Read Hoy caviar, mañana sardinas Online
Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas
Yo, conociendo las condiciones higiénicas de las casas rusas, miraba mi vaso al trasluz esperando encontrarme en cualquier momento unos pelos o algo peor.
—Sí, el vodka es algo indisociable de nuestra identidad —continuó nuestro rubicundo interlocutor apurando directamente de la botella—. Sin él, no podríamos vivir. Eso fue lo que les dijo Vladimir el santo a los enviados musulmanes que, por allá en el año 2000, pretendían convertirlo al islam, y con él a todos los rusos.
«Cuanto más bebo más fuerte me siento. Por eso bebo, porque busco en la bebida compasión y sentimiento»
, decía el gran Dostoievski en Crimen y castigo. Además, bebiendo ayudamos al Estado —dijo con ironía—. El año pasado ingresó por impuestos sobre el vodka veinte mil millones de rublos, más que nuestro presupuesto de Defensa. Por eso me consuela que este vodka sea casero. Con mi borrachera no comprarán tanques ni misiles. Pero... ¿qué hacen con el vaso vacío? Beban un poco más. Ya saben que si queda alcohol después de una fiesta es mala suerte para el anfitrión.
Huyendo de aquel hombre para no acabar como cubas, nos pusimos a hablar con Oscar Rabin, líder del grupo Lianozovo de artistas disidentes. De repente, uno de los pintores, al que no conocíamos, abrió bruscamente una de aquellas grandes ventanas. El viento helado que entraba levantó airadas protestas entre el público. Era tarde y la gente iba ya bastante cargada, incluida yo, que estoy poco acostumbrada al licor de destilería clandestina. El tipo en cuestión se subió al vano de la ventana (estábamos en el cuarto piso de una casa que era antigua y tenía techos altos), se puso de puntillas en el marco y, con los talones en el vacío, haciendo equilibrios, pidió una botella de vodka llena hasta arriba. Mientras Luis intentaba detener aquella locura con pinta de apuesta, la concurrencia (incluida yo misma, aunque me cueste recordarlo) jaleaba al insensato.
—¡Dabai, dabai! —que es el equivalente a nuestro
«¡Dale, dale!»
.
El individuo saludó a la concurrencia y empezó a beber a morro mientras se tambaleaba peligrosamente y alzaba la otra mano para que todo el mundo viera que no se estaba sujetando.
—¡Dabai, dabai!
Bebía y bebía, con la espalda arqueada sobre el vacío. Aquellos instantes me parecieron eternos y fuera de la realidad. De repente los vapores del vodka se me bajaron a la planta de los pies. Empecé a sudar y me aferré al brazo de Luis como si fuera a caer yo también por un precipicio.
—¡Dabai, dabai!
Finalmente, el desgraciado aquel separó la botella de los labios, la giró boca abajo triunfante para que todos viéramos que estaba vacía y la estrelló contra el suelo del salón con todas sus fuerzas.
—¡Hurra, hurra! ¡Slava gueroya sovietskovo soyuzal —
«Viva el héroe de la Unión Soviética»
, aullaban con placer los rusos celebrando la hazaña.
Entonces fui yo la que agarró una botella, le di un trago largo para no caerme redonda y le pedí a Luis que me llevara a casa antes de que de verdad empezaran a caer pintores por la ventana.
Vino la Navidad y como vino se fue, pero la de este año tardaremos en olvidarla: hicimos un crucero por Extremo Oriente con toda la familia, incluidos Íñigo y Carmen (embarazada de seis meses) y Rafa, su marido.
