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Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas

Hoy caviar, mañana sardinas (19 page)

BOOK: Hoy caviar, mañana sardinas
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STROGONOFF DE OSO DE CARMEN

(La receta sirve también para un solomillo

de ternera eliminando el adobo.)

Ingredientes (para 8 personas)

Para el adobo

6 cucharadas grandes de aceite

3 cucharadas de vinagre

1/2 l de vino blanco

1 copa pequeña de coñac

2 cebollas

2 zanahorias

1 ramita de apio

1 diente de ajo

Tomillo

Para el guiso

8 filetes de solomillo (si es que se llama así en el oso...)

3 cucharadas de mantequilla

1 copa de coñac

3 cucharadas de nata líquida para cocinar

sal y pimienta

PREPARACIÓN

Las cantidades de carne de oso por persona deben ser algo menores que las que se recomiendan para vaca o cerdo, porque es más pesada. Como es una carne correosa, es conveniente dejarla en el adobo durante veinticuatro horas en una mezcla de vino blanco, una copita de coñac, vinagre y aceite, alguna hierba aromática como el tomillo, pimienta, una ramita de apio, ajo, zanahoria y un poco de sal. Pasado este tiempo de marinado, sacar la carne del líquido y cortarla en trozos pequeños, algo mayores que una patata frita.

Calentar en una sartén tres cucharadas soperas de mantequilla. Cuando esté bien caliente, freír los trozos de carne, removiendo para que no se quemen.

Una vez dorados (más o menos 3 minutos), añadir sal y pimienta.

A continuación verter una copa de coñac y flambear. Dejar reducir. Retirar y añadir tres cucharadas de nata. Volver a calentar. Salpimentar y servir en un plato caliente. Acompañar con arroz o kasha (trigo sarraceno), si se puede conseguir. Aunque parezca raro, es muy sabroso y queda muy bien con el strogonoff.

VARIANTE I

Dorar 1/2 kg de champiñones frescos cortados en láminas antes de añadir la nata.

VARIANTE 2

Añadir 4 cucharadas de tomate frito, también antes de la nata líquida.

VARIANTE 3

Aun a riesgo de que las autoridades soviéticas me deporten a Siberia, añadir 3 cucharaditas de salsa Lea Perrins. ¡Queda riquísimo!

Estas variantes, lógicamente, no son excluyentes.

Bueno, lo importante es que todo el mundo lo pasó en grande. La verdad es que había mucha gente joven (muy joven, casi de parvulario, como los novios) y nuestros amigos estaban muy animados, aunque un punto menos que los rusos que, en cuanto empiezan a beber, no hay quien los pare. El caso es que la mesa del comedor acabó convertida en pista de baile, con todo el mundo encima bailando el casachok. Unos señores del Ministerio de Asuntos Exteriores soviético improvisaron una linda canción rusa para los novios y cuando yo me fui a dormir a las cinco de la mañana aún quedaba un grupo bastante considerable de resistentes.

Pero ahí no acaba la cosa, aún falta lo más increíble. Al día siguiente teníamos planeada una excursión a Leningrado con todos los españoles de la boda. Yo esa noche dormí mal, tuve muchas pesadillas, y el presentimiento de que iba a pasar algo terrible. Luis me dijo que todo aquello eran pavadas y que probablemente se me había indigestado el oso, pero yo sabía que era otra cosa. El día amaneció horrible: lluvia, frío y mucho viento. Yo seguía muy intranquila y el tiempo no logró más que aumentar mi desasosiego. Sentía algo acá, justo en la boca del estómago, algo que me ocurre muy pocas veces, pero cuando me ocurre...

De pronto no lo pensé más y cancelé los autobuses que tenían que llevarnos al aeropuerto. Sí, eso hice, sin encomendarme a Dios ni al diablo (por supuesto, mucho menos a Luis, que para estas cosas no es nada comprensivo). También di orden en los hoteles de que no despertaran a los invitados como estaba previsto y todos se quedaron durmiendo la borrachera encantados de la vida. Cuando alguien en casa, los chicos o incluso Luis, me preguntaba, yo me encogía de hombros:
«El UPDK —decía—, un fallo de Petrov o de Ivanov, quién sabe...»
y luego, con mi mejor careta rusa, añadía:
«Qué pena, che, con lo lindo que es Leningrado...»
.

Luis estaba enojadísimo y ya dispuesto a enviar una nota de protesta al ministerio.

Al final improvisamos y llevamos a los invitados, bastante resacosos, por cierto, a hacer una visita completa al Kremlin, y al día siguiente volvieron a España, según estaba programado, y todos satisfechos con el casamiento. Y yo, después de completar toda esta hazaña en tiempo récord, con cuatro kopeks de nuestro bolsillo, creo que estoy perfectamente preparada para que me encarguen la organización de los próximos juegos olímpicos de verano.

Veinte días más tarde llamó el corresponsal de Associated Press para pedir la lista de invitados al casamiento. Luis creyó que era para sacar alguna nota social por haber sido la primera boda católica en Moscú desde la Revolución (al parecer la noticia ya había salido en algunos diarios), pero le extrañó que lo hiciera con tanto retraso.

