Hoy caviar, mañana sardinas (33 page)

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Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas

BOOK: Hoy caviar, mañana sardinas
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Miré a los demás por si habían visto lo mismo que yo. Nadie parecía haberse dado cuenta, y en ese mismo momento decidí que no iba a tener más remedio que subir al tercer piso, al de Jack el Destripador o donde tienen su habitación los Darling, y hacer una discreta investigación. Era necesario averiguar a qué venía su repentino interés por la moda.

La verdad es que tenía que haberle pedido a una de las chicas que me acompañara. Pero como no lo hice, siempre quedaré en los anales de la familia como una exagerada. Hasta el día de hoy, todo el mundo piensa que le estoy añadiendo detalles ambientales a esta historia. No es verdad, las cosas ocurrieron tal como las voy a contar.

La tarde siguiente, aprovechando que era domingo y por tanto el día libre de los Darling, subí las escaleras descalza y deseando con todas mis fuerzas que no me delatara el crujir de algún escalón. Era más o menos al caer la tarde y la luz se filtraba por una de las ventanas. Avancé unos pasos más y lo primero que me sorprendió fue escuchar una música amortiguada pero aun así perfectamente reconocible: se trataba de la ópera Carmen. En cuanto identifiqué la música, empecé a hacerme mi particular película de terror: Darling estaba secretamente enamorado de mi hija Carmen, por eso le robaba los lazos de su vestido. Se trataba de un amor tortuoso, enfermizo, de ahí que se arriesgara a descalabrarse para fotografiarla con su vestido nuevo. ¿Y la sortija con una piedra roja que yo había visto en su meñique? ¿Qué significaba ese detalle? Tal vez se lo hubiera robado a mi hija, a ella le encantan las bisuterías a cuál más aparatosa y el rojo es su color favorito. Avancé unos metros más. Sonaba muy bella esa habanera que todo el mundo conoce: L'amour est enfant de Bohéme, il n'a jamáis, jamáis connu de loi... y mientras tanto yo ensayaba mentalmente mi discurso,
«Darling —pensaba decirle—, lo siento mucho, Darling. Comprenderá que no se trata de cuestionar su profesionalidad, esa que usted adquirió con mistress Onassis, pero...»

... si tu no m'aimes pas, je t'aime...

«... lo podemos pactar usted y yo —continué diciendo para mis adentros—. Ni siquiera su mujer tiene por qué enterarse del verdadero motivo por el que lo voy a despedir.»

... si je t'aime prends garde a toi...

«Diremos que ha sido por "diferencias irreconciliables", eso siempre queda bien, y es a la vez muy aséptico, ¿qué le parece?»

A medida que iba avanzando, sonaba más fuerte la música y pude oír a continuación cómo entraba el coro acompañando a la solista para volver a entonar el estribillo: L'amour est enfant etcétera. La verdad es que, a pesar de lo desagradable del momento y de lo mucho que me latía el corazón, debo reconocer que aquella música me envolvía, me arrastraba.

—¿Darling? —dije al acercarme a la puerta—. Helio, Darling?

Si no hubiera estado tan nerviosa, seguro que me habría reído de mí misma: allí estaba, a punto de entrar en la habitación del mucamo y llamándolo darling, es decir,
«cariño»
, como en un vodevil de cuarta. En fin, me dije, adelante, Bimba, tenes que proteger a la familia, como siempre, y abrí la puerta de una vez.

... Si tu ne m'aimes pas je t'aime, si tu ne m'aimes pas...

Sin llamar, empuño el pomo, la puerta cede, abro de pronto y entonces...

—¡Darling! ¿Es usted?

