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Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas

Hoy caviar, mañana sardinas (8 page)

BOOK: Hoy caviar, mañana sardinas
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Días más tarde vi en el diario una foto que le habían sacado en traje de baño con el embajador americano en Almería, los dos metidos en el agua, para demostrar que el mar no estaba contaminado por la bomba atómica que había caído de un avión en Palomares. Me parece que, como siga con esa panza, poco le vamos a ver por casa...

EL AMOR EN TIEMPOS DE FRANCO (I)

Después de que nuestra madre se hubiera creado una pequeña gran reputación gastronómica a base de platos falsos, en su cuaderno de

notas empezaron a aparecer otros comentarios sociológicos junto a los puramente culinarios. Es divertido leer, por ejemplo, sus apostillas sobre las costumbres amorosas de la época. Cuando uno piensa en la España de finales de los setenta se imagina que la sociedad era tan estrecha y pazguata como fingía ser. Nada más lejos de la realidad. El Madrid de aquel entonces, según nuestra madre, era una especie de bacanal romana encubierta con todo el mundo liado con todo el mundo y no sólo con uno, sino a veces con dos y con tres. Como no existía el divorcio, todos llevaban una vida recatada en apariencia, casi se podría decir modélica. Los matrimonios iban siempre juntos, reinaba la paz y la armonía, no había mal ambiente ni escándalos públicos. A veces los líos de alcoba acababan descubriéndose al cabo de veinte o treinta años, como cierta historia que se contaba en los corrillos y que dio lugar incluso a una famosa obra de teatro. Por lo visto una chica de buena familia iba a casarse con el hijo de un ex ministro —o mejor dicho ministrísimo— de Franco, pero rompió el compromiso una semana antes de la boda y desapareció de España. Poco a poco empezó a saberse la verdad. Lo que ocurrió fue que, tras muchas tentativas infructuosas para disuadir a su hija de aquel matrimonio, la madre de la chica no tuvo más remedio que confesarle que no podía casarse con X, porque X era su hermano. En otras palabras, ella no era hija de su padre sino del tan notorio ex ministro franquista a quien, como siempre ocurre, se parecía como dos gotas de agua.

Se contaban por ahí muchas otras historias inquietantes o incluso rocambolescas. Casi todas tenían como protagonistas a personas del mismo estrato social, pero tampoco faltaban las aventuras interclasistas a lo El amante de Lady Chatterley. Mi primer marido, y padre de mis hijas, contaba que cuando él vivía en la muy pequeña y apartada colonia del Parque Metropolitano de Madrid, fue testigo de una de estas aventuras. Él tenía trece o catorce años cuando empezó a hacer novillos y una tarde descubrió aparcado cerca de su casa un gran Bentley que conocía bien porque era el que llevaba al colegio a un compañero y amigo suyo. Intrigado, empezó a espiar y vio que en su amplio y cómodo interior estaban Domingo, el chofer de su amigo X, y la madre de X, la muy conocida duquesa de Z, reinventando el Kamasutra. Mi ex marido decidió entonces darle un susto a la pareja: cogió una cámara y se dedicó a dar vueltas y vueltas en bici alrededor del Bentley fingiendo que sacaba fotos. Huelga decir que esa fue la última vez que apareció el coche por aquellos pagos. Y es que en aquel tiempo no estaba mal tener un lío o dos o tres con quien fuera, lo único preceptivo era hacerlo con sigilo.

Nuestra madre también fue testigo de aquellos usos y costumbres. La anotación en su cuaderno se llamó:

STRANGERS IN THE NIGHT

Veamos, ¿a quién siento al lado de quién? A fulanita al lado de su marido, por supuesto que no, pero... tampoco puedo ponerla al lado de su amigo oficial... Por otro lado, creo que con este otro tuvo un lío hace unos años y no acabaron muy bien...

Hacer el placement de una cena en Madrid puede resultar realmente complicado. Aunque no le interese a uno la vida de los demás no hay más remedio que asesorarse bien si se quiere que la cosa no acabe en catástrofe. Yo no sé por qué pero tenía una idea de la sociedad española muy distinta de la realidad. Bueno, sí sé por qué. Creía que coincidiría con la imagen que este régimen transmite de puertas afuera, de un país de costumbres cristianas, respetuoso de la moral, serio, austero. El país más católico del mundo, dicen. Esto a lo mejor es cierto en otras clases sociales, pero
«la Sociedad»
con mayúsculas juega con otras reglas. En todas estas fiestas a las que asistimos siempre hay..., ¿cómo podríamos decir?, como una tensión sensual soterrada. Sí, eso es. Al principio no se da uno cuenta, pero pronto empieza a notar miradas que van y vienen, roces, palabritas al oído. El flirteo está permanentemente en el aire, se mete en los canapés y flota en las copas, esté o no esté la mujer o el marido delante en ese momento. Es un ambiente embriagador, misterioso, frívolo, insinuante y, si una se descuida, letal, porque hace de los cócteles un campo de batalla donde se respira la incitante incertidumbre de los soldados.