—No, señor, es por lo del accidente —le dijo el periodista.

—¿Qué accidente? —preguntó Luis.

—El del avión. Están todos muertos, ¿no?

Por un momento, Luis pensó que el periodista se estaba confundiendo con el avión de estudiantes uruguayos que desapareció en los Andes al día siguiente de la boda y que nos tiene tan angustiados porque en aquel viajaban varios hijos de amigos nuestros y todavía no se sabe nada de ellos.

—No, no, nada de los Andes —dijo el corresponsal—. Hablo del vuelo de Aeroflot a Leningrado que tomaron sus invitados al día siguiente de la boda. No hay supervivientes, ¿verdad?

En la Unión Soviética no se suele comunicar a la prensa los accidentes aéreos porque como son bastante numerosos podrían suponer un desprestigio para el país. Sin embargo, en esta ocasión, y como había muchos extranjeros en la lista, alguien había filtrado la información a los corresponsales de la prensa internacional en Moscú. Nuestros nombres aún figuraban en esa fatídica lista a pesar de que habíamos suspendido el viaje a último momento. Nos quedamos helados.

Luis me miró con cara de
«vos tenes poderes que no me querés contar»
. Yo, la verdad, no sabría explicar qué me pasó. Hasta el día de hoy no lo sé. Digamos que fue una premonición. O una ayudita de arriba. De san Basilio, el de la catedral tan linda con las cúpulas torneadas. O, ¿por qué no?, del otro ocupante de la Plaza Roja. Del camarada Lenin, que quiso agradecer así que una novia occidental le regalara su ramo de flores.

Como diría Vladimir Illich: kto znaet, que significa
«quién sabe»
.

Como ya hemos dicho antes Gervasio y yo, y aunque no registremos en este libro más que algún caso aislado, la vida de nuestra madre estaba salpimentada con intuiciones y fenómenos cuando menos extraños. Siempre hemos creído que eran coincidencias o producto de una imaginación
«un poco vivaz»
(como se decía antes), pero en algunos casos, por ejemplo, el que acabamos de relatar, no tienen una explicación racional.

La duda viene de lejos. Cuando nuestra madre tenía cuatro años se convirtió en una celebridad en Montevideo. La gente hacía cola a la puerta de su casa de la avenida de Brasil. Todo empezó de la manera más inofensiva: la niña tenía una amiga invisible, y pasaba horas y horas bailando y jugando con su amiga. Pero no era una amiga invisible cualquiera. Cuentan que un día nuestro abuelo, estupefacto, observó cómo su hija se elevaba unos centímetros de la cama en la que descansaba mientras reía hablando animadamente con alguien. Además, según cuentan, cuando ella decía que estaba con su amiga, la habitación se llenaba de un olor fragante e intenso. Asustados, nuestros abuelos llamaron a un sacerdote que procedió a interrogar a la niña.

—¿Cómo es esa amiga tuya?

—Lleva un vestido blanco, largo y parece que no tiene pies, que flota. Siempre tiene rosas en las manos.

—¿Cómo dice que se llama? —preguntó el cura, temiendo probablemente que dijera
«Belcebú».

—Dice que se llama Teresita.

—¿Y de dónde viene?

—De un sitio que ella llama Francia.

El sacerdote no necesitó oír más y con grandes aspavientos decretó que la niña veía a santa Teresita de Lisieux, muerta a los veinticuatro años en olor de santidad, doctora de la Iglesia y que había sido recientemente canonizada. A pesar de los esfuerzos de nuestros abuelos, la noticia corrió por todo Montevideo. La cosa probablemente no habría pasado a mayores de no ser por una circunstancia que, vista con la perspectiva del tiempo, resulta difícil de creer. Por lo visto, un médico colega de mi abuelo, famoso por su ateísmo, se estaba muriendo. Su mujer, desesperada porque quería que se confesara, pidió que aquella niña, o sea, nuestra madre, de la que se decían tantas cosas, fuera
«a ver al moribundo
. La angelical niña (probablemente su aspecto contribuía a la sugestión colectiva), de largos tirabuzones rubios, grandes ojos verdes ¡y sólo cuatro años!, llegó y pidió a todo el mundo que saliera de la habitación del enfermo. Se quedó a solas con él un largo rato. Cuando salió del cuarto, el amigo de nuestro abuelo llamó a su mujer y le dijo que fuera a buscar un sacerdote (o al menos eso nos han contado). En otra ocasión, la hija del entonces presidente de la República cayó gravemente enferma. Como parecía que no había remedio para aquel súbito mal, mandaron a buscar a mi madre esperando un milagro de la santa por su intercesión. Ella se volvió a encerrar con la paciente a solas en su cuarto.

—¿Se salvará? —preguntaron todos ansiosamente a su salida.

—Morirá pero vivirá —dijo la niña.

En efecto, la hija del presidente murió al día siguiente pero sus padres quedaron reconfortados pensando que la niña iría a los cielos.