Sí. Era él. Él con su pelo rojo y su bigote del mismo color, él con su aire marcial de lancero de Bengala y... con los ojos pintados como Lola la Piconera, al tiempo que agitaba un abanico a lo Estrellita Castro. Era, en efecto, Darling vestido de gitana con peineta y mantilla. Con zapatos de tafilete y manejando con mucho arte su mantón de Manila. Mientras que, metros más allá, al fondo de la estancia, su mujer ataviada con una chaquetilla militar con entorchados, kepis... y desnuda de cintura para abajo, inmortalizaba toda la escena utilizando la misma cámara con la que yo había visto a su marido días atrás retratar a mi Carmen. Debo confesar que, en ese momento y a pesar de lo insólito de la escena, fui consciente de la música y sobre todo de la letra: Si je t'aime, rezaba la canción, si je t'aime prends garde á toi.

Hasta el día de hoy no sé qué fue primero, si el huevo o la gallina. Ignoro si los artilugios de fotografía estaban allí antes de la llegada de los Darling y, al encontrarlos, comenzaron a valerse de ellos para sus juegos eróticos privados y de travestismo. O tal vez no, tal vez eran ellos los propietarios de todo aquel material y, desde mucho antes de que nosotros llegáramos a la casa, entretenían así las largas y oscuras horas de domingo. Ignoro también cómo, después de gritar ¡darling! al más puro estilo teatral, aún tuve aplomo suficiente para que no me temblara la voz al señalarles la puerta y pedirles que abandonaran la casa con la mayor brevedad. Lo que sí sé, en cambio, es lo que dijo Luis cuando le conté la escenita. No dijo
«Elemental, querido Watson»
, pero casi. Según él, toda la historia tenía su aplastante lógica. Los Darling habían trabajado antes con la primera señora Onassis, y la casa aún estaba llena de fotos de su antiguo marido, al que adoraba. A su vez, el gran amor de Aristóteles Onassis había sido María Callas. Seguramente fue allí donde los Darling empezaron a jugar a los fantasmas, y a representar las óperas Aida, La Traviata, Carmen, todo el repertorio de la Callas. Yo era muy escéptica al respecto, pero Luis insistía en que la explicación era ésa. Pero entonces —reflexionaba yo— ¿jugarían también a que eran Onassis y Jackie en pelotas? Y si es así, ¿quién haría el papel del uno y el del otro?

Yo estaba muy impresionada y hubiera preferido dar parte a Scotland Yard, pero Luis dijo que no, que a lo peor algún periodista entrometido se enteraba de la anécdota y al ministerio no le iba a gustar nada que trascendiera. Al final le hice caso y no llamé a nadie. Tampoco me he atrevido a contarlo por ahí, pero desde ese día, cada vez que oigo la voz de María Callas (y no digamos ya si canta Carmen) se me escapa un
«¡darling!»
.

STEAK AND KIDNEY PIE CON UN TOQUE EXÓTICO

Pese a la precipitada marcha de los Darling, nuestra madre aún tuvo tiempo de aprender esta buena receta de uno de los platos más clásicos de la cocina inglesa. Se trata del típico steak and kidney pie pero con un toque de curry y es ideal para días fríos.

Ingredientes

(para cuatro personas)

600 g de carne de añojo

250 g de hígado

2 cebollas pequeñas picadas finitas

250 g de champiñones pequeños

130 g de harina

2 cucharadas de aceite

1 cucharada de salsa Worcester

125 ml de vino tinto

125 ml de caldo

un pellizco de curry

2 hojas de laurel

250 g de masa de hojaldre congelada

1 yema de huevo

1 cucharada de nata para cocinar

PREPARACIÓN

Limpiar bien los riñones y trocearlos en dados junto con la carne.

Dorar la cebolla picada en una sartén. Cuando ya esté, retirarla y poner la carne y los riñones. Dorar y reservar.

Volver a poner la cebolla en la sartén. Añadir la harina poco a poco para que no se formen grumos. Después, agregar los champiñones, la salsa Worcester y el curry disuelto en un poco de caldo.

Poco a poco, incorporar el vino y el resto del caldo. Añadir las hojas de laurel. Dejar que hierva a fuego lento durante una hora.

Retirar y dejar enfriar. Quitar las hojas de laurel. Poner la carne en una fuente de horno. Una vez descongelada la masa, estirarla para hacer una tapa con la que cubrir el pastel. Mezclar las yemas y la nata y pintar la superficie de la masa con la mezcla.