Primero volamos a Jabarovsk, una ciudad al este de Siberia, rodeada de una inmensa llanura helada. Ya estamos acostumbrados a lo peculiares que suelen resultar los vuelos en la URSS, aunque esta vez superamos lo previsible: el avión iba lleno de gente que viajaba con ovejas, pollos o cabras. Aparentemente los moscovitas aprovechan el viaje para ganar unos rublos vendiendo estas cosas allá, donde son muchísimo más caras que en la capital, pero la verdad es que no resulta agradable viajar con tanto animal. Por si fuera poco, al rato de salir de Moscú el avión empezó a moverse bastante. Los pasajeros pasaron rápidamente del verde al amarillo y de ahí a la vomitona colectiva de todo ser viviente, incluidos los animales. Así estuvimos casi todo el vuelo, que dura unas ocho horas. Gervasio estaba indignado porque, con la manía que les tiene a los animales, la vieja del asiento de al lado lo cargaba con su gallina cada vez que tenía que agarrar la bolsa para vomitar. Íñigo, mientras tanto, iba contando las vomitonas de la señora: odin, dva, tri, chitiri, así hasta veintitantas. Fue un alivio cuando pudimos bajarnos de aquel avión en Jabarovsk. El sol brillaba en un cielo despejado de nubes y el termómetro del aeropuerto marcaba ¡cuarenta grados bajo cero! Ya en Moscú habíamos tenido algunos días de treinta y cinco bajo cero, en los que los niños no iban al colegio porque las clases se suspenden cuando la temperatura llega a veinticinco grados bajo cero, pero aquel era un frío aterrador. En un instante, el frente de los gorros de piel que llevábamos se puso completamente blanco por nuestro aliento, que se congelaba según salía. ¡Los chicos decían que se les congelaban los mocos! Íñigo y Gervasio empezaron a lanzar escupitajos que se convertían en bolitas heladas antes de llegar al suelo. Al final les dije que dejaran de hacer chanchadas porque ya habíamos padecido suficientes asquerosidades en el vuelo.
Jabarovsk es la típica ciudad rusa moderna, sin mucho interés, pero, como no se puede volar directamente a Najodka, nuestro puerto de salida, teníamos que hacer parada ahí para tomar el tren. Está atravesada por el famoso río Amur (eso dice Luis, porque yo no lo conocía de nada) y bajamos a dar una vuelta sobre su superficie completamente helada. Era impresionante ver las olas petrificadas y a un numeroso grupo de hombres que, después de abrir un agujero en el hielo y armados con un simple sedal, se dedicaban alegremente a pescar. Debían de llevar horas allí. Como decía no sé qué torero,
«hay gente pa tó»
. Dolores le robó un pescado a uno de aquellos perseverantes y empezó a pegarles a los más chicos en la cabeza con aquella improvisada y congelada arma hasta que los pescadores se dieron cuenta de la maniobra. Tuvimos que salir de allí casi corriendo ante la indignación popular.
Como a Jabarovsk no deben de llegar muchos diplomáticos extranjeros, el alcalde nos organizó una cena oficial muy a nuestro pesar porque, después del vuelo que habíamos tenido, sólo queríamos dormir. Nos llevaron a un gran comedor del ayuntamiento donde tenían preparadas toneladas de comida. Curiosamente, excepto el borsch, el resto de la cena era casi toda fría, incluyendo unos grandes boles de ensalada de invierno, que es como llaman acá a nuestra ensalada rusa de toda la vida. Tiene ese nombre porque dicen que sus ingredientes se cosechan en esta época del año, aunque yo no veo que con este tiempo pueda cosecharse nada de nada. Lo cierto es que estaba bastante rica porque le ponen alcaparras, que le dan un sabor muy original. El borsch también estaba exquisito y, como no había mucho más de qué hablar, lo alabamos especialmente. A los rusos les encanta discutir sobre cuál es el mejor. Que si el borsch de la abuela Galina tiene menos cebolla, que si la tía Sonia le pone más tomate y así hasta la extenuación. Después, como siempre, vinieron los brindis.
—Por la amistad de los pueblos uruguayo y soviético.
Vodka para adentro.
—Por los líderes de nuestros grandes países.
Vodka.
Y otro, otro y otro más. Al cabo de unos cuantos tragos la cosa empezó a degenerar.
—Para que los huracanes con nombres de bellas mujeres no asolen su país.
—Por las vacas uruguayas.
Preferimos no sentirnos aludidas.
Cuando llegamos a
«Por nuestras heroicas madres»
le hice una señal a Luis porque aquello corría riesgo de no tener fin y Gervasio e Íñigo se habían quedado dormidos encima de la mesa. Al levantarnos, el alcalde se acercó y me dio un papel. Se trataba de la receta del borsch que tanto nos había gustado. Era la de su abuela y él se sentía muy honrado de compartirla con nosotros, que habíamos demostrado apreciarla.
