Hoy caviar, mañana sardinas (36 page)

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Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas

BOOK: Hoy caviar, mañana sardinas
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—¿De veras que están tan peleados lady Di y su padre? —le pregunté a mi amigo, el embajador de Bolivia.

—Sí —continuó él—. Y a lord Spencer, que ya no sabe qué hacer para mejorar la situación, se le ha ocurrido venir hoy a palacio. Los lores y los caballeros de la Orden Británica tienen la prerrogativa de poder presenciar las recepciones reales como espectadores, si lo desean, por eso están aquí Ringo y Michael Caine. Hay un estrado reservado para ellos en la sala del besamanos. Ya verás cuando entremos allí, comprobarás que se trata de una habitación cuadrada, que tiene un palco en el piso superior. Nosotros nos situaremos abajo, en fila, esperando la comitiva real, y ellos tomarán su lugar arriba. La esperanza de lord Spencer (esto lo sé porque tenemos el mismo dentista que mientras me tortura habla muchísimo) es que su hija, al verlo allí y estando en presencia de tanta gente, incluida la Reina y toda la familia, no tenga más remedio que saludarlo, pobre hombre.

Olvidé por un momento las palabras del embajador de Bolivia porque otra vez llegaban hasta mí aquellos efluvios culinarios que he mencionado antes. Olía, lo juro, a coles de Bruselas. Y por muy de Bruselas que sean las coles, ya se sabe que igual, igual que el repollo. Este detalle se lo comentaré a Luis en cuanto salgamos de aquí. Con la lata que da él para que la casa no huela nunca a cocina: que si es un horror, que si da muy mala impresión, que si... A partir de ahora ya tengo mi coartada perfecta. Que lo sepa el mundo entero y en especial todas las abnegadas amas de casa que luchamos con denuedo contra este viejo problema: Buckingham Palace huele a repollo.

A continuación entramos en la sala rectangular y, tal como me había anticipado el embajador de Bolivia, nos fuimos distribuyendo alrededor de todo el perímetro. Frente a nosotros, y a una cierta altura, estaba el palco reservado para los lores. En él no vi a Caine ni el cuarto de los Beatles, sólo había dos personas: lord y lady Spencer. Ella, mayestática con su amplio traje berenjena, y lord Spencer, un tanto encorvado, vencido, como si le pesaran demasiado las condecoraciones y medallas que llevaba en la pechera. Sentí pena por aquel hombre, se le veía amoratado (¿será verdad que bebe mucho?), empequeñecido y como si estuviera haciendo un gran esfuerzo. De vez en cuando, sacaba un pañuelo y se secaba la frente. Pero a lady Spencer no le debía gustar nada el gesto porque lo miraba con unos ojos (casi) tan acerados como los de mistress Thatcher, y él guardaba su pañuelo como un niño a quien han pillado en falta. A las ocho en punto, con todos los relojes de palacio dando las campanadas en distintos tonos de carillón, se abrió la puerta y entró la familia real. Delante iba la Reina y, entre ella y el duque de Edimburgo, dos señoras idénticas a su soberana.

—¿Quiénes son? —pregunté discretamente al embajador de Bolivia.

—Cada miembro de la familia real —me explicó él— viene seguido por dos personas de su total confianza. Nunca he visto que hagan o digan algo, pero están siempre ahí.

