes. Yo, en cambio, tengo menos de un mes para hacerlo y además en la Unión Soviética. Cuando se lo cuento a las embajadoras de otros países (encima tengo que hacer las visitas protocolarias de todo recién llegado a un nuevo destino), piensan que aún estoy algo trastornada por el viaje. Claro que todo fue tan repentino... Los chicos no querían separarse y estar de novios a cinco mil kilómetros de distancia. Muy lógico todo, pero Carmen ayer andaba con coletas y decía que quería volver a Uruguay cuanto antes y ahora se va a casar y se quedará a vivir en España. Rafael parece buen chico, pero me resulta difícil decir adiós al sueño de vivir algún día en Montevideo con todos mis hijos. Es la maldición de la carrera diplomática: cada miembro de la familia acaba en una esquina del mundo. ¡Espero que ahora a Mercedes no le dé por enamorarse de un ucraniano o de un bielorruso! No, eso no. Te lo pido de rodillas, Señor. Iba a ser un lío tremendo y seguro que tener un yerno marxista leninista debe de ser complicadísimo, todo el día intentando convertirnos a la causa. Cualquier bromita menos ésta, Señor, que suficiente penitencia estoy haciendo con este traslado.

De momento vamos a casar a la que toca ahora y la verdad es que no sé cómo lo voy a hacer. Todo acá es laberíntico y lento, muy lento. La Unión Burocrática debería llamarse este país. Todo hay que hacerlo a través del UPDK, que es el organismo del Ministerio de Asuntos Exteriores Soviético que se encarga de dar servicio a las embajadas, claro que con esas iniciales más bien parece una sucursal del KGB. ¿Querés un carpintero?, al UPDK. ¿Querés arreglar el auto? UPDK, madame, y cuando hablas con ellos siempre dicen que lo que pedimos es muy difícil, que no saben cuánto va a tardar. Yo me pongo hecha una furia, pero tengo que andar con cuidado. No quiero que parezca que somos los capitalistas intentando enseñar a los comunistas cómo se hacen las cosas, pero esto es para volverse loca. Primero hay que hablar con un departamento, después te remiten al camarada Ivanov, que después te manda a Petrov, que a su vez te remite a Galina, que te manda ¿a quién? A Ivanov, y vuelta a empezar. Además es con ellos con quienes hay que tramitar también el alquiler de los enseres que hacen falta para la boda, como sillas, vajilla, vasos (¡Dios mío, cuántas cosas por hacer!).

También son los del UPDK los encargados de contratar al servicio doméstico, que pasa todo tipo de controles para trabajar con diplomáticos. Por lo menos eso no lo tuve que organizar demasiado porque heredamos alguna de las personas que ya estaban trabajando con el embajador anterior. Hay un ama de llaves española que se llama Luisa, que escapó con su marido cuando acabó la guerra civil. A pesar de su edad —debe de tener lo menos sesenta y cinco—, conserva una larga coleta de pelo negro que le llega a la cintura y unos ojos profundos del sur. Me está siendo de mucha ayuda porque acá nadie habla otra cosa que no sea ruski y éste es un idioma imposible que creo que nunca seré capaz de aprender. Sin embargo, tiene un lindo sonido. A veces casi parece música. También tenemos a Iván, que es el chofer. Es gordo, panzudo y muy simpático. Me contó Luis que luchó en la Segunda Guerra Mundial y, según dicen, fue uno de los soldados que ondearon la bandera soviética en el Reichstag. Después está el mucamo (Yuri, joven, con bigotito, que es boxeador en sus ratos libres), y Larissa, la cocinera. Me parece que si no queremos morir de hambre en esta casa ella y yo tendremos que pasar muchas horas juntas. Es un caso curioso teniendo en cuenta que es cocinera: no sabe cocina rusa, ni internacional ni de ningún tipo. Me imagino que habrá sido una estupenda operadora de submarinos atómicos y este puesto se lo dieron en recompensa. Por último está Serioya, el hombre para todo de la embajada, aunque debería decir más bien el hombre para nada. Cada vez que se le pide que vaya a arreglar, por ejemplo, una tubería porque se está inundando el salón, contesta lo mismo: patom, madam, patom, palabra que no hace falta que me traduzcan porque ya me imagino que es el equivalente al
«mañana»
latino. Luis ha pedido varias veces que lo sustituyan porque siempre está metido en su pequeño taller del sótano y no sabemos qué hace allí. No entendíamos por qué los del UPDK no nos hacían ni caso, hasta que un día le pedí que descolgara uno de los cuadros que había en el salón para poner uno nuestro. Y Serioya hacía como que no entendía y volvía a repetir el patom, patom. En resumen, daba todo tipo de excusas para no hacerlo. Harta de esta situación, me arremangué, subí a una silla y lo bajé yo misma. Detrás del cuadro había un cable del que colgaba algo parecido a una pequeña alcachofa de ducha. Aunque ya había oído hablar mucho de ellos, no podía creer que lo que tenía en la mano fuera ¡un micrófono! Pablo, el funcionario de la embajada que vive en la casita que está al fondo del jardín de la residencia, nos aclaró que Serioya es el encargado de la instalación y mantenimiento de estos artefactos en la embajada, ésa es su misión primordial. Todo parece indicar que hay una completísima red de micrófonos por toda la casa para registrar nuestras apasionantes conversaciones. Cosa comprensible si ésta fuera la Embajada de Estados Unidos, pero con nosotros me parece que se van a aburrir, porque de momento lo único que hacemos es arrastrar muebles de un lado a otro y los secretos que podemos guardar no le interesan ni a una portera.

