Hoy caviar, mañana sardinas (21 page)

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Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas

BOOK: Hoy caviar, mañana sardinas
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De vuelta a casa nos metimos todos dentro de la chimenea que habíamos dejado encendida en la biblioteca para descongelarnos. Todavía me duelen los dedos de los pies y Dolores se queja de la garganta. No sé si no será una estrategia para no ir al colegio mañana, pero tendremos que andar con ojo para que nadie se resfríe.

Un poco más tarde, como hoy no había servicio (los días laborables se van a casa a las cinco y no trabajan ni sábados ni domingos ni, lógicamente, en las festividades revolucionarias), organizamos una comida casera con algunas latas de corned beef, queso, paté, galletitas y unas aceitunas, pero nos hacía falta algo caliente para quitarnos el frío de la Plaza Roja. Puesto que las niñas, abusando de sus galones, han delegado las labores de cocina en los chicos, ellos fueron los encargados de preparar unos huevos fritos con arroz, aunque Gervasio refunfuñó un buen rato sobre la desigualdad de los sexos en esta familia, como suele hacer. Ver a estos dos freír los huevos es un espectáculo. Para protegerse del aceite hirviendo usan guantes, abrigo y unos cascos de motorista que había en el garaje desde antes de que llegáramos. Los hemos hecho con una receta que aprendió Luis en el restaurante Zuazo de Valladolid (sorprendentemente, porque no suele ir pidiendo recetas por ahí) y que es uno de sus platos preferidos.

HUEVOS FRITOS A LA ZUAZO

Ingredientes

Huevos

aceite de oliva

PREPARACIÓN

En un recipiente de barro bastante hondo (increíblemente encontramos un par que no se habían roto en la mudanza) calentar tres dedos de aceite de oliva. Cuando el aceite esté muy caliente echar los huevos. Sacarlos en cuanto empiecen a dorarse. Así se consigue que tengan unas preciosas puntillas, como dicen los españoles, y que la yema quede líquida.

No hay nada más delicioso que un buen huevo frito. Sin embargo, me parece que es un manjar que podremos permitirnos pocas veces aquí en Moscú porque los huevos a la Zuazo requieren mucho aceite de oliva importado y con el de acá salen negros como el carbón. ¿Será el combustible de los tanques que vimos esta mañana?

—¿Te puedes creer, Gervasio, que hasta el día de hoy amigos de nuestros padres que os visitaron en aquella época en Moscú te recuerdan haciendo huevos fritos con casco y guantes?

—Sí, aquello de un niño de once años friendo salchichas disfrazado de Ángel Nieto debía de parecerle muy divertido a todo el mundo. Ya podrían recordarme por mis estupendos huevos fritos, por ejemplo. Pero bueno, al menos puedo decir que he dejado huella por mi manera de cocinar, no como tú.

En realidad, ése fue el comienzo de mi afición a la cocina, forzado por las circunstancias y la opresión familiar. Aquellos conocimientos básicos me han sido bastante útiles en algunas épocas de mi vida, especialmente cuando he tenido que convivir largas temporadas con nuestras hermanas Mercedes y Dolores. Cuando ellas tenían veintitantos, su natural alergia a cualquier sartén, cacerola o artefacto diabólico similar llegó a tal punto de paroxismo que preferían no ingerir alimento alguno (
«Así tendremos mejor tipo este verano»
) a tener que acercarse a uno de ellos. Así que cocinaba yo. Qué remedio, era eso o sobrevivir a base de una equilibrada dieta de bonys y tigretones. Un mártir de la cocina es lo que soy. Y todavía hay gente que me pregunta por qué no me he casado.

EL DÍA DE LA MUJER DANZANTE

¡Me duelen terriblemente los pies! Dolores y yo acabamos de volver de un té en el Kremlin para celebrar el Día de la Mujer Trabajadora y nos hemos pasado toda la tarde ¡bailando! Era una recepción en el impresionante Salón de San Jorge sólo para mujeres, presidida al alimón por la esposa de Brezhnev y por Valentina Tereshkova, la primera mujer que viajó al espacio.

A la entrada del palacio había una gran aglomeración de las invitadas rusas que llegaban unas con bolsas de deporte, y otras con una simple bolsa de plástico o arpillera. Se sentaban en unos banquitos puestos allí al efecto para quitarse las pesadas botas de nieve y de las bolsas sacaban sus zapatos de fiesta. Se retocaban un poco y pasaban a los salones. A pesar de los años transcurridos, los salones del Kremlin siguen manteniendo la suntuosidad imperial de la época de los zares, con sus impresionantes y gigantescas arañas de cristal. Allí nos esperaba una fila de anfitrionas rusas a las que, exceptuando tres o cuatro, yo no había visto nunca. Había traído a Dolores para que me tradujera algo porque se le está dando bastante bien el idioma y la intérprete de la embajada estaba enferma, pero yo creo que esto la ha superado un poco. Comprendo que traducir
«Presidenta del Comité para el Diálogo Interregional de Solidaridad y Cooperación entre Pueblos Amigos»
no es lo más sencillo para una niña de quince años.