La fila real continuaba con el príncipe Felipe y sus acólitos, que eran lo más parecidos a él que la naturaleza permite, es decir, no mucho. Lo digo porque el duque de Edimburgo es de los hombres más guapos que he visto nunca y no debe de ser fácil encontrar clones suyos por ahí. Después venía el príncipe de Gales seguido de sus dobles (dos tipos bastante orejudos) y a continuación lady Di, flanqueada por una dama que, desde luego, no se parecía nada a ella porque era bajita, gruesa y de mediana edad. Se ve que, como apenas lleva unos años de princesa, todavía no ha dado tiempo a que se produzca el curioso efecto de mimesis. Con el fin de amenizar el paso de la comitiva, comenzó a tocar la orquesta. Era una orquesta elegantísima en la que la mitad de los músicos iban vestidos de escoceses y la otra de frac. Pero lo que más me sorprendió (con ser ya bastante chocante) no es que el violonchelista vistiera peligrosamente un kilt, sino la música que interpretaban. No era Beethoven ni Mozart, no, ni siquiera Andrew Lloyd Webber o los Beatles en versión sinfónica, sino... la banda sonora de la película Mary Poppins. Así, mientras la Reina comenzaba a saludar inclinando la cabeza de forma que hacía destellar su diadema de diamantes, todos sus movimientos se acompasaban con los acordes de supercalifragilístico espialidoso o de chintchimeny chirnchimeny. La siguiente cosa que me llamó la atención fue que en estas audiencias su majestad no malgasta el tiempo utilizando ni una mísera neurona. Lo que quiero decir es que, a cada persona que saluda, le pregunta exactamente lo mismo:
«How do you do? Do you like London?»
. Y la frase ya casi parece un mantra:
«How do you do? Do you like London? Chirnchimeny chirnchimeny...»
. El duque de Edimburgo no es mucho más original que ella aunque —según me sopló también el embajador de Bolivia—, como le gustan mucho las señoras, una señal clarísima de que alguien es de su agrado es que se salga mínimamente del guión. Ya se estaban acercando. Ya oía yo muy nítidamente sus Do you like London? cuando me dio por mirar una vez más hacia arriba para ver qué hacían los Spencer. Ella continuaba imperturbable y erguida, con la vista fija en su hijastra, la princesa Diana. Él, por su parte, también tenía puesta en ella la mirada, pero de un modo muy diferente, casi suplicante. Sonreía apocadamente y, cada tanto, saludaba con su pañuelito con un gesto igualmente tímido. Lady Di en ningún momento miró hacia allá. Me desentendí de ellos porque la comitiva estaba llegando hasta nosotros. La Reina me saludó, también el duque de Edimburgo me dio la mano, y después del ritual
«Howdoyoudo doyoulikelondon?»
me preguntó cuánto hacía que había llegado a Inglaterra e incluso inquirió si no me parecía que estaba haciendo demasiado calor para esta época del año. Toda esta imprevista retahíla fuera del guión hizo, naturalmente, que las otras embajadoras (y algún embajador también) me miraran con recelo. Más aún cuando el duque retuvo mi mano unos segundos más de lo protocolario. Estaba yo, para qué negarlo, en una nube y por esta razón no pude oír lo que el príncipe de Gales les estaba diciendo a mis hijas. Se había detenido ante ellas cuando el maestro de ceremonias anunció a
«Miss Carmen and miss Dolores Posadas from Uruguay»
, y según parece se demoró delante de ellas incluso más tiempo que el duque de Edimburgo ante mí. Como digo, yo no oí lo que les decía, pero sí pude ver la cara que pusieron tanto Carmen como Dolores, de extrañada sorpresa.

Poco a poco fue desfilando el resto de la comitiva. La princesa Diana me pareció muy sonriente y cálida; no me extraña que digan que puede llegar a convertirse en un personaje de gran carisma. No sé, habrá que verlo, pero por lo menos ella no entona el proverbial
«How do you dooo»
, etcétera. Al contrario, ella parecía interesarse por la persona que tenía delante y sonreía todo el tiempo. Sonreía a diestro y siniestro, a los importantes y a los más humildes, en todas las direcciones salvo en la dirección de su padre, allá arriba, con el pañuelito. Pasó después la princesa Ana con sus damas clónicas, las tres con un aire muy equino. Y, como aún faltaba un buen rato para que la comitiva real terminara de saludar a los invitados del lado opuesto del salón, el embajador de Bolivia y yo nos dedicamos a especular sobre qué pasaría cuando lady Di llegase a donde estaban los Spencer. ¿Qué haría? ¿Saludaría a su padre o seguiría sonriendo en todas las direcciones excepto en ésa? ¿Se atrevería a hacerle un feo tan grande delante de todo el mundo? Tanto el embajador de Bolivia como yo pensamos que no tendría más remedio que hacer un gesto de reconciliación; sería muy cruel humillarlo delante de todo el cuerpo diplomático y de toda la familia real.

