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Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas

Hoy caviar, mañana sardinas (5 page)

BOOK: Hoy caviar, mañana sardinas
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¿Estaba a punto de fusilarlo mentalmente o, por el contrario, iba a quedarse dormido de un momento a otro? ¿Debía Luis preguntar algo? ¿Sonreír? ¿No sonreír? El introductor de embajadores había dicho tajantemente que no tomara ninguna iniciativa. El, ante el silencio pétreo y a pesar de la baja temperatura, rompió a sudar, sacó un pañuelo y, en ese momento, como si hubiera pulsado con su gesto un inesperado y secreto resorte, el General abrió la boca y empezó a hablar. Y a hablar.

Y mirándolo con sus ojos terribles, con su vocecita atiplada y monótona, en tono de letanía, peroró sobre uno de sus temas favoritos.

—¿Pesca usted, embajador? —preguntó.

Y antes de que Luis pudiera recordar sus escasísimos conocimientos sobre el tema, Franco empezó a disertar sobre el salmón en Asturias y que si era mejor pescarlo con mosca seca o con cola de rata. Sobre la trucha de Galicia y que si la corriente del río Sil era caudalosa pero la del Miño mucho más rica en pesca, y que si le gustaba más el Jares, por la bravura de sus piezas. Y de ahí saltó a la pesca de altura y al atún. Bla, bla, que si el Azor, que si las aguas de Galicia y las del Mediterráneo.

Y tanto se animó monologando que pasó más de una hora. Al salir los estaba esperando el mismo fotógrafo centenario para sacarles la foto de la despedida. Foto, por cierto, en la que Franco aparece riendo, lo que es casi un récord mundial porque apenas hay fotos de él así.

—Embajador —me contó Luis que le dijo en la despedida—, es usted un joven con una conversación muy interesante e inteligente —lo cual dejó a Luis aún más confuso, porque hasta ese momento no había dicho ni mu. Luis todavía anda dándole vueltas al asunto, aunque yo creo que es evidente que el pobre señor está precozmente gaga, pero Luis no está de acuerdo. Hemos oído demasiados chistes sobre su más que segura longevidad para creer que esté chocheando. Luis piensa que su comportamiento se debió a otra cosa, aunque cualquiera sabe lo que pasa por la cabeza de alguien que tiene tantos cadáveres en el armario. A lo mejor Luis le recordaba a alguien con quien iba a pescar de niño y fue eso lo que hizo que hablara con tanta familiaridad. Sí, me inclino a creer que fue algo así. Una sombra del pasado, hasta los dictadores pueden ser sensibles a los fantasmas; ¿por qué no? Además, Franco debe de estar acostumbrado a tener que vérselas siempre con personas de mucha edad y Luis, con sus treinta y tantos años, le habrá parecido un chiquitín y debió de sentirse cómodo. Un chiquilín un poco peladito según puede verse aquí, en la foto, es cierto, pero ¿a que es guapísimo, guapísimo, como dicen en España?

Según cuenta nuestra madre, en el cóctel que siguió a la presentación de credenciales, y como si ella hubiera adivinado que el salmón iba a tener un papel destacado ese día, había pedido a la cocinera que se sirviera un plato especial:

SALMÓN A LAS UVAS

Ingredientes

1 salmón de 1 kg

1 cucharada de aceite

1 limón

300 g de uvas

sal y pimienta

un chorro de cava

PREPARACIÓN

Lavar bien el salmón y secarlo con una servilleta. Untarlo con aceite y añadirle sal. Ponerlo en una fuente de horno.

Lavar las uvas y reservar algunas para el adorno. Pelar el limón y sacarle las pepitas. Pasarlo todo por una licuadora y añadir un chorro de cava.

Verter ese zumo sobre el salmón y meter la fuente en el horno precalentado a 180° C. Durante la cocción rociar el salmón con el jugo un par de veces.

Cuando esté listo, poner el salmón en la fuente de servir y adornarlo con rodajas de limón y el resto de las uvas partidas por la mitad.

Acompañarlo con patatas gratinadas.

INSTRUCTORAS DE EMBAJADORES

Una vez pasado el trámite de las cartas credenciales, lo que más nos preocupaba a Luis y a mí era conseguir que nuestra embajada tuviera el éxito social necesario para cumplir con nuestra misión.