Nosotras llegamos temprano, y como no vi a ninguna embajadora conocida, nos fuimos hacia la larga mesa decorada con flores donde estaba la comida. Esta vez sólo había un buffet y no dos o tres, según las distintas categorías de los invitados, como es habitual en otras recepciones oficiales acá. En el país de la igualdad, unos son más iguales que otros. Algunas señoras (o camaradas o lo que fueran porque yo ya me hago un lío) se estaban sirviendo té de enormes samovares. Se trata de recipientes que en otra época eran de plata y ahora son del metal que cada uno pueda permitirse. En la parte superior se coloca la tetera con las hojas y muy poca agua para que se concentre la infusión, mientras que en la parte inferior unas brasas mantienen caliente el resto del agua para que cada uno la añada a su gusto. El té es la bebida nacional del país y se bebe durante todo el año, así haya cuarenta grados bajo o sobre cero, con muchísimo azúcar o, a veces, con mermelada y siempre en un vaso con soporte metálico. Es muy oscuro y fuerte de sabor. Una amable señora del Ministerio de Asuntos Exteriores, que hablaba algo de francés, nos explicó que en este país el té se cultiva principalmente en Georgia y Crimea, y que es una mezcla de variedades originarias de la India y de Ceilán. También añadió unas cuantas estadísticas sobre el espectacular incremento de la producción durante los últimos años.

—De quinientas mil toneladas vamos a pasar pronto al millón que establece el plan. ¡Y con dos años de adelanto! —me informó, orgullosa—. El aumento se debe a la construcción de nuevas plantas de producción, mejoras en la logística y en la distribución. Esto es muy importante porque el té es la bebida preferida por los ciudadanos soviéticos. Lo toma el noventa y cinco por ciento de la población y el consumo medio es de tres tazas diarias —concluyó.

Parece que los funcionarios en cuanto están con un extranjero se ven en la obligación de colocar un anuncio publicitario sobre las bondades del régimen socialista.

En el buffet había además una gran cantidad de tartas con un baño blanco de aspecto sospechoso y unas frutas escarchadas que, a pesar de que nos encontrábamos en el Kremlin, no tenían un aspecto muy apetitoso. Para no quedar mal con las anfitrionas, y previendo la situación, yo, a propósito, no había almorzado a mediodía. De esta forma llego a las recepciones con un hambre horrorosa y no le hago ascos a la comida, por muy mala que esté. En estos países no hay peor desaire que no probar bocado, así que me puse un poco de kulich, que es una especie de panettone relleno de fruta y con un casquete en la parte superior en forma de champiñón. Debía de tener varias recepciones diplomáticas de antigüedad porque estaba seco como un pedazo de madera. Para poder digerirlo, le añadí una bola de helado, que es otra de las pasiones nacionales. Es impresionante, los rusos toman helados aunque los pingüinos se estén muriendo de frío. La verdad es que suelen ser bastante ricos en todas partes, si bien la variedad de sabores es limitada, como es lógico, en el país de la uniformidad, y se reduce a fresa, chocolate y vainilla, mucha vainilla. Dolores, por su parte, optó por la mousse de chocolate, pero cuando metió la cuchara para servirse ya no la pudo volver a sacar de lo dura que estaba, así que abandonó el intento.

Es la primera gran recepción para mujeres a la que asisto en la URSS y, como todavía no conozco bien las costumbres, por un momento aquello me pareció una fiesta de colegio. Después de los discursos protocolarios se situaron en un lado del inmenso salón las rusas y las mujeres de los países satélites, entre las que divisé a la Pasionaria, con esa gallardía española (que algunos llaman arrogancia) tan característica, a pesar de estar ya viejita. Al otro lado nos colocamos las embajadoras del resto de los países, un poco cohibidas. De repente empezó a tocar una orquestita que había en una de las esquinas y la señora de Brezhnev, una mujer pequeña pero fuerte, con un gran moño que casi parecía otra cabeza satélite, atravesó el espacio neutral entre los dos grupos, se acercó a nosotras y ¡sacó a bailar a Dolores! La agarró de la mano y de la cintura y empezaron a dar vueltas. La niña se moría de la risa y le tuve que hacer unos gestos amenazantes para que se comportara. Me imagino que ser elegida por la mujer del secretario general del Partido para abrir el baile se considerará un gran honor, pero la verdad es que los manuales de protocolo no nos preparan para situaciones como ésta. Siguiendo el ejemplo, otras rusas sacaron a bailar a las embajadoras y pronto el salón se llenó de damas que giraban y giraban y reían juntas aunque no se entendieran. Una buena forma de romper el hielo, no hay duda. A mí me tocó una gordita que bailaba admirablemente bien y que me llevaba en volandas a pesar de que yo era el doble de alta que ella. Parecía muy concentrada y me hacía todo el rato indicaciones en francés.

—Madame, la mano izquierda más alta. No baje tanto la barbilla. Sienta la música y déjese llevar —me decía.

Como en la vida no hay misterios, resultó que era la directora artística del Teatro Bolshói, la descubridora de grandes talentos del ballet ruso como Nuréiev o Maya Plisiétskaia. Por un momento parecía que hasta yo era un genio de la danza, una Margot Fontaine.

