Read Hoy caviar, mañana sardinas Online
Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas
Nosotros acá tenemos que volver a enfrentarnos a nuestra realidad de todos los días aunque, como en la vida la veteranía es un grado, contamos con la ventaja de que ya es nuestro segundo año en la Unión Soviética y estamos más asentados. Mercedes y Dolores tienen ya buenas amigas entre sus compañeras de clase en el colegio, pero hay alguna que no me gusta nada. Por ejemplo, esa Liuda Nestorvich, que con quince años va maquillada como un apache y dice todo el rato que se quiere casar con un extranjero (miro a Luis y me lo imagino pintándole las uñas de los pies a Liuda como en Lolita). Con las que se llevan mejor se llaman curiosamente igual y han pasado a ser conocidas como Liena la gorda y Liena la flaca. Dolores y Mercedes estuvieron mucho tiempo invitándolas a merendar a casa y ellas nunca querían venir. Las niñas insistían e insistían y las otras ponían siempre excusas, hasta que un día finalmente vinieron. Yo les había preparado una buena merienda con las pocas exquisiteces que pude ir encontrando en la despensa: galletitas danesas, chocolates suizos y un poco de mazapán español. Cuando llegaron les ofrecí una Coca-Cola. La flaca miró toda asustada el vaso. La gorda, encantada, se disponía a beber un generoso trago cuando la otra le dio un golpe y le dijo:
—¡Liena! ¿Qué vas a hacer? ¡Esta gente nos quiere envenenar con este inmundo líquido marrón!
Nos llevó un buen rato convencerla con varias demostraciones de que aquello se podía beber y que, incluso, estaba bueno. Ya confiadas, atacaron los comestibles como si fuera la última vez que iban a comer en su vida.
Sin embargo, y a pesar de que mis hijas intentaban darles conversación, las Lienas no salían de los monosílabos. Así estuvieron un buen rato hasta que se levantaron para irse. Yo me quedé preocupada por el fracaso de la reunión. Dolores las acompañó a la puerta y ya en la calle les preguntó si estaban enfadadas por lo de la Coca-Cola o qué les pasaba.
—Mira, Dolores —dijo la gorda—, llevo mucho tiempo evitando venir a tu casa porque mi padre es el encargado de escuchar las conversaciones de vuestra embajada, así que se va a enterar de cualquier cosa que diga yo aquí y luego me echa la bronca por hablar demasiado.
La verdad es que aunque ya estamos muy acostumbrados a las escuchas, cosas como éstas siguen impresionándonos.
También hay una niña con una cara muy dulce, rubita y con unos ojos azules tristes que se llama Marina Chistikova. El otro día le comentó a Mercedes así, como quien no quiere la cosa, que estaba deseando que se muriera su abuela. Ante la cara de incredulidad de nuestra hija, su compañera le aclaró que en el apartamento de dos habitaciones de sus padres vivían siete personas y que ella llevaba compartiendo cama con su abuela desde los dos años y que no podía más. Al colegio al que van Mercedes y Dolores sólo asisten hijos de funcionarios soviéticos de un cierto nivel. No quiero ni pensar cómo vivirán los otros.
Por otro lado, las niñas también han hecho bastantes amigos a través de la Embajada norteamericana. Éste es el punto de encuentro de los hijos de diplomáticos de los países no socialistas porque tienen un cine donde proyectan las últimas películas y porque los marines encargados de la seguridad del recinto organizan fiestas muy divertidas con montones de hamburgers, hot dogs y esas cosas que les gustan a ellos. Están haciendo amigos de todas partes: Pakistán, Indonesia, Perú... El caso es que la juventud no para, como en todas partes del mundo. Menos mal, porque no sé qué harían todo el día en casa, sobre todo en este país donde la televisión es soporífera. En las pocas series extranjeras que ponen, que no están dobladas, sale un locutor ruso haciendo las voces de todos los personajes encima de la locución original en inglés, con lo cual no se entiende ni una cosa ni la otra.