Como la gente que va a estos sitios suele ser siempre la misma, hay un momento en que uno piensa que todo el mundo tiene un affaire con alguien. Y quizá sea cierto. Además, como en este país no existe el divorcio, todo es como una gigantesca olla a presión a punto de estallar.

Nadie se separa si no es en un caso realmente extremo, así que hay cosas que a mí, con mi mentalidad de país pequeño pero donde existe el divorcio desde hace siglos, me resultan realmente curiosas. Son bastante comunes, por ejemplo, los matrimonios que tienen lo que acá se llama
«un arreglo»
, es decir, siguen viviendo juntos y cada cónyuge hace lo que le da la gana, siempre y cuando no se pase de la raya de lo escandaloso. Eso sí, a las fiestas van siempre juntos, como una pareja modélica. Hay matrimonios que hace años que no se hablan pero duermen en la misma cama. Un caso realmente curioso es el de una duquesa de las más renombradas que va a todas partes con su marido y su amante, que también es un aristócrata relacionado con la casa real española. El amante es rubio, joven y muy atractivo. El marido es bajito, calvo, con lentes, aire de funcionario cesante y va siempre dos pasos por detrás, como el duque de Edimburgo con la reina de Inglaterra, sólo que éste lleva delante a la mujer y a su amante. A todos lados van así. La gente lo sabe y lo acepta sin problemas. Pensar que en la época de mi abuela decían que a los adúlteros y divorciados había que aplicarles
«la presión social»
, es decir, retirarles el saludo, porque si no esto iba a ser Sodoma y Gomorra... No sé qué pensaría ella de Madrid. Mi amiga, la embajadora de Colombia, que es buena y muy ingenua, dice que todo lo que vemos es una ilusión y que esta tensión luego queda neutralizada y anulada por los prejuicios cristianos. Porque los españoles, y sobre todo las españolas, son muy religiosos, de modo que la sangre nunca llega al río. Casi me veo en la obligación de darle la mala noticia de que los niños no vienen de París.

Yo también estoy siendo víctima de esta tensión sensual permanente. Están de moda en Madrid las fiestas donde un grupo musical canta boleros y acaba todo el mundo bailando. Te saca a bailar un señor de lo más respetable que es presidente de un banco, por ejemplo, una persona correctísima, casado y con diez hijos (qué cantidad de niños tiene la gente acá, Dios mío), con el que has intercambiado cuatro palabras sobre cualquier tontería. En cuanto comienza la canción, te empieza a apretar.

—Embajadora, ¿cómo te sientes en España? Me imagino que echarás de menos el calor del trópico. Las mujeres de allí sois tan... temperamentales...

Apretón.

Yo me veo, por enésima vez, en la necesidad de explicarle que Uruguay tiene un clima templado y que en Montevideo hace un frío que pela, porque el clima es más parecido al de Santander que al de La Habana; pero nada, en Europa la gente piensa que en toda Sudamérica siempre hay cuarenta grados a la sombra y que todos vamos por la vida con unas maracas.

En verano, por ejemplo, mi vecino, el ministro Alonso Vega, me dice todos los días:

—Qué calor, ¿verdad? Pero claro, usted estará acostumbrada al calor húmedo del trópico —y todos los días yo le explico pacientemente lo del clima en Uruguay sin el más mínimo resultado.

—Embajadora —es el banquero el que me habla—, ¿a que nadie te ha sacado a bailar un bolero así? Es que con el sentimiento que bailamos los españoles no baila nadie.

Apretón más entusiasta.

—Embajadora...

Yo ya empiezo a sofocarme, pero no precisamente por la temperatura ambiental.

—... estás arrebatadora esta noche. Verdaderamente no sé qué os dan de comer en vuestro país, pero ¡qué barbaridad! ¡Qué espectáculo de mujeres produce el Uruguay!

Entonces aquí dan ganas de introducir un mensaje publicitario y decirle que debería ver el acero que también producimos en Uruguay y que por qué no nos compra unas cuantas toneladas.

—Embajadora, no te puedes imaginar los progresos que está haciendo España.

¿Y esto a qué viene?, me pregunto yo. ¿Ahora de repente un inciso patriótico? Pero en seguida él me lo explica.

—Sí, querida: carreteras, pantanos, todo tipo de obras públicas. Tenemos una red de paradores como no los hay en toda Europa. Sin ir más lejos, fíjate tú que han abierto un parador en Bayona sensacional. ¿No le gustaría ir a conocerlo conmigo el próximo fin de semana?

Achuchón.

En ese momento por fortuna terminó el bolero, aplaudimos a la orquesta, sonreí encantadoramente y, orgullosa madre de cuatro hijos, me encaminé a mi mesa, donde me esperaba mi marido ¡hablando con una rubia que llevaba un escote como el de Kim Novak en Vértigo! Sin embargo, hay otra cosa que me preocupa aún más que la rubia: anteayer un ganadero sevillano con el que bailé me quería llevar al Crillon de París una semana. ¿Me sentará mal este vestido que llevo hoy?