Cocer en la parte inferior del horno precalentado y dejar a fuego medio 10 minutos, hasta que la masa esté cocida y dorada por encima.

Servir con verduras.

UNA DE FANTASMAS

Cuanto más tiempo llevo en Inglaterra, más de acuerdo estoy con Asterix el galo: ¡están locos, estos ingleses! Y como están locos, hay que ver lo difícil que resulta entenderlos y no meter la pata. Por ejemplo, una de las primeras cosas que aprendí aquí es que es muy importante conocer todos los don'ts. Los don'ts, como su propio nombre indica, son todas las cosas que uno no debe hacer bajo ningún concepto. No se debe —y agárrense a la brocha— contestar a preguntas tan normales y corrientes como ¿cómo está usted?, how do you do? Cree uno que lo educado es contestar. Craso error. En la buena sociedad inglesa no se explaya uno diciendo
«Muy bien, gracias, aunque ahora que usted lo menciona estoy algo acatarrada, etcétera»
. No, de ninguna manera, a nadie le importa si está usted acatarrada o no. A un how do you do se contesta sólo con otro how do you do, eso es lo correcto y lo demás una vulgaridad imperdonable. Otro don't es, por ejemplo, hablar en la mesa con quien a uno le apetece. Lo preceptivo es hacerlo durante el primer plato con la persona que esté sentada a su derecha. Al llegar el segundo plato se debe uno volver irremediablemente hacia su vecino de la izquierda aunque esté en plena discusión o deje al interlocutor de la derecha literalmente in medias res cuando le estaba contando cómo su querido padre había sido víctima de un accidente mortal; no importa, media vuelta y al otro lado. Tampoco está permitido fumar hasta que el anfitrión toasts the Queen, que no quiere decir
«tostar a la Reina»
(que literalmente también), sino, en el caso que nos ocupa, hacer un brindis. Pero los don'ts más pesados son los que tienen que ver con las cosas de las que se puede y de las que no se puede hablar. Tradicionalmente, hay tres temas de conversación tabú en Inglaterra y más aún si se trata de diplomáticos: el primero es la religión, el segundo es la política y el tercero es el sexo. En realidad, no está tan prohibido hablar de sexo como de sentimientos, diría yo. Porque así como he escuchado a más de un elegante conde o duque hablar de lo que él llamaba naughty things, cosas traviesas, jamás he oído a un inglés hablar de algo relacionado con lo que siente o ama. Curioso realmente, porque la mayoría de las conversaciones comienzan con un
«Yo siento»
o un
«yo quiero»

«I feel»
o
«I love»
—, pero aquí, para ser honestos, por lo único que está bien manifestar afecto es por los animales o los jardines. Manifestar amor por las personas se considera too emotional, o too latín, que en román paladino viene a querer decir que es cursi o sentimentaloide.

Visto lo visto, ahora comprendo por qué se habla aquí tanto del tiempo: es de lo poco que se puede hablar sin sonar too personal, otro pecado imperdonable eso de ser demasiado personal. Sin embargo, yo acabo de descubrir un tema de conversación perfecto. Teniendo en cuenta que no soy experta en jardines ni en caballos, gatos y perros, que son los temas que quedan libres si exceptuamos el de la climatología, ya lo tengo decidido: de ahora en adelante me dedicaré a hablar de fantasmas. Sí, a los ingleses les encanta hablar de espíritus y apariciones. El tema lo descubrí un día que me tocó en una cena sentarme a la izquierda de un viejo coronel de caballería. Después de estirar al máximo mis conocimientos equinos (Sí, me encanta Ascot. Sí, en Uruguay hay más caballos españoles que árabes. No, nunca he ido al Derby), afortunadamente entró en nuestra conversación Freddy. Por lo visto, el tal Freddy fue un soldado del rey que allá por 1560 se cayó de un caballo español y se rompió la crisma. Desde entonces vaga cual alma en pena por las caballerizas de los Royal No Sé Cuántos, esto es, el cuartel de mi amigo el coronel. Cuando el salmón suprime sobre cuna de spinach feuilleté del segundo plato nos separó haciendo que dejara al coronel con Freddy en la boca para hablar con mi vecino de la izquierda, aproveché para preguntarle a éste a bocajarro:
«¿Cree usted en fantasmas?»
. Y éxito total, mister Dumpling, que así se llamaba el agente de bolsa que me tocó a la izquierda, tenía como espíritu a madame Fernand, que vagaba por su casa de campo, en Yorkshire. Al parecer, la buena señora era una emigrée de la Revolución Francesa que murió emparedada en el sótano de la casa que ahora es de mister Dumpling.