Nuestra vida social, en cambio, es muchísimo más relajada que en Madrid. Los dirigentes de la Nomenklatura hacen vida completamente aparte del resto de los mortales y ni siquiera se los ve en el ballet o la ópera. Tan aparte viven que incluso tienen su propio carril en las grandes avenidas de Moscú para no tener que esperar ni en los semáforos. Por no mezclarse no se mezclan siquiera entre ellos. Según me contaba Luis, en el último congreso del Partido Comunista había hasta cuatro salas distintas para los delegados de diferente rango y no se relacionaban unos con otros bajo ningún concepto. Por su parte, los embajadores sólo suelen organizar recepciones en las festividades oficiales de cada país, pero a menudo hacen pequeñas reuniones con la gente con la que se llevan bien. El ambiente opresivo de esta ciudad hace que rápidamente se creen relaciones de mucha confianza con los nuevos amigos. Estas reuniones acostumbran tener la comida como excusa:
«Vengan a mi casa, que me ha llegado un foie/un jamón serrano/un salami/un lo que sea muy rico»
. Andamos todos un poco obsesionados con el tema de la comida porque acá no se puede bajar sin más a comprar a la tienda lo que te gusta. Conseguir alimentos es un proceso siempre complicado y muchas veces lleno de aventuras. Los diplomáticos más envidiados son los norteamericanos, porque tienen su propio supermercado con los mismos productos que encontrarían en su país. El otro día logré colarme para bichar un poco y me quedé con la boca abierta, como un niño en Disneylandia. Había de todo y, aunque yo no soy muy fan de la cocina norteamericana, me sentía como una mendiga ante el escaparate de una pastelería, porque allí sólo aceptan unos bonos especiales para el personal de la embajada.
Poco a poco, vamos creando nuestro círculo de amistades. Frecuentamos sobre todo al embajador de Argentina, al encargado de negocios de Colombia y al corresponsal del periódico comunista uruguayo, que se ha quedado sin trabajo tras el golpe. El periodista y su mujer son una pareja encantadora y tienen una montonera de hijos. Luis y él se ven muchas tardes para tomar mate y charlar de lo que pasa allá, aunque a veces, cuando me pongo a escuchar de qué hablan, no es de política precisamente.
—¿Te acordás de los panchos de la Pasiva? Parecen que son frankfurters como los de cualquier lado, ¡pero no tienen nada que ver, che!
—Yo me muero por uno de esos sandwiches finitos como una hoja de papel del Emporio.
—O un chivito de esos que ponen en Dieciocho y Ejido...
Los colombianos son también muy divertidos y ella cocina maravillosamente bien. Muchas veces vamos a su casa y nos sentamos en la cocina, mientras ella va preparando platos que se le van ocurriendo sobre la marcha y recordando también cosas ricas que hemos comido en distintos sitios.
—¿Hay algo más delicioso que esos cruasanes calentitos y recién sacados del horno de las panaderías de París?
—¿Y esos panini de salami tan deliciosos que ponen en Roma, al lado de la Piazza del Popolo?
—No se olviden de los huevos estrellados de Casa Lucio de Madrid.
Y así podemos estar horas y horas. Creo que nunca en mi vida he hablado tanto de comida. Es una nostalgia constante y latente la que sentimos todos los extranjeros que vivimos en Moscú. En cuanto nos descuidamos estamos volando con la imaginación a un restaurante, una pastelería o un supermercado de Occidente. Como dice Jaime, nuestro amigo colombiano, somos exiliados del paladar. Aunque con él es mejor hablar de gastronomía, porque se está convirtiendo en un furibundo anticomunista y me da miedo que acabe metiéndose en problemas. Ha bautizado a su perro Lenin y anda todo el día diciendo las mayores barbaridades, sin importarle los micrófonos. Quizá yo estoy demasiado paranoica y sea excesiva mi costumbre de salir al patio o ir al baño y tirar de la cadena para hablar de según qué cosas, pero creo que tampoco hay que meter constantemente los dedos en el enchufe.