A la casa le hacen falta cantidad de reparaciones y por ahora esto va a paso de caracol. Los pocos operarios que aparecen por acá a la primera ocasión se bajan al sótano a tomar té, charlar o dormir una siestita en unos colchones viejos que hay ahí. A mí se me llevan los demonios con esta gente, ¡con la cantidad de cosas que hay que hacer! Hay que pintar, acuchillar pisos, poner cortinas, cambiar todas las cañerías de la casa, porque se nota que hace milenios que nadie arregla nada en esta casa. En resumen: tenemos retnont (como dicen acá a todos estos trabajos), mudanza y de remate boda. ¡De locos!

Eso sí, la residencia es linda y muy grande, lo cual es estupendo para la fiesta, y podremos hacerla acá con todos los invitados sin demasiadas apreturas. Antes de la Revolución era la casa de un rico comerciante y está diseñada por Shekhtel, según dicen un famoso arquitecto ruso del art nouveau. Tiene una planta irregular, con muchos salientes y entrantes y dos torrecillas coronadas por agujas. En la puerta principal hay un montón de timbres porque después de la Revolución vivían aquí más de quince familias. En la planta baja tenemos un hall, un gran salón, el comedor y una biblioteca con boiserie en las paredes, gigantescas cristaleras emplomadas y una enorme chimenea gótica de piedra con todo tipo de gárgolas, murciélagos, demonios. La luz de la araña hace que los bichos me sigan con la mirada por toda la habitación. A veces me da escalofríos. Para tranquilizarme un poco, Luisa me contó que, según la leyenda, el rico comerciante mató a su amante al encontrarla con otro y luego intentó deshacerse del cuerpo descuartizándolo y quemándolo en la chimenea. Al parecer, el alma en pena de la asesinada sigue vagando por la casa. Macanudo. Lo que faltaba. Luis dice que esta casa tiene mucho poder evocador, que uno puede imaginar perfectamente cómo era la vida antes de la Revolución. A mí, sin embargo, tener un espectro de aquella época como parte del atrezzo me parece demasiado.

Abajo, en el inmenso sótano, están la cocina, la despensa, el taller-madriguera de Serioya, el lavadero y varios cuartos llenos de cachivaches.

Arriba, nuestros dormitorios y un salón de estar para la familia. En total casi ochocientos metros con los que no sé muy bien qué hacer.

Con todo el lío que tenemos, casi no me ha dado tiempo para recorrer bien la ciudad. La primera impresión fue brutal, especialmente para Gervasio. Él estaba encantado con la idea de venir a un país modernísimo, puesto la URSS es una potencia mundial que lanza cohetes al espacio. Sin embargo, Moscú es una ciudad triste y gris, dividida por gigantescas avenidas que hay que cruzar a través de subterráneos, flanqueadas por grandes edificios monolíticos y grises de la época estalinista y donde todo el mundo viste igual (de mal). Parece una tontería, pero la ausencia de los grandes letreros luminosos de tiendas y publicidad la hacen aún más triste. Como contrapunto, hay una zona histórica alrededor del Kremlin muy interesante y la Plaza Roja es maravillosa, con la catedral de San Basilio al fondo, que se ha convertido en mi iglesia preferida de todas las que conozco. Es una explosión de color entre tanto gris, y con esas cúpulas retorcidas parece tener movimiento propio. Dicen que, una vez concluida la obra, Iván el Terrible, el zar que la mandó construir, ordenó sacarle los ojos al arquitecto para que nunca pudiera hacer otra iglesia tan bella. La historia de este país, siempre tan sangrienta.