Desde ese día he aprendido que todos los ingleses, no importa su sexo, clase social o religión, creen en fantasmas. Además, esto de los espíritus es una cuestión de prestigio: quien no fue a un colegio con fantasma, o no tiene una casa con espíritus, o ni siquiera cuenta con una
«presencia»
en su salita de estar, es un don nadie, un paria, en este país de tantas castas. Una vez hecho mi descubrimiento, todo ha sido coser y cantar. Cuando quiero congraciarme con mi profesora de inglés, por ejemplo, cuando quiero que el carnicero me venda los filetes más baratos o que mi peluquera no me haga un desaguisado en el flequillo, yo invoco a los espíritus.

OTRA DE FANTASMAS

Todo esto que cuento me iba ser de lo más útil en nuestra visita a B., adonde fuimos Luis y yo en compañía de Dolores. B. es el castillo de los duques de E, allá en la frontera con Escocia, cerca de la Muralla de Adriano. Según las guías turísticas, B. es el tercer castillo habitado más grande del Reino Unido y la cuna de la familia E, que llegó a las Islas Británicas nada menos que en 1066, es decir, de la mano del mismísimo Guillermo el Conquistador. Su fortuna actual se estima en unos seiscientos millones de libras. Sin embargo, según rezan también las guías turísticas, hace poco el duque se dio cuenta de que el castillo era demasiado costoso de mantener y, a pesar de que, desde hace años, se visita como centro turístico, consideró que su situación financiera lo obligaba a cerrarlo. Entonces los habitantes del lugar fueron a hablar con él y le dijeron que no podían permitir de ninguna manera que su castillo ancestral fuera cerrado y que todo el pueblo se comprometía a colaborar con los trabajos que hiciera falta de forma gratuita. De este modo, resulta, según leo aquí, que ahora la que hace las camas ducales es la farmacéutica; el té lo sirve la dependienta de la tienda de ultramarinos; las caballerizas las atiende el dentista, mientras que el pedicuro se ocupa del jardín.

La amistad de Dolores con el hijo mayor de los E data de hace unos años, cuando aún vivíamos en Moscú y, a pesar de que Charles es un poco, digamos, particular, han continuado en contacto desde entonces.

La llegada a B. fue de lo más espectacular. Como era otoño, todo el paisaje estaba teñido de rojos, amarillos, granates, y el aire era glacial. El castillo no puede ser más impresionante. Murallas de piedra sobre las que revolotean los buitres, foso con puente levadizo, torre central. Pero lo que más me sorprendió fue ver que, en cada una de las almenas, había un soldado con armadura de aspecto bastante amenazador. Ahora es fácil deducir que se trata de maniquíes, pero me imagino la impresión que haría en otros tiempos menos pacíficos a quien se acercara a sus murallas. También éstas son oscuras e inexpugnables, con ese aspecto que sólo se logra después del paso de los siglos y tras soportar varios asedios. Total y en resumen que, con tal panorama se imagina uno que en cualquier momento va a aparecer el espectro de Macbeth o, peor aún, de su señora con las manos teñidas de sangre y recitando aquello de:
«Fuera maldita mancha, fuera te digo...»
. Por descontado, yo tenía ya preparada mi amable pregunta de siempre para conversar con los ingleses:
«Dígame: ¿cree usted en los fantasmas?»
, pero realmente la pregunta parecía un tanto redundante en semejante lugar.

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