—¿Han visto ustedes alguna vez a alguien más feo que Brezhnev? Probablemente sólo su esposa. ¡Qué mujer tan ordinaria!
—Jaime, déjate de Brezhnev. ¿Por qué no me das uno de esos aguacates que tenes guardados como si fuera la herencia de tu abuela? —le digo para cambiar de tema.
Y es que, como Luis anda medio mal de pelo, Jaime le ha revelado su receta secreta para no quedarse calvo: hacer todas las mañanas el pino sobre un aguacate podrido. La verdad es que el colombiano tiene una cabellera magnífica, negra azabache y bien tupida, pero, con lo que yo echo de menos un buen guacamole, si yo me encontrara un aguacate en este país olvidado de la mano de Dios, lo último que se me ocurriría sería esperar a que se pudriera para que mi marido se lo untara en el pelo. ¿De dónde sacará este hombre tantos aguacates para su tratamiento? Algún día le retorceré el brazo para hacerle confesar su secreto.
A través del embajador de Venezuela, Régulo Burelli, hemos entrado en contacto con el mundo de los disidentes soviéticos. Aunque viste horriblemente mal, el embajador es un hombre de una enorme cultura que recita a los clásicos de memoria, habla ocho o nueve idiomas y es un poeta bastante renombrado en su país. Por desgracia, cuando sufrió persecución política y cárcel allá, le cortaron la punta de la lengua y se le entiende bastante mal cualquier cosa que diga. Yo a veces no sé muy bien en qué idioma habla. El caso es que Régulo se ha convertido en protector de artistas como el poeta Limonov, y en su casa conocimos a un grupo de pintores con los que hicimos buena amistad. Pronto empezaron a invitarnos a sus estudios y a sus reuniones. Las autoridades soviéticas permiten a regañadientes los contactos de los extranjeros con intelectuales disidentes siempre y cuando no se trate de adversarios de primera fila como el físico Sajarov, al que tienen casi incomunicado. Se teme que se le estén aplicando
«terapias psiquiátricas de reeducación»
en algún manicomio, el tratamiento que se dispensa ahora a los opositores recalcitrantes en vez de mandarlos a Siberia. Afortunadamente, nuestros nuevos amigos no entran dentro de esta categoría. La primera casa a la que fuimos invitados fue la de Vassili Sitnikov, un raro honor, según nos contaron, porque este pintor tiene fama de temperamental, excéntrico y un poco chiflado. Desde el principio te ama o te odia.
Sitnikov vive en un viejo edificio de apartamentos, como tantos y tantos que hay en Moscú, pero su casa es una de las más insólitas y desconcertantes que he visto en mi vida. Primero la mugre. Una mugre compacta, integral: polvo, vasos rotos, cacerolas llenas de moho, todo desparramado en un gigantesco caos. Y luego los iconos. Miles y miles. La casa entera tapizada desde el suelo hasta el techo de imágenes religiosas que este pintor ha ido recogiendo a lo largo de los años. Son pinturas realizadas sobre madera y a veces llevan chapas metálicas para proteger la obra y enriquecerla con coronas y piedras semipreciosas. Hasta sobre la plancha de la cocina había unos trípticos de metal esmaltado y el horno estaba lleno de san Jorges, Cristos y Vírgenes. También en el cuarto de baño, dentro de la bañera, en las puertas, en la despensa. Iconos pequeños y grandes, valiosos y baratijas e incluso algunos de principios de siglo con propaganda comercial. Un auténtico museo en cincuenta metros cuadrados. La pinta de nuestro anfitrión tampoco desmerecía el sorprendente decorado: pantalones llenos de rotos, zapatos sin calcetines, camiseta con enormes quemaduras de cigarrillos y en la cabeza el ala de un sombrero negro al que le había recortado la copa.