Para nosotros estas historias parecen sacadas de una novela de realismo mágico, pero lo cierto es que hay personas en Montevideo que aún las recuerdan. Cuentan también que, igual que empezaron las apariciones, un buen día cesaron y las cosas volvieron a la normalidad. La familia corrió un tupido velo y nuestra madre, que era muy pequeña, no guardó recuerdo alguno hasta que, muchos años después, una tía suya se lo contó con gran admiración y lujo de detalles. Sea como fuera, a lo largo de su vida, siguieron produciéndose fenómenos, aunque menos espectaculares que los mencionados.

Con el tiempo nuestra madre ha tendido a exagerar al contar este episodio del accidente de avión, adornándolo con una serie de detalles que no se recogen aquí, pues hemos preferido contar lo que realmente sucedió, que en sí ya es suficientemente curioso.

No sabemos si realmente esta premonición salvó la vida de todos nuestros invitados, pero lo curioso es que ese mismo día, 13 de octubre de 1972, hubo un auténtico milagro verificable, aunque nuestra madre no tuvo nada que ver con él. Dieciséis de los ocupantes del avión uruguayo caído en los Andes ese mismo día sobrevivieron setenta y un días en condiciones extremas en la cordillera, hasta que dos de ellos bajaron de la montaña por su propio pie para buscar ayuda. Una hazaña única que ha pasado a formar parte de la memoria colectiva de medio mundo.

JUEGOS DE GUERRA

Una vez pasada la emergencia del casamiento, hoy di una comida a las mujeres de los embajadores iberoamericanos para agradecerles los regalos de la boda de Carmen. La vida diplomática es como una espiral perversa de agradecimientos: como tú me invitaste, yo te invito, y como yo te invité tú me vuelves a invitar y así hasta el agotamiento o la ruptura de relaciones entre nuestros países. El problema es que intentar seguir este ritmo cuando uno tiene como cocinera a un desastre nuclear llamado Larissa es complicado. Hay que ensayar y ensayar hasta dar con algo que quede razonablemente comestible. Para este almuerzo experimentamos sin éxito con una mousse de foie (una lástima haber desperdiciado una lata grande porque acabó en la basura. Esta mujer confundió la gelatina sin sabor con un sobre de gelatina de fresa de los chicos). Luego fracasamos con un pastel de maíz (incomible porque quemó la cebolla y olvidó la harina), unas berenjenas en bechamel con unos grumos como puños y no sé cuántas cosas más. Después de horas y horas en la cocina intentando por intermedio del ama de llaves, que es la única que habla español, que Larissa comprendiera algunas nociones básicas como que hay que pelar las patatas por muchas vitaminas que diga la Academia Soviética de Medicina que tiene la piel, conseguí organizar una comida sencilla pero digna: crema de cebolla, huevos en brioche, lomo a la jardinera y un postre de merengue. Prácticamente, lo único que Larissa tenía que hacer era calentarlo un poco, pero hasta eso me parecía un riesgo con ella. Sin embargo, cuando llegaron las invitadas mis preocupaciones estaban muy lejos de si los huevos quedarían crudos o la crema fría.

Mientras arreglaba el cuarto de la biblioteca para el aperitivo, descubrí que en vez de estar en el colegio, como yo suponía, Íñigo y Gervasio se habían escondido en una galería que hay encima de la chimenea, que antiguamente se usaba para situar a los músicos en las fiestas. Primero intentaron engañarme diciendo que hoy había veintisiete grados bajo cero (a partir de veinticinco se cierra el colegio) pero yo sabía que no había más de diez o doce bajo cero. Acabaron confesando su falta y que Dolores y Mercedes tampoco habían ido y que estaban jugando a las cartas en uno de los trasteros de la casa. Me tuve que enojar mucho y mandar a los cuatro de vuelta a clase, custodiados por Ivan, el chofer.

Me preocupa especialmente Íñigo. Es el mejor amigo de Gervasio desde que llegamos a España y es todo lo contrario que él: simpático, gracioso, achuchable con esos grandes mofletes, brutote aunque muy buen estudiante. Me costó un mundo que su madre lo dejara venir con nosotros a Moscú, prácticamente lo he tenido que raptar. Yo no quería que Gervasio creciera en un país extraño rodeado de las mujeres de su familia y se hiciera, como decirlo, rarito. Es un niño muy sensible y no sé si excesiva influencia femenina hubiese sido beneficiosa. Juntos parecen el gordo y el flaco y están especialmente graciosos ahora que los llevo a todos lados vestidos iguales con su trenka beige y sus gorros de piel, aunque a ellos les moleste un poco. El caso es que si me traje a este niño hasta el fin del mundo con la excusa de que va a aprender a hablar el idioma del futuro y luego lo devuelvo sin saber ni papa, no sé qué le voy a contar a la madre.

—Es... interesante esta crema de cebolla, Bimba —me comentó de pronto la embajadora de Chile con cierta malicia—. Este trozo de pepino crudo que me he encontrado, ¿es de adorno?

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