Read Hoy caviar, mañana sardinas Online
Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas
Al primero que fuimos iban los hijos de altos funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores o de diplomáticos. Cuando teníamos discusiones políticas con alguno (sí, ya sé que puede parecer un poco repipi tener este tipo de conversaciones a esa edad) le preguntábamos:
—¿Cómo puedes decir que éste es el paraíso de la libertad si la gente ni siquiera puede salir del país?
—¿Qué tontería es ésa? —nos contestaba Sacha, por ejemplo, mirándonos con suficiencia mientras se apartaba el flequillo con un soplido—. Yo he vivido con mi padre tres años en Washington. Dicen que en Estados Unidos todo el mundo es libre, pero en realidad está lleno de delincuencia, la gente tiene miedo de salir a la calle, hay drogas por todas partes y nuestros hermanos de color están oprimidos. ¿Dónde está la libertad?
También utilizaban de vez en cuando argumentos de captación parecidos a los de algunas sectas cristianas.
—¿Sabes que Lenin también era niño como nosotros? —decía Volodia, señalando su insignia de los pioneros, donde aparecía Vladimir Illich lleno de encajes y bucles dorados como si fuera el niño Jesús—. Era un niño ejemplar aun antes de saber cuál iba a ser su misión en la vida. A lo mejor te pasará a ti lo mismo.
Por el contrario, y quizá por un error de los funcionarios del UPDK encargados de decirnos con quién debíamos y con quién no debíamos mezclarnos, nuestro segundo campamento fue mucho más relajado. La comida era igual de mala o peor, pero los niños eran hijos de funcionarios de bajo nivel del Ministerio de Industria y eran eso, niños, y no propagandistas pigmeos. Incluso se contaban chistes infantiles que hubiesen matado de un soponcio a los catequistas del otro pionerski lager: está Brezhnev preparando el discurso de inauguración de las olimpiadas de Moscú de 1980.
«Oooh, oooh, oooh, oooh, oooh.»
Se acerca su secretario, mira el discurso y le dice:
«Camarada Brezhnev, esta parte no hace falta que la lea. ¡Son los aros olímpicos!»
.
Y nos tronchábamos de la risa. Y jugábamos al fútbol. Y a la botella.
Y allí me enamoré por primera vez. De Danuta, pionera polaca de intercambio, de larga melena rubia y unos inmensos ojos azules. Fue un gran verano.
Son días de una gran incertidumbre y tristeza. Hace poco menos de una semana nos llegó la noticia por télex de que hubo un golpe de Estado en Uruguay. Hemos intentado contactar telefónicamente con parientes y amigos pero la comunicación desde acá es muy complicada. Sólo recibimos un llamado del ministerio indicándonos que debemos transmitir normalidad a las autoridades soviéticas y al resto de la comunidad diplomática de Moscú. No nos aclararon mucho más. Luis estuvo hablando con compañeros destinados en otras ciudades europeas, pero ellos tampoco saben nada. Por lo que nos contaban las cartas de amigos y parientes y por lo que decían los diarios uruguayos sabíamos que la situación era complicada, sin embargo, no esperábamos que esto llegara a pasar. ¡Qué difícil es valorar estas cosas a miles y miles de kilómetros de distancia! Por mucho que te cuenten nunca te podes hacer una idea exacta de la situación. La gravedad de la crisis económica de los últimos años, la guerrilla de los Tupamaros y la ineficacia del gobierno han acabado con la tradicional convivencia pacífica de nuestro pobre paisito. El 27 de junio el presidente Bordaberry, junto con los militares, disolvió las cámaras y poco después ilegalizó los sindicatos. Por lo que parece, el Partido Blanco, al que pertenece Luis, se ha declarado en contra, así como el Frente Amplio, la coalición de izquierdas. En el partido del Gobierno, el Colorado, hay una gran división. Luis está muy deprimido. Él cree que esto es el comienzo de un período de persecución política y que no va a resultar fácil alejar del poder a los militares después del protagonismo que habían asumido en los últimos tiempos de lucha contra los Tupas. Luis se sigue sintiendo un político por encima de todo y cree que cualquier limitación de las libertades públicas en nuestro país puede ser desastrosa. Por otro lado, no sabe cómo va a representar a este nuevo gobierno ni qué es lo más correcto en estas circunstancias.
Ayer, para levantarle el ánimo, y aprovechando que era sábado por la noche, reservé mesa en uno de nuestros restaurantes favoritos, el Berlín, para ir a cenar con los chicos, que están a punto de volverse a Madrid después de su aventura en el pionerski lager.