¿Seré capaz de estar a la altura de las circunstancias? Gran parte del éxito, en estos casos, depende de la cocinera y por eso he contratado a Lola, que venía muy recomendada y, según dicen, tiene una mano increíble. Pero por el momento lo único que noto es que siempre parece estar enojada. Yo no sé si eso es de carácter o si se trata de la proverbial austeridad castellana de la que tanto hablan, lo cierto es que asusta un poco. Apenas nos hemos estrenado juntas, ya que sólo hemos dado el cóctel de cartas credenciales y ese día encargamos muchas cosas ya preparadas. La prueba de fuego vendrá con la primera cena, pero ahora tengo otro problema. ¿A quién vamos a invitar? La gente de la embajada insiste en que la sociedad madrileña es muy difícil. Por lo visto, la gente se pelea por ir a la Embajada de Francia, un poco menos por la de Gran Bretaña y la de Italia, el éxito del resto de los embajadores depende de lo simpáticos, guapos o encantadores que puedan ser. Y también de que la primera recepción que organicen se comente en todo Madrid. Ni siquiera una superpotencia como Estados Unidos se salva de esta regla. Si se aterriza bien no hay problema, pero si no, se corre el grave peligro de caer en la categoría de las embajadas que son un quemo, como decimos en Uruguay, lugares en los que nadie quiere ser visto ni por asomo. Y si es así ya me imagino el panorama: durante los próximos cuatro o cinco años nos pasaremos Luis y yo mirándonos las caras; creo que no era lo que teníamos pensado cuando decidimos venir a Europa.

Para asustarme aún más, y con la casa todavía sin ordenar, el otro día se presentaron a tomar el té unas parientas de Luis, las señoritas de Sampognaro. Son parientas, y muy cercanas además, pero no se habla de ello en la familia. Y es que —aunque el abuelo de Luis se casó a los cincuenta años con una mujer mucho más joven que él y sólo tuvieron un hijo, mi suegro—, cuando él murió, se presentó en su casa una señora que dijo ser hija natural del muerto y de quien la abuela de Luis no había oído hablar jamás. Tampoco el testamento la mencionaba. Al parecer, había tenido una infancia muy difícil, como pasaba entonces con las filies d'amour, pero era una chica monísima y muy bien educada. Un día, paseando por el Prado con su madre, la vio un joven y prometedor diplomático, el señor Sampognaro. Se enamoró locamente de ella y se casaron poco después, y le proporcionó una vida más que desahogada. Cuando se enteró de toda esta historia, la abuela de Luis, una persona de gran corazón que Dios tenga en su gloria (aunque yo de vez en cuando me acuerdo de ella a final de mes), le dio sin mediar discusión la mitad de la herencia. Estas señoritas de Sampognaro que han venido a tomar el té son las hijas solteras de aquella señora, y han acompañado a su padre en sus distintos destinos, como Moscú y la Alemania de Hitler, donde, según cuentan algunos, una de ellas tuvo un lío con Goebbels, aunque no sé si fue Emma o Delia. Posiblemente ni el propio Goebbels supo con cuál, porque son igualitas. Por lo visto, en los últimos veintipico años, como colofón a una vida tan colorista y a cuenta de la fortuna del abuelo, las señoritas han vivido en el Hotel Palace de Madrid sin ocuparse de otra cosa que de pasarlo bien. Ahora deben de tener más de sesenta y, a pesar de que da la impresión de que los mejores tiempos ya pasaron para ellas, siguen manteniendo su charme y buen estilo. Son extremadamente parecidas, tanto que cuesta saber cuál es Emma y cuál Delia. Las dos llevan el mismo corte de pelo (una es levemente rubia y la otra algo más pelirroja), el mismo tapado de visón (el de Delia con vuelta en la manga, el de Emma sin ella) y el mismo collar de perlas (uno de dos filas y el otro de tres).

—Sí, Bimbita —me dijeron casi a coro—, la sociedad madrileña es muy complicada. No te podes imaginar. Hay que saber muy bien dónde se pisa. Ustedes son jóvenes y lindos, pero eso sirve de poco si no saben moverse. Ya sabemos que tu papá fue embajador en París, naturalmente, pero eso era antes de la guerra y además España no tiene nada que ver con Francia. Uy, qué rica está esta torta... Cómo se nota que tiene dulce de leche uruguayo y no esa leche condensada al baño María que hacen a veces acá. ¿Me pondrías un poco más, por favor? —decía una de ellas (creo que Emma).

—Yo aún diría más —ésta debe de ser Delia—, ustedes ni siquiera tienen una residencia representativa como otros países. Esta casa es muy digna, pero no se puede tener la residencia en un piso, es obvio. Sí, ya sabemos que no es culpa tuya sino del presupuesto, pero las embajadas han de estar en un edificio que se salga de lo común. Si está en una casa de apartamentos como ésta, con vecinos arriba y abajo, se coloca la embajada al mismo nivel que las otras personas y esto no es conveniente. No hay más que ver la Embajada de Francia, que tiene un magnífico edificio en plena calle Serrano. Los italianos cuentan con el palacete en Velázquez. Incluso países pequeños como Bélgica tienen casas estupendas, casas a las que siempre va la gente elegante, aunque sea para ver cómo están decoradas. Este pisito es muy mono, insisto, pero no puede compararse con nada de eso. Además, Uruguay, en casi todo el mundo excepto en Sudamérica, no significa absolutamente nada para nadie. En estas condiciones, querida, es muy difícil relacionarse o, mejor dicho, conseguir que la gente quiera relacionarse con ustedes.