Después me sacó a bailar una ingeniera espacial muy agradable y bastante mona que ponderó mucho mi peinado y me preguntó discretamente si le podría conseguir laca francesa Elnett porque con la rusa queda el pelo todo pegoteado. Le prometí hacer lo posible. Ahora que hablamos de spray, lo que siento de veras es que acá consideren el desodorante un artículo burgués superfluo y no lo vendan en las tiendas porque, con todo el movimiento del baile, la ingeniera desprendía un importante olor a humanidad, cosa que también empezó a pasarle al resto del cuerpo de baile, hasta que el aire del salón se hizo realmente denso.

Como las mujeres somos como somos, pronto surgieron los pequeños celos entre las embajadoras. Que si tú ya has bailado dos veces con la mujer de Brezhnev y yo ninguna, que si Valentina Tereshkova no me saca a bailar, que yo con ésta no quiero bailar porque es muy fea y me pisa y ese tipo de cosas, pero en general lo pasamos en grande. Lástima que me haya puesto estos zapatos nuevos tan lindos pero incómodos porque tengo los pies en la miseria. Aunque, claro, ¿quién hubiera podido prever que aquello iba a ser thé dansant feminista? La verdad es que acabó siendo casi más divertido que un baile con hombres, que siempre bailan tan mal y encima lo hacen como si aquello fuera un sacrificio espantoso. En las fiestas deberían quedarse sentados hablando de sus cosas y dejarnos a las mujeres que nos arreglemos entre nosotras. Todavía me río sola recordando la escena, no obstante, me pregunto: ¿por qué a mí no me habrá pedido el teléfono aquella generala tan simpática de setenta y tantos años, repleta de medallas y dientes de plata y a la embajadora de Honduras sí?

NUEVOS INVITADOS

Tenemos nueva inquilina en casa. Hace unos días llegó Mónica, la hija de unos amigos de Madrid que de mayor quiere ser traductora. Para ella es una gran ocasión aprender ruso in situ y nosotros estamos felices con ella. Es encantadora y muy educada y así tenemos una sustituía para Mercedes, que nos abandona a menudo para hacer sus exámenes en Madrid. Menos mal que Dolores, Gervasio e Íñigo estudian por correspondencia y no tienen que viajar, porque son una gran compañía en esta ciudad en la que no hay mucho que hacer. Mónica tiene una edad entre Gervasio y Dolores y, aunque en estos años las diferencias son importantes, se lleva muy bien con todos. Bueno, con todos no. Íñigo, un poco celoso de haber perdido su papel de estrella de la casa, le tiene declarada la guerra. El otro día, sin ir más lejos, la encerró con llave en la despensa y apagó la luz.

Cuando le pregunté por ella, al cabo de un par de horas, puso la típica cara de inocente y no tuve más remedio que darle un buen tirón de orejas para que confesara. Increíblemente, cuando sacamos a la pobre Mónica de su mazmorra tenía una sonrisa de oreja a oreja y salió corriendo a jugar con los chicos. Se me pone el pelo blanco de pensar en qué estado me habrían sacado a mí. Además de mi claustrofobia natural, me moriría de miedo pensando en las ratas, nuestras inmundas invitadas involuntarias. Bueno, en ellas y en nuestra otra invitada misteriosa...

A pesar de todas las clases de veneno que hemos puesto, nuestras amigas las ratas se resisten a abandonarnos y cada día hay más. Mercedes pisó una la semana pasada, cuando bajaba a oscuras por la escalera de la cocina, y casi le da un ataque. Teniendo en cuenta la calidad de los productos soviéticos, estoy empezando a pensar que los raticidas que estamos utilizando deben de ser en realidad algún tipo de complejo vitamínico, porque cada día están más grandes y lustrosas. En la despensa han hecho estragos y, aunque intentamos poner los alimentos en recipientes metálicos, siguen dándose grandes banquetes. El mes pasado nos estábamos quedando sin existencias porque el envío de la empresa de venta por correspondencia de Dinamarca se había retrasado y no quedaba casi nada de lo que les gusta a los chicos. Entonces Íñigo, no sé si por hacer la gracia o por su glotonería congénita, empezó a comerse un paquete de galletas que por el otro extremo estaba todo mordisqueado por esos bichos inmundos. Tuve que llevarlo volando a ponerle la vacuna contra la rabia. Su madre me va a matar. Ya es la segunda vez que se la tengo que poner porque hace unos años, pasando un fin de semana con nosotros en Biarritz, lo mordió en un moflete un cachorro de león que llevaba un fotógrafo como reclamo. La próxima vez no sé con qué animal se va a topar este niño.

Y luego está
«la otra invitada»
. En casa se oyen ruidos raros, hay puertas que se abren y se cierran solas, o se caen cosas sin motivo cuando no hay nadie cerca. Yuri, el mayordomo, está convencido de que se trata de un dotnovoi, unos duendes muy peludos que, según la tradición rusa, protegen la casa. Esto lo comenta muy bajito para que los micrófonos no le delaten como un supersticioso antisoviético.

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