Cuando salimos de casa, y a pesar de ser casi las diez, era completamente de día. Estamos en la época de las noches blancas, y se puede decir que la luz solar nos ilumina durante las veinticuatro horas aunque, a diferencia de Leningrado, acá hay más o menos un par de horas de semipenumbra. Teniendo en cuenta que venimos de un primer invierno moscovita en el que descubrimos que amanece a las once de la mañana y anochece a las tres de la tarde, esta época del año te abre el corazón. Es el contraste entre la ciudad oscura y dormida bajo la nieve y las calles llenas de gente hasta la madrugada. Unos en los bancos públicos hablando con los vecinos, otros merendando en un parque con su familia o simplemente paseando por las grandes avenidas como si fuera mediodía. Todo se llena de color, el verde de los árboles, el rojo de las amapolas, la ropa de la gente, y Moscú parece una ciudad menos gris y casi habitable. Esta ausencia de noche nos tiene sumidos en un estado de vigilia permanente. Parece antinatural meterse en la cama con el sol dándote en la cara (aquí las persianas son un artefacto del todo desconocido) y sólo dormimos dos o tres horas. Ahora mismo son las cuatro de la mañana y en casa cada uno seguimos con nuestra rutina habitual de cualquier tarde. Yo escribiendo este cuaderno, Luis leyendo en el patio y los niños jugando alrededor. Con lo que a mí me gusta dormir, estoy deseando ir de vacaciones de verano a España para, al fin, descansar.
Es una lástima que no haya restaurantes con terraza en Moscú para aprovechar esta luz. Quizá les parecerá decadente a las autoridades. La otra noche (es un decir), estuvimos en el restaurante giratorio de la torre de la televisión y era impresionante ver la ciudad iluminada por esta luz que parece de día y no lo es. Todo se tiñe de un extraño color amarillento, como si llevaras lentes de sol. La atmósfera se vuelve irreal. Eso sí, el restaurante no vale gran cosa. Los rusos dicen que es el más alto del mundo (para la propaganda todo lo de acá es lo más grande, chico, potente, pesado o lo que sea, del planeta) porque está construido en el último piso de esa torre de comunicaciones, pero la comida es realmente pavorosa. Dan ganas de saltar al vacío desde arriba.
El Berlín, en cambio, es un local anterior a la Revolución y conserva algo de su antiguo encanto, con sus grandes espejos, candelabros y frescos del siglo XIX. Nos sentimos a gusto allí. Cuando llegamos, en la puerta tenían colgados los sempiternos letreros de los restaurantes en este país: Mesto net (completo) y Restaurant zacrit (cerrado). Este último lo ponen siempre, aunque haya doscientas personas comiendo. Al entrar nos golpeó el aire caliente y el olor a humanidad. La gente cantaba, aplaudía, reía enseñando sus fundas metálicas y de oro. Las sonrosadas caras nos miraban amistosamente. Acá cuando salen es para disfrutar y beber, beber como cosacos. Y no se puede perder tiempo porque a las once se cierra el grifo.
El maître, que ya nos conoce de otras veces, nos recibió muy amablemente, lo cual, después de llevar varios meses seguidos en la Unión Soviética, choca un poco. El trato educado tiende a ser visto como un valor burgués y decadente y muchos empleados en sitios públicos se esfuerzan en demostrar su adhesión al socialismo tratándote como un trapo. Es muy curioso, pero cuando uno llega a conocer a esas mismas personas fuera del trabajo, muchas veces sorprenden por su amabilidad, calor humano y buena disposición para lo que se les pida, siempre y cuando no estén en una cola de algo, claro. Una más de esas contradicciones fascinantes de los rusos.
En la mayoría de los restaurantes soviéticos, la carta es bastante similar y monótona. Además, la mayoría de los platos, a pesar de figurar en el menú, jamás está disponible, con lo que las opciones se limitan enormemente. Al final todo suele reducirse a borsch (sopa de remolacha con nata); caviar con blinis; sakuski (unos entremeses compuestos habitualmente por arenques ahumados, repollo, pepino y embutidos variados), julienne (unas cazuelitas con un guiso de pajaritos y hongos que yo nunca me atreví a tomar por lástima hacia las pobres aves), strogonof y pollo a la Kiev. Esto fue lo que pidieron los chicos porque es su plato favorito. Luis y yo pedimos un pescado que nos recomendó el maître, más que nada por salir de la rutina. Normalmente intentamos no pedir pescado en verano porque a menudo hay cortes de luz y nos da miedo que esté estropeado, pero en el Berlín hay un pequeño estanque en medio de la sala y los sacan del agua delante de nuestros ojos.
Una vez pedidos los platos, nos olvidamos completamente de la comida, como hemos aprendido a hacer desde que vivimos en la URSS. Los rusos no van a los restaurantes a comer, sino a beber vodka, charlar y pasar el rato, así que el primer plato suele tardar más de una hora en llegar, para que los amigos tengan tiempo de contarse sus cosas sin distracciones, aunque me imagino que esto también debe de ser una excusa de los cocineros, que no son precisamente ejemplo de la productividad soviética.
Aunque yo pretendía no hablar mucho del tema del golpe en Uruguay y de la incertidumbre que nos genera, a Luis le resulta bastante difícil hablar de otra cosa. Cuando nos quisimos dar cuenta, ya había pasado hora y pico y estaba llegando nuestra comida. Forré a los niños de servilletas para que no se mancharan con el pollo a la Kiev. Está relleno de mantequilla fundida y siempre que se pincha por primera vez sale un chorro a presión con trayectorias imprevisibles y consecuencias normalmente desastrosas.