BORSCH DE LA ABUELA DEL ALCALDE DE JABAROVSK
Ingredientes
(Para 6 personas)
1 remolacha cruda
500 g de repollo
2 cebollas
4 patatas
4 tomates
3 zanahorias
2 ramas de apio
perejil
mantequilla
1 cabeza de ajos
2 dl de nata para cocinar
sal y pimienta
huesos de pollo
PREPARACIÓN
Poner los huesos de pollo en 3 litros de agua fría. Hervir para hacer un caldo. Espumarlo.
Aparte, dorar la cebolla cortada muy finita en la mantequilla. Añadir la remolacha también cortada fina. Luego incorporarlo al caldo.
Agregar al caldo el repollo picado con un poco de perejil, las zanahorias cortadas en tiras y el apio picado. Salar.
Añadir los tomates pelados y cortados en trozos pequeños.
Dejar a fuego lento unas 2 1/2 horas.
Cincuenta minutos antes de finalizar la cocción, añadir las patatas cortadas por la mitad.
Un cuarto de hora antes de retirar la olla del fuego, añadir una cabeza de ajo picada (hay rusos que comen el ajo crudo mientras toman el borsch, pero esto me parece un peu trop). Si a esas alturas la sopa está muy líquida, espesarla con media cucharada de harina. Revolver para que no queden grumos.
Servir con nata líquida (o nata agria) por encima. Se acompaña con pan negro o piroskis.
Como ya dije, hay infinidad de recetas. En Ucrania, por ejemplo, al borsch se le añade carne. En otras regiones varían las verduras utilizadas o el tiempo de cocción para que éstas queden más o menos enteras y la sopa más o menos espesa. Me gustó así como nos la dieron. Es un plato que está muy rico recalentado.
En Jabarovsk tomamos el Transiberiano para llegar a Najodka. El tren está muy destartalado y no queda mucho del antiguo encanto que le suponíamos (menos la vajilla de loza que, increíblemente, era de la época de los zares), pero con el espectáculo de la luz de la luna reflejándose en la taiga blanca, las pequeñas cabañas de madera aquí y allá, con sus chimeneas humeantes, yo me sentía como en Doctor Zhivago, atravesando la estepa nevada con el traqueteo de fondo. El tren es, además, la única forma de llegar a nuestro puerto de embarque, porque está frente a Vladivostok, donde hay una importante base militar prohibida a los extranjeros, y por supuesto no está permitido sobrevolar el área. En el tren, las revisoras incluso nos obligaban a correr las cortinas cuando atravesábamos alguna de las ciudades que ellos llaman
«secretas»
, o enclaves estratégicos que no quieren que los extranjeros conozcan. Un encanto, estas mujeres: con una leve inclinación de cabeza, en cuanto el tren se puso en marcha, nos sirvieron una primera ronda de té para entrar en calor y luego aparecían cada tanto con galletitas y cosas así.
Como nuestra ingenuidad no tiene límites, nos habíamos hecho la idea de que nuestro barco sería un lujosísimo trasatlántico, pero el Jabarovsk (bautizado como la ciudad) era bastante más parecido a un carguero soviético, aunque razonablemente limpio. Los camarotes eran espartanos, si bien el mío y de Luis, que se suponía que era el mejor, no en vano se llamaba kaiuta de luks, tenía un pequeño salón donde podíamos reunimos toda la familia. Los pasajeros eran en su mayoría japoneses y australianos y los chicos hicieron amigos rápidamente.
Lo peor del barco era, sin lugar a dudas y una vez más, la comida. Consistía sobre todo en farsh (una inmunda carne picada de no se sabe qué animal), repollo, pasta que servían toda pegoteada en bloques compactos y, de tarde en tarde y como gran manjar, algas, Íñigo y Gervasio sostenían que la comida del campamento de pioneros era aún peor, pero resulta difícil de creer. La única comida decente era el desayuno (siempre estábamos tres o cuatro de la familia esperando que abrieran el comedor a las siete de la mañana, tal era el grado de desesperación). Subsistimos los días que tardamos en llegar a Japón, nuestra primera escala, a base de las peladillas y turrones que Carmen había traído desde España para celebrar las navidades. Comí tanto del duro, del blando, del de yema, de las tortas imperiales y de todo el resto que creo que difícilmente los probaré nunca más.