—¿Qué puedo hacer entonces? —pregunté yo toda preocupada.

—Te hace falta un poco de ayuda para no andar a ciegas, Bimbita. Alguien que te explique quién es quién, a quién hay que invitar y que consiga que la gente venga a tu casa. Alguien que te diga cómo se coloca en una misma mesa a un capitán general, un obispo y un grande de España sin equivocarse —dijo ¿Delia?, ¿Emma? (¿cuál era la que tenía dos vueltas en el collar de perlas?).

—Sí, querida, alguien que conozca bien la buena sociedad de Madrid. Ya sé que el ministerio les da una serie de instrucciones, pero todos sabemos que eso no sirve para nada. Necesitas a alguien que sepa cómo piensan ellos y que, a la vez, piense como un uruguayo.

—Sí, claro, eso sería muy útil, pero...

—Lo que a vos te hace falta es una secretaria social, mi hijita. Mejor dicho, dos. Personas que te organicen la agenda, que te digan dónde ir y cómo vestir, en qué peluquería peinarte y que te expliquen bien cómo son los españoles.

—Yo aún diría más —terció la otra dando un largo sorbo a su taza de té—, dos secretarias sociales. Te serían de gran ayuda.

Las señoritas me miraban fijamente con el ceño fruncido.
«¡Dios mío —me dije—, qué parecidas son entre sí y, lo que es peor, así tan serias se parecen cada vez más a mi suegro, vaya genes persistentes!»

—Y están pensando en...

—En nosotras, claro. Llevamos muchos años en España, y conocemos a todo el mundo, pero lo más importante es que todo el mundo nos conoce a nosotras. Si querés organizar cualquier tipo de recepción en la embajada podemos traerte a la mejor gente de Madrid sin el más mínimo problema.

—También —continuó la otra señorita— podemos aconsejarte con el mejor de los criterios sobre los menús para que todos se vayan encantados de esta casa y deseando volver.

—Además —ahora ya hablaban alternativamente la una y la otra, quitándose la palabra pero siempre con la misma línea argumental—, tenemos un montón de amigos artistas que pueden dar mucho color a cualquier cóctel que vayas a dar. Toreros, cantantes de cuplés, hasta un hijo de Alfonso XIII, igualito a él, ni te imaginas. A los españoles les encanta que haya gente distinta, divertida, que no sean siempre los mismos.

—Nosotras —retomó el hilo la otra señorita, y, durante un momento (afortunadamente corto), en un alarde de virtuosismo, empezaba a hablar una y seguía la otra, de modo que me veía obligada a mirarlas como quien asiste a un partido de tenis (tres palabras, giro a la derecha; dos palabras, giro a la izquierda)—, querida, no solemos hacer estas cosas, naturalmente, pero te vemos tan joven que creemos que puedes necesitar de nuestra experiencia.

—Sí, Bimbita, nos divertiría mucho echarte una mano. Además, los del Palace se están poniendo pesadísimos y después de veinte años parece que nos quieren subir la renta. ¡C'est incroyable mais c'est vrai!

Aparentemente, el dinero de la herencia no era tan inagotable como las pobres señoritas habían pensado.

—Bueno..., la plata no es tan importante, claro. Lo que más nos gustaría es poder ser útiles a nuestro país —se revolvió la otra (¿Emma? ¿Delia?), incómoda ante la mención de los petits problems y por primera vez en desacuerdo.

—Creo que te seríamos muy útiles porque no te podes imaginar cómo pueden meter la pata los embajadores que llegan sin asesoramiento a España.

—Sí —vuelta al natural consenso—, nosotras te podríamos ayudar mucho. Hace un par de años nombraron a un embajador argentino que, bueno, ya sabes las cosas que hacen a veces nuestros vecinos, empezó a decirle a todo el mundo que le había regalado cinco caballos de pura raza al ministro Castiella como presente de bienvenida. Allí donde iba hablaba de los cinco caballos que le había regalado al ministro de Asuntos Exteriores, que si uno era negro, que si el otro tenía una mancha en la frente y así. Un día fuimos a almorzar a casa de Sol. Sí, ya sabes, la mujer de Castiella —continuó la otra señorita, con una sonrisa que implicaba
«o deberías saberlo»
—. Le preguntamos qué tal estaban sus preciosos corceles. Nos miró con cara de extrañeza y cuando le dijimos lo que nos habían contado se levantó y llamó a su marido. Volvió indignada porque los caballos no existían ni el embajador argentino les había regalado ni un maní. Como es lógico, a partir de ese momento lo pusieron en la lista negra y ahora no lo recibe nadie. Son esa clase de errores que nunca hay que cometer y que nosotras podemos evitar que cometas, Bimbita querida.

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