Probé un poco y estaba delicioso. Es el plato estrella de la cocina rusa y en el Berlín les sale estupendo. Siempre me había preguntado cómo hacían para sellar la mantequilla dentro de la pechuga y que no se saliera. Como el maître estaba tan amable le dije si me podía conseguir la receta, cosa que pareció ponerlo algo nervioso. Al cabo de un rato le dijo a Luis al oído que fuera a reunirse con el cocinero en el cuarto de baño de caballeros. Allí, éste le pasó disimuladamente un papel con la receta y Luis le dio unos rublos. No sé qué hubiese pensado Graham Green de este intercambio de información tan altamente confidencial...
Como estábamos entretenidos con todo este complot, no nos habíamos dado cuenta de que los niños se habían adueñado de la botella de vino búlgaro
«Sangre de Toro»
que habíamos pedido. Gervasio balbuceaba cosas inconexas e Íñigo se había quitado un zapato y lamía la suela con gran deleite. Aunque a esas alturas la mayoría de los clientes del Berlín estaban entonando ya canciones patrióticas, sin duda había llegado el momento de irnos, eso sí, con nuestro preciado secreto en una hoja de papel.
POLLO A LA KIEV (KOTLETA PA KIEVSKl) DEL RESTAURANTE BERLÍN
Ingredientes
(para 8 personas)
8 pechugas de pollo con el hueso del ala
200 g de harina
5 huevos
400 g de pan rallado
aceite para freír
sal y pimienta
300 g de mantequilla
4 dientes de ajo
perejil
PREPARACIÓN
Pedir al carnicero las pechugas con el hueso del ala incluido. Cortar la mantequilla en ocho trozos iguales, dejar que se ablande un poquito y amasarla con el ajo picado muy finito, el perejil, la sal y la pimienta, dándole una forma alargada, como una croqueta. Envolver cada pedazo en papel vegetal o de aluminio y guardar en el congelador.
Separar la carne del hueso del ala. Debe quedar un poco suelto de la pechuga, pero no del todo. Quitar grasa y piel. Con un cuchillo afilado sacar un filete de la carne de la pechuga y reservarlo. Luego hacer una incisión para abrir la pechuga como si fuera un libro. A continuación, aplanarla con un mazo de cocina y dejarla especialmente fina en los bordes. Tener cuidado de no desgarrar el hueso del ala. Hacer lo mismo con el filete que se ha sacado antes.
Poner en el centro de la pechuga aplanada uno de los trozos de mantequilla congelada. Cubrir la mantequilla con los faldones de la pechuga por arriba y por los dos costados para que quede bien cerrada. Introducir el hueso del ala en la mantequilla como si fuera un mango. Coger el filete reservado y enrollarlo sobre el hueso del ala y el rulo con la mantequilla dentro. Es muy importante que quede bien apretado para que al cocinar la pechuga no se salga la mantequilla.
Batir los huevos en un bol. Pasar los rulos primero por el huevo, después por harina y después por pan rallado. Volver a cubrir con huevo.
En una sartén calentar el suficiente aceite para cubrir la mitad de las pechugas. Dorar a fuego medio.
Sacar las pechugas y cocerlas en el horno precalentado a 200° C durante unos 15 minutos. Ponerlas sobre papel absorbente para eliminar el exceso de grasa y servirlas con arroz, verduras y champiñones.
«Señora, bienvenida a las tinieblas.»
Con estas reconfortantes palabras me recibió Luisa, nuestra ama de llaves cuando volví a Moscú después de las vacaciones y unos días en Madrid solucionando temas de estudios de los chicos y visitando a Carmen. Me dijo esto mientras me entregaba un sobre de correos que contenía mi ropa interior limpia. Sí, en un sobre de correo aéreo, una costumbre suya que aún no he llegado a descifrar. Aunque sólo estamos a mediados de septiembre, llueve sin parar y la ciudad ya se ha vestido de un gris otoñal bastante deprimente. La idea de tener todo un invierno por delante acá resulta dura. Encima de que los días son cada vez más cortos y oscuros, este curso Gervasio e Íñigo se quedan en España y sólo está con nosotros Dolores, y a veces Mercedes. Además, la incertidumbre sobre la situación en Uruguay después del golpe hace que tengamos la moral un poco por los suelos.
Afortunadamente, Luis se ha quedado en Moscú todo el verano, a la espera de los acontecimientos, porque los militares han destituido a los diplomáticos destinados en el exterior utilizando las más retorcidas excusas, entre ellas acusarlos de homosexuales o ladrones, o bien llamar de forma aleatoria una noche cualquiera de agosto para ver si están en sus puestos. Con este sistema han mandado a varios compañeros a casa. Claro que todo esto tiene poca importancia comparado con lo que está pasando en el país. Parece que están deteniendo a mucha gente y los que consiguen salir de la cárcel hablan de palizas y torturas. Lo peor es que no se sabe si esto va a ser un período corto o si los militares se van a acomodar en el poder.