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Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas

Hoy caviar, mañana sardinas (10 page)

BOOK: Hoy caviar, mañana sardinas
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RIBISEL Y OTROS SECRETOS

Este paisaje me produce una gran serenidad. Aquí estoy tomando un gin tonic, mirando este lago tan plácido rodeado de enormes montañas llenas de pinos y esperando que salga del horno la maravillosa tarta de ribisel (grosella roja) que hemos preparado con la receta de los Goëss. Los niños jugando por ahí, Luis leyendo a la sombra, esto es paz.

Austria cada vez me gusta más. Este pequeño pueblo junto a la frontera con Yugoslavia parece salido de una postal de aquellas que nos mandaba mi abuela cuando viajaba por estos países: casitas de madera decoradas con miles de flores, las iglesias con su cúpula en forma de cebolla, los prados verdes... Uno casi se olvida de lo que es llegar hasta acá desde Madrid en auto con cuatro niños, una niñera y un montón de valijas mientras Luis vuela unos días más tarde como un príncipe en avión
«después de rematar algunas cosas de trabajo»
. Este año el viaje ha sido particularmente accidentado. Primero, el paso por la frontera nos llevó varias horas bajo un sol de justicia con el auto a sesenta grados y los chicos quejándose hasta de por qué pongo siempre música clásica en la radio. Y después están los atascos de las carreteras francesas, que son realmente épicos. Dicen que están construyendo autopistas, pero por ahora las colas en la carretera son en fila india y duran kilómetros. A veces los niños se bajan a comer algo y cuando vuelven al cabo de un rato estoy prácticamente en el mismo sitio. Cuando por fin nos ponemos en marcha, Gervasio se pone a vomitar y no hay más remedio que detenerse otra vez.

—¡Aguanta un poquitito, que ahora casi no hay autos y tenemos que aprovechar para adelantar por lo menos unos metros! Por favor, chicas —suplico—, distráiganlo un poco para que no se maree.

Y Dolores empieza a sacudir al pobre niño, que vuelve a vomitar como una fuente.

Cuando ya estamos cerca de Aviñón empieza a salir humo del radiador. Avería. La pieza no llega hasta pasado mañana. Náufragos en un pequeño pueblo perdido. No conseguimos poner una conferencia telefónica a Madrid para avisar a Luis. Al final no me queda más remedio que mandarle un telegrama:
«En panne»
, escribo, sólo dos palabras para ahorrar. Las insufribles Carmen y Mercedes se encargan de recordarme que avería, en español, es una sola palabra. Pero qué redichas me están saliendo estas niñas. Además, en panne suena más dramático, más apremiante ¿no? Me doy cuenta de que nuestro presupuesto de viaje no preveía la partida
«quedarse tirada en ruta con cuatro criaturas y tener que pagar no sé qué avería del demonio»
. Les doy a elegir entre comer bien o dormir en un hotel. Elegimos por unanimidad comer en un estupendo restaurante que hay en el pueblo. Tienen un foie gras espectacular y yo repito dos veces. Dormimos todos en el auto, que está estacionado fuera del taller. O intentamos dormir, entre codazos, gritos y ronquidos. A Gervasio le ha sentado mal el cassoulet (sólo a mí se me ocurre dejarle cenar semejante cosa llena de grasa a este niño que tiene el estómago del revés) y se pasa la noche eructando como una rana. Sus hermanas se despiertan y le dan capones por molestarlo. El niño se pone a llorar. Finalmente llega la mañana y con ella la pieza de repuesto. De nuevo en carretera, Italia, noche en Verona, y finalmente Bodensdorf, el lago y la paz. Han sido más de cuatro días de ruta en total, estoy muerta.