Poco a poco, y a medida que íbamos navegando hacia el sur, el Jabarovsk fue desprendiéndose de su capa de hielo. Los días también se alargaban rápidamente.
Mercedes y Dolores tenían ya una larga fila de admiradores de ojos rasgados, pero su mejor amigo era un japonés que se llamaba algo así como Asahi Pentax. El muchacho estudiaba en Moscú y, según contó, volvía a Japón para casarse con una chica a la que no conocía. Mis hijas estaban mucho más intrigadas que él por saber cómo era la novia.
—¿Cómo es que no la conoces? ¿No dices que es hija de unos amigos de tus padres? —le preguntaban.
—Sí, pero yo llevo años estudiando ingeniería en Moscú y no la he visto nunca.
—¿Ni siquiera en foto?
—Foto pequeña. Mala calidad. No se veía mucho.
—¿Y no te mueres de curiosidad? Es la chica que va a vivir contigo, con la que vas a tener hijos. ¡Yo no podría dormir de los nervios! —decía Mercedes.
—No tengo nervios. Lo que decida mi padre será lo mejor para mí. Seguro que es buena mujer.
Cuando nuestras reservas de turrones estaban ya en las últimas, por fin avistamos el puerto de Yokohama. Parecíamos los marineros de Colón, que, medio muertos de hambre, por fin divisaban los cocoteros de las playas americanas. Nos agolpamos todos en cubierta, listos para asaltar el primer supermercado que viéramos, pero las chicas estaban más pendientes de ver cómo era la famosa novia de Asahi. Desde el barco, mientras atracábamos, él nos señaló a sus padres y pudimos divisar a su lado a una japonesita monísima vestida a la moda occidental (y carísima). Desde luego, el traje de chaqueta que llevaba era de esos que me copia la modista de Madrid, y el bolso y los zapatos eran de Dior, doy fe, desde la cubierta se veían las D bien grandes. Despejada la incógnita y felicitándole por su buena suerte, nos separamos, pero cuando ya habíamos desembarcado pudimos ver el encuentro. Asahi y su prometida se saludaron primero con una inclinación de cabeza. Luego él se volvió hacia sus padres no sin antes haber cargado a su desconocida novia con las tres maletas que traía. Parece que muy románticos no son estos japoneses.
Llegar a un país civilizado después de estar mucho tiempo sin salir de Rusia es siempre un shock para nosotros. Somos como paletos que llegan del pueblo y se quedan deslumbrados por las luces de la gran ciudad. Incluso nos pasó cuando fuimos a Varsovia, a pesar de que también está en un país socialista. Allí me entró un ataque de compritis aguda, compré cuatro pares de zapatos de fiesta, tres gorros de piel y un abrigo, todo inservible, según Carmen. Dice que es peligrosísimo hacer compras en países semicomunistas. De vivir en Moscú, a uno se le deforma el gusto y acaba encontrando lindas cosas horrendas que luego, una vez de vuelta en Occidente, ya no sabe qué hacer con ellas. Sin embargo, esta vez el contraste entre el mundo capitalista y el comunista era absolutamente descomunal. Caminar por el modernísimo barrio de Gainza, lleno de luces, tiendas y letreros luminosos era como si nos hubiesen trasladado en platillo volador a otro planeta doscientos años más adelantado que el nuestro. Vagábamos alucinados, con los ojos abiertos como platos. Lo primero que hicimos fue meternos en una frutería. Después de sufrir la práctica inexistencia de fruta fresca en Moscú, nos sentimos igual que en Cartier. Allí teníamos todas las variedades que podíamos imaginar, impecablemente expuestas, brillantes; parecían recién pulidas, todas las piezas del mismo tamaño y el mismo color. Tras un momento de estupefacción nos lanzamos como fieras sobre las estanterías y empezamos a comernos aquellos manjares allí mismo.