A aquella reunión en este abigarrado escenario habían acudido otros artistas barbudos y unas cuantas chicas, algunas de ellas pintoras. Sitnikov también había invitado a varios diplomáticos y corresponsales extranjeros. El ambiente estaba cargado de humo y circulaban de mano en mano varias botellas de vodka casero, ya que para los rusos es difícil conseguirlo en las tiendas. El gobierno tiene muy racionado el suministro de bebidas alcohólicas para frenar la irresistible tendencia que tiene la población a emborracharse a la mínima ocasión, hasta el punto de que en las farmacias no se vende alcohol de noventa grados para que la gente no se lo beba. Los rusos son un pueblo excesivo en todas sus facetas: si beben, beben mucho, si ríen, ríen mucho, si lloran, son los que más lloran. Quizá por eso me caen tan simpáticos.
Si uno va a casa de un ruso es costumbre llevar siempre comida o bebida. Nosotros habíamos llevado un par de tortillas de patata que había hecho Luisa y unas cuantas botellas de vino que desaparecieron rápidamente entre la muchedumbre. A cambio empezaron a llegarnos algunos platos con zakuski (los famosos entremeses, en esta ocasión deliciosos: esturión ahumado, setas en vinagreta, salmón), salchichón y piroski, que son una especie de empanadillas rellenas de carne o de lo que se quiera. Como pasa con el borsch, hay casi tantas recetas de pasta o relleno de piroski como habitantes de este inmenso país.
Estuvimos casi todo el rato hablando con Rukhin, un gigante pelirrojo de treinta y pocos años, de larga barba y melena ensortijada. Es uno de los pintores más combativos contra el realismo soviético. Por otra parte, es un hombre muy educado, casi ceremonioso, lo cual es muy extraño en este país donde ya sabemos que esas cosas son consideradas valores burgueses y hay una tendencia a tratar al prójimo con la debida rudeza socialista.
Nos contó que está teniendo muchos problemas últimamente: varias veces le han apedreado las ventanas de su casa en Leningrado; a su mujer la han amenazado desconocidos en el metro y siempre hay agentes de paisano que lo siguen cuando viene a Moscú. Pero todo esto a él no parece importarle mucho. Es una persona que considera que tiene una misión, y transmite sus ideas y su arte apasionadamente con gran energía.
—Otros se esfuerzan en buscar mensajes que subliminalmente critiquen el sistema —decía Rukhin—. Nuestro anfitrión Sitnikov suele pintar iglesias ortodoxas para reivindicar la libertad de culto. Sin embargo, mis cuadros pretenden impactar direc-ta-men-te en las conciencias —decía golpeándose la palma de la mano con su enorme puño—, mire mi obra Borrachera rusa, que precisamente tengo aquí mismo.
Sacó una tela de detrás de un montón de iconos apilados como si fueran guías de teléfonos viejas. Estos artistas contestatarios siempre aprovechan las reuniones con extranjeros para llevar sus obras y mostrarlas, porque somos sus únicos clientes posibles. Aquel cuadro era un revoltijo de cristales de botellas rotos pegados al lienzo, una composición de gran fuerza. Luis arrugó la nariz como diciendo:
«¿Qué cuerno es esto?»
.
—Como ve —explicó—, he intentado transmitir ese lado animal, ese lado que nadie puede domesticar de nuestro pueblo y que nos sale de dentro cuando bebemos. Yo quiero que tengamos libertad para todo. Para emborracharnos también —casi nos gritaba para hacerse oír por encima del gentío, mientras nos servía otro copazo—. Beban, beban, que este vodka es bastante bueno. La destilería clandestina de mi amigo Dimitri es de las mejores. Ya saben ustedes lo difícil que es conseguir aquí buen vodka. Las mejores marcas, como Stolichnaya y Moscoskaya, son sólo para extranjeros, y el resto está racionado. Muchas veces no nos queda más remedio que hacerlo en nuestro propio baño.