«La casita»
, así se llama el chalé de nuestros amigos, a la que tan generosa (e inconscientemente) nos han invitado, está a la orilla de este precioso Osiacher See. Es una de esas maravillosas casas de madera con los balcones llenos de flores y tejado a dos aguas con un gran jardín que da al lago. Para hacer la situación más idílica aún, en el jardín de al lado veranea una encantadora pareja austríaca, los Goëss, con sus cinco hijos, que tienen edades parecidas a los nuestros: Kaleto y Minki se han hecho muy amigos de Carmen y Mercedes; Dolores se lleva genial con Uli y Elisabeth, y Gervasio está todo el día con Mijiu. De vez en cuando los vestimos a todos con sus trajes tiroleses, a ellos con sus calzones de cuero y a ellas con sus diendl, y parecen la familia Trapp a punto de empezar a cantar Edelweiss en Sonrisas y lágrimas. Andan todo el día de arriba abajo con sus bicicletas, y como esto es muy tranquilo, pueden ir hasta el pueblo, que está a pocos kilómetros. Gervasio está aprendiendo a nadar en el lago y las mayores a hacer esquí acuático. Mientras tanto, yo puedo charlar con nuestros anfitriones o tomar tranquilamente el sol sin una criatura colgada del cuello permanentemente. Luis, como siempre, se dedica a la lectura. En fin, un programa ideal para todo el mundo que sólo se rompe cuando los chicos se aburren y se van a chinchar a Tante Atzi, una vieja señora que, por algún extraño motivo, vive en una casa chica como una caja de zapatos que está situada en medio del jardín de nuestros amigos. No sale nunca (tanto que yo aún no le he visto la cara), y los niños se dedican a tirar piedrecillas para ver si consiguen que se asome a la puerta. Como es lógico, la señora se pone hecha una furia y tengo que levantarme a dar alguna cachetada, pero la cosa no suele llegar a mayores, y pronto vuelve esta calma tan maravillosa.

Nuestros amigos, los señores Schwinner, son encantadores, pero no deja de sorprenderme que se animen a invitarnos con todos estos niños, considerando que ellos no tienen ninguno y por tanto no deben de estar acostumbrados. Luis y yo los conocimos en nuestro viaje de novios a bordo del Reina del Pacífico. Ella es francesa y él austríaco, son bastante mayores que nosotros, aunque es difícil saber cuánto porque ya en aquella época (¡hace más de quince años!) tenían los dos el pelo blanco: Alfred por la edad y Germaine atribuye sus canas a una indigestión de ostras cuando tenía veinte años. La verdad es que nunca había oído que esto pudiese pasar, pero aparentemente se acostó con el pelo negro y la panza llena de esas cosas viscosas que yo nunca he podido probar, y se levantó como está ahora. Es una mujer muy agradable que atiende a los niños como si fuera su abuela y con una paciencia a prueba de bombas para lidiar con mis fieras. Además, es una magnífica cocinera y me da unas recetas buenísimas. Algunas son francesas, otras austríacas y otras sudamericanas, y de esa mezcla de culturas sale siempre algún plato nuevo y distinto. El señor Schwinner debió de ser muy buen mozo en su juventud. Es más alto que Luis y tiene unos ojos azules acerados que me sobresaltan cuando descubro que me está mirando. A pesar de ser de carácter bonachón, tiene ese aire germánico marcial e imperturbable. El otro día Gervasio estaba buscando un soldado de plomo que había perdido y lo encontró debajo del trasero del señor Schwinner, que llevaba largo rato sin cambiar el gesto por el pinchazo de la bayoneta con la que iba armado el juguete. Cuando le veo nadar parsimoniosamente de espaldas, con su gran panza sobresaliendo del lago, siempre me recuerda a un majestuoso destructor surcando las aguas. Dicen que es un hombre con pasado, con un pasado misterioso. En el pueblo la gente lo mira con un sordo resquemor. Yo no sé a qué se debe, pero lo cierto es que las mismas personas que con ella se muestran encantadoras con él son extremadamente secas y antipáticas. Lo que más me sorprende es que Alfred va todos los domingos a misa y todos los domingos el sacerdote de la iglesia del pueblo le niega la comunión. Cuando pregunté (todo lo discretamente que pude porque, al fin y al cabo, son nuestros amigos y nuestros anfitriones) a qué se debe este comportamiento sólo recibí evasivas:

—Son cosas de otra época.