En todo el mundo existe un sustituto gastronómico para el amor, y son los postres. Eso lo sabían muy bien los que elegían la vida contemplativa, monjas y curas. Ellos durante siglos se han dedicado a elaborar chocolates, yemas de santa Teresa o huesitos de santo. Yo, por mi parte, siempre he procurado que los postres en casa fueran deliciosos. No sólo para ver si menguan los achuchones indeseados, sino porque me encantan. El postre estrella de la familia es éste:

SUFLÉ DE DULCE DE LECHE

Ingredientes

(para 8 personas)

8 cucharadas grandes de dulce de leche

8 huevos

esencia de vainilla (2 cucharaditas de café)

PREPARACIÓN

Batir bien el dulce de leche con las yemas. Batir las claras a punto de nieve.

Mezclar suavemente las claras con el dulce y las yemas batidas. Agregar la esencia de vainilla y remover con cuidado.

Poner la mezcla en una fuente Pirex redonda de paredes altas y bien untada con mantequilla (no olvidar las paredes).

Introducir en el horno precalentado a 200° C unos 20 minutos. Sacar el suflé cuando esté dorado.

Espolvorear azúcar glas por encima antes de llevarlo a la mesa.

Servirlo inmediatamente.

IMPORTANTE: No abrir jamás el horno durante la cocción, porque el suflé se desinflaría.

GRANDES AMISTADES

Cena, 26 de marzo

Invitados de aquella noche:

Grandes duques de Rusia

Embajadores de la India (maharajás de Jaipur)

Embajadores de Grecia

Duques de Amalfi

Carmina y Leandro Puente

Menú:

Crema de cangrejos

Budín caramelizado de gruyere

Filet mignon con foie

Helados de nata sobre bizcochuelo

No sé qué voy a contarle a la gran duquesa esta noche. Todo el rato me insiste en que volvamos a organizar una merienda con Carmen y su hija María y yo no sé qué nueva mentira inventar. Ya le he dicho que tenía viruela, que había venido una prima de Uruguay y que se está quedando en casa, que tenía mucho que estudiar porque había suspendido un par de asignaturas, pero lo que no me atrevo a decirle es que Carmen no quiere salir con María. Así de simple. Y así de difícil, porque a ver cómo le digo a esta señora, con la que tengo muy poca confianza y que además es famosa por su mal carácter, que no habrá más meriendas. Seguro que se lo toma mal y lo último que me falta es tener problemas por esta pavada.

A veces no sé qué hacer con Carmen. Es una niña de lo más complicada. No tiene casi amigas y le resulta difícil salir de su cascarón. De tan tímida, parece muda. Ya le he presentado a no sé cuántas chicas de su edad, pero me sigue costando un mundo sacarla de casa si no es acompañada por su hermana Mercedes. María, aunque tiene un año menos que ella, podría haber sido la amiga ideal; está en su mismo colegio, de modo que perfectamente podrían encontrarse después de clase para estudiar, jugar o lo que sea que hagan las niñas de trece y catorce años ahora. Sin embargo, desde el primer día, a Carmen no le acabó de entrar bien la gran duquesita. Decía que era imposible sentirse cómoda con alguien que se viste como una vieja de treinta años (Dios mío, treinta y tantos es mi edad y parece que habla de un diplodocus del cuaternario), lleva siempre unos anillos gigantes, unos huevitos de colores colgados del cuello y tiene una secretaria privada que la llama de usted. Yo intenté explicarle que los anillos son cosa de familia, los huevos deben de ser de Fabergé y probablemente sólo los usa por Pascua, y que la secretaria seguro que no la llama de usted sino de otra forma más protocolaria porque la están educando para zarina. Pero Carmen insiste en que todo eso le da igual y que lo que quiere es quedarse en casa mirando por la ventana y no ir a ninguna parte.

La verdad es que no la comprendo. Tampoco entiendo por qué la gran duquesa Leonida se empeña en educar a su hija para un trono que tiene las mismas posibilidades de ocupar que yo, aproximadamente. No me imagino al secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética llamando a la puerta de su casa de Puerta de Hierro para decirle:

—Querida Alteza Imperial, nos equivocamos. Todos estos años de comunismo han sido un gran error. Aquí tiene de vuelta su corona.

Sí, ya sé todo eso que dicen del mensaje que dio la Virgen de Fátima en sus apariciones sobre la conversión de Rusia, pero para mí que los pastorcillos no la entendieron bien.

Además, por lo que me han dicho, es bastante discutible que el gran duque sea el heredero del trono de todas las Rusias, ya que tanto él como su padre se casaron morganáticamente. Su mujer, Leonida, es una princesa georgiana, es cierto, pero está divorciada de un magnate americano cuyos millones pagan, dicho sea de paso, el mantenimiento de la familia imperial, porque de la fortuna piramidal de los Romanov sólo queda el dorado recuerdo.

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