La residencia de la embajada está junto a la avenida Gorki, una de las arterias de la ciudad, en una zona que debió de ser residencial antes de la Revolución aunque después construyeron unos bloques de pisos bastante horribles. Sin embargo, seguro que la ciudad cambiará cuando nieve y estará mucho más linda. Ahora parece una estación de esquí abandonada en pleno agosto.

Pensar en toda la gente que vendrá a la boda no me deja dormir. Sólo desde España llegarán ciento y pico. Como no hay relaciones diplomáticas entre los dos países y el viaje de Madrid a Moscú es bastante complicado, el padre del novio ha alquilado un avión para los invitados que vengan de allá. Ya tenemos reservado lugar para todos en el Intourist y el Rossia, los dos hoteles más modernos y pasables de la ciudad. Desafortunadamente, y debido a la distancia, de Montevideo creo que no vendrá casi nadie. De acá esperamos a unos ciento cincuenta porque, aunque somos recién llegados, es una buena ocasión para invitar a los embajadores de los países clave para Uruguay, y a las autoridades soviéticas. Me da la impresión de que hasta el mismo día de la ceremonia no voy a saber ni quiénes ni cuántos rusos van a asistir. He llamado varias veces al Ministerio de Asuntos Exteriores para que me den una lista, y hasta ahora no me han dado nada. El otro día fue la presentación de cartas credenciales y le dije a Luis que intentara averiguar algo pero, como siempre, no se puede confiar en los hombres para estas misiones.

—Cómo querés que pregunte esas cosas en el Kremlin. ¿Te parece el momento? ¿Va usted a venir a mi fiesta, camarada presidente?

¡Claro que es el momento! ¿Cuándo mejor que en la presentación de credenciales en las que normalmente nunca se habla de nada importante? Además, sólo estaba el viejo Podgorny, el presidente, que casi no manda. Brezhnev, como nominalmente sólo es el secretario general del Partido Comunista de la URSS, no asiste a estos actos. El que sí espero que venga es Gromiko, el mítico ministro de Asuntos Exteriores. Ojalá, porque aunque no tiene fama de divertido (por lo visto no sonríe bajo ninguna circunstancia) es la primera figura de la diplomacia mundial desde la época de Stalin. Sin embargo, Luis tampoco se animó a decirle nada el otro día. Aunque sólo hablaron de tonterías, como suele ocurrir en estas ocasiones, volvió bastante impresionado. Dice que el ministro tiene una mirada de una tremenda inteligencia y que transmite una gran sensación de misterio. No acabo de entender por qué le asombra esto último ya que todo en este país es sumamente misterioso.

De todas maneras, gracias a estos primeros contactos, las autoridades están siendo muy serviciales ayudándonos con lo de la iglesia. Como al parecer es la primera boda católica en Moscú desde hace no sé cuántos años, temíamos que surgieran bastantes problemas, especialmente cuando rechazamos la posibilidad de hacerla en San Luis, la única iglesia católica que sigue abierta. Es muy fea y oscura, sin ningún interés y yo prefería una, cómo decirlo, más
«rusa»
. Luis estaba que se subía por las paredes porque decía que los rusos nos iban a mandar a la miércoles. Tenía razón. De una manera muy diplomática nos dijeron que no había precedente. Desgraciadamente para ellos, no me conocían. Rogué, supliqué, pataleé, les hablé de las ventajas de demostrar al mundo que no hay persecución religiosa en la URSS (que la hay). Después de mucha incertidumbre, y me imagino que por no escucharme más, al final conseguí autorización del ministerio para celebrar la misa en una pequeña iglesia ortodoxa en las colinas de Lenin, cerca de la universidad. Es lindísima, amarilla, con su cúpula verde. Parece recién sacada de un cuadro de Chagall. Con el permiso del metropolitano de Moscú (el obispo, aunque tenga nombre de transporte urbano), la ceremonia la oficiará el capellán de la comunidad diplomática, el padre Richards, un canadiense muy agradable. Será, por tanto, una celebración ecuménica de las dos religiones, algo que nadie recordaba en este país.

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