—En estos pequeños pueblos siempre hay rencillas que nadie recuerda cómo empezaron.

—Se dicen muchas cosas, pero ya se sabe que la gente habla demasiado.

Y, claro, no se lo voy a preguntar a su mujer, así que hago como que no pasa nada ¡aunque me esté muriendo de curiosidad! Lo poco que sabemos Luis y yo es que Alfred era diplomático austríaco en Moscú antes de la Segunda Guerra Mundial. Cuando se produjo la anexión, pasó a la Embajada alemana, donde trabajó unos años más hasta que fue evacuado el mismo día de la invasión de Rusia por Hitler. Durante la guerra sirvió en el ejército y estuvo destinado en Francia, donde conoció a Germaine. Después emigraron a Colombia, donde estuvieron muchos años. Esto puede parecer más o menos normal. Sin embargo, no deja de ser raro que, en vez de instalarse en una ciudad, se hubieran ido a vivir a un pequeño pueblo cerca de la selva.

Nadie me puede llamar malpensada por creer que estaban huyendo de algo.

—Queríamos empezar nuestra vida en un sitio lo más lejos posible de la civilización y Mesa de Colegio (al parecer así se llamaba el pueblo colombiano) estaba justo en el límite de nuestro mundo —me cuenta mi amiga, mientras yo intento borrar de mi cara la expresión
«todo esto es muy sospechoso»
—. Imagínate si estaba realmente en la frontera de la civilización que muy poca gente se atrevía a ir más allá e internarse en la selva. Un día apareció un joven misionero belga muy agradable. Tenía la intención de bajar por el río para evangelizar a los indios. Alfred intentó disuadirle habiéndole de los peligros de aquella parte inexplorada del Amazonas, pero el chico dijo que el Señor lo había elegido para llevar su mensaje a los salvajes y partió en una canoa con dos guías. No volvimos a saber nada de él hasta que unas semanas después Alfred fue al mercado de un pequeño pueblo cercano al nuestro. Allí solían acudir algunos indios de la selva a intercambiar sus artesanías por diversos productos. Como otras veces, allí estaban los reductores de cabezas que ofrecían su asquerosa mercancía como recuerdo, pero esta vez, cuando vieron aparecer a Alfred, se rieron mucho señalando una de aquellas cosas. ¿Ya que no te imaginas de qué se trataba? Sí, sí, querida, de la cabeza de aquel misionero belga tan simpático.

Claro, con estas historias, ¿cómo quieren que piense que se fueron a ese sitio olvidado de la mano de Dios por gusto? Nosotros nos imaginamos que algo terrible debe de haber hecho Alfred durante la guerra y que ésa sea la razón de su huida a Colombia. Pero esta tesis es difícil de verificar porque a los austríacos no les gusta hablar de la guerra y a la mínima cambian de tema.

—¿Alfred? —dicen alzando una ceja e inmediatamente recurren a la botánica—: ¿Ha visto lo maravillosas que están las rosas este año?

En alguna ocasión hemos oído decir que fue espía comunista y que, cuando estuvo destinado en Moscú, tuvo una filie d'amour con una rusa. Es posible que el KGB le hubiera presionado para que trabajara para ellos a cambio de un buen trato a la niña, pero, en fin, quién sabe.

Ya traen la tarta de ribisel que estaban preparando. Tiene un aspecto impresionante. Se come maravillosamente bien en esta zona de Austria. Yo estoy enamorada de los hongos del lugar, especialmente del rebozuelo. Son olorosos y tiernos, algo muy delicado. Germaine hace una sopa riquísima con ellos. A Luis le encantan en omelette e incluso la ha tomado algún día para desayunar, lo cual es rarísimo, porque él no desayuna jamás. Los chicos (menos Mercedes que, como siempre, no come) están encantados porque el Wiener Schnitzel viene a ser lo mismo que nuestra milanesa. Su plato favorito es también el plato típico de acá y lo sirven en todos lados. Hablando de los chicos, el otro día casi los mato a todos sin querer. Compré en el supermercado unas botellas verdes con una gran manzana en la etiqueta. Como no sé alemán, supuse que era un jugo y lo metí en la heladera. Llegaron los chicos todos sudorosos de jugar, abrieron la botella, se sirvieron unos vasos enormes y ¡para dentro!, con tan mala suerte que era... ¡vinagre de manzana! Todavía estoy limpiando las vomitonas.

¡Umm! Está riquísima, esta tarta. La crema es una delicia y los frutos rojos le dan un toque ácido maravilloso. Todo parece perfecto. Sin embargo..., sin embargo, tengo ese sabor agridulce, esa ligera duda que me viene de vez en cuando y bulle en mi cabeza... ¿Quién será de verdad monsieur Schwinner? ¿Cuál será su secreto?

TARTA DE RIBISEL (RIBISLKUCHEN)

Ingredientes

Para hacer la masa:

250 g de harina

210 g de mantequilla (ni 200 ni 250,

¡cómo se nota que son medio alemanes!)

100 g de azúcar

3 yemas de huevo

Para la cobertura:

3 claras de huevo

240 g de azúcar

250 g de grosellas

PREPARACIÓN

Congelar la mantequilla. Rallarla congelada encima de la harina. Añadir las yemas y el azúcar. Amasarlo todo y, si hace falta, agregar un poco de agua fría hasta conseguir una masa consistente.

Ponerla en el congelador hasta que esté dura. Cubrir con ella una fuente de horno enharinada.

Colocar la fuente en el horno precalentado a 200° C durante 15 o 20 minutos.

Batir las claras, añadir el azúcar y los ribisel (grosellas), verter la mezcla por encima de la tarta y hornear durante otros 10 minutos a unos 100° C.

Dejar enfriar un poco y servir.

Hasta el día de hoy ni mis hermanos ni yo hemos podido desentrañar el misterio del señor Schwinner y probablemente no lo consigamos nunca. Disfrutamos de cuatro maravillosos veranos en aquella casa al borde del lago e incluso recientemente hemos vuelto a alquilarla para pasar un par de semanas en verano todos los hermanos juntos. En la casa de al lado todavía viven los Goëss, con los que mantenemos una entrañable amistad. También nuestra madre conservó a lo largo de los años la amistad con Germaine Schwinner e incluso la acompañó cuando murió Alfred. Por cierto, puede decirse que aquel fue otro de esos momentos sobrenaturales que tenía de vez en cuando. Ella siempre ha tenido una relación muy curiosa con el más allá y sus moradores. Son muchas las historias de premoniciones, presencias, fantasmas y espíritus que ha vivido esta familia, aún sin creérnoslas demasiado. La historia de la muerte de Alfred Schwinner es una de ellas.

Resulta que, en los años setenta, estando nuestros padres destinados en Moscú, Germaine llamó diciendo que estaba preocupada porque su marido no se sentía bien últimamente, así que mi madre salió inmediatamente para la Costa Azul, que era donde estaban ellos pasando el invierno. Cuando llegó al pequeño hotel, madame Schwinner la estaba esperando en la recepción hecha un mar de lágrimas.

—¡Bimba, Bimba! ¡Alfred est mort!

Había muerto esa misma mañana. Mi madre la acompañó a la funeraria, juntas eligieron el ataúd y después fueron a ver al père Giroud, un sacerdote amigo que vivía cerca, para organizar el funeral. Tal como ocurría siempre que se hablaba del señor Schwinner, el sacerdote dijo que estaría encantado de oficiar la ceremonia pero... bajo ningún concepto estaba dispuesto a hacer un sermón ensalzando a Alfred. Una vez más, mi madre se quedó sin saber por qué.

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