La comitiva, con la Reina a la cabeza, se aproximaba ya al palco de los Spencer. Sonaba Mary Poppins, en esta ocasión eran los aires de Vamos a volar una cometa los que acompañaban los pasos reales. Llegado el momento, la Reina miró hacia arriba y saludó muy atenta. Otro tanto hizo el duque de Edimburgo. En cuanto al príncipe Carlos, estuvo especialmente afectuoso en su saludo, incluso le dedicó a lady Spencer una especie de venia con dos dedos. Ella, en su traje berenjena, se esponjó como una gallina de Guinea. Llegó por fin la princesa, pero parecía muy concentrada en sus saludos protocolarios, incluso se detuvo mucho rato con una embajadora y parecía preguntarle por detalles de su traje regional, por el pañuelo que llevaba en la cabeza, por las cintas de su corpiño.. La dama gordita que la escoltaba le dijo algo al oído, e incluso le tironeó un poco de la manga señalando en dirección a los Spencer. Ahora comprendía yo la misión de los acólitos. Su cometido era ser como el tercer ojo de cada uno de los miembros de la familia real, hacerles notar lo que, por descuido, se les había pasado por alto. Era muy improbable que lady Di no hubiera visto en todo ese tiempo a su pobre padre con el pañuelito, pero aun así el tercer ojo le hizo señas, primero sutiles, luego casi desesperadas. No sirvió de nada. Sonriendo a diestro y siniestro con la profesionalidad de un político en campaña electoral, alabando de esta embajadora su traje, de aquel embajador su condecoración, del de más allá su chaleco, la bella princesa pasó derrochando glamour por delante de su padre sin mirarlo. Mientras tanto él, allá arriba en su palco, sonreía frenéticamente, saludando con las manos extendidas...

Acto seguido, sin esperar a que la Reina abandonara la sala, lady Spencer cogió a su marido del brazo y literalmente lo arrastró hacia la puerta. Se lo llevó en volandas, con tanta premura que estoy dispuesta a jurar que perdió en el camino dos o tres de las condecoraciones que tan tristemente colgaban de su frac. Nos quedamos todos helados. No sólo por la escena que estábamos presenciando, sino, sobre todo, porque como ya he podido comprobar en otras ocasiones, la música ambiental tiene siempre un punto de sarcasmo. Mientras ocurría todo esto, la orquesta, imperturbable, continuaba interpretando la banda de Mary Poppins. ¿Y qué tocaba en esta ocasión? Era Con un poco de azúcar esa píldora que os dan... Pobre lord Spencer, ni con diez toneladas de azúcar creo yo que podrá digerir semejante píldora amarga.

—Imperdonable —opinó Luis, no bien estuvimos en el coche camino de casa—; lo que esa chica le ha hecho a su padre en público ha sido cruel. Si es así de rencorosa con su propio padre, ¿de qué será capaz dentro de unos años?

Yo dije que a mí me había parecido muy agradable porque no era tan tiesa como el resto de la familia real, pero Luis insistía en que una cosa es el carisma y otra la caridad, y que las dos no van juntas muy a menudo. Luego la conversación pasó a otros miembros de la familia. Luis dijo que a él la que más le había impresionado era la Reina, una mujer fría tal vez y encerrada en sus viejas tradiciones, pero con un innegable sentido del deber. Yo dije que mi favorito era el duque de Edimburgo. Lo dije así, muy nonchalant, que dicen acá. Y, para que no se me viera demasiado el plumero les pregunté a las chicas:

—Bueno, y ustedes sí que estuvieron hablando bastante con el príncipe Carlos. ¿Qué les pareció? ¿Tiene carisma como lady Di? ¿O sentido de Estado como la Reina? ¿O atractivo personal como su padre?

—Lo que tiene es la gracia donde las abejas —dijo Carmen, mientras que Dolores opinó que era un perfecto guarango.

—¿A que no sabes lo que nos dijo cuando se paró delante de nosotras? —añadió furiosa—. No lo adivinarías ni en un siglo, vaya sentido de la diplomacia que tiene ése, vaya cretino, vaya...

—Pero ¿qué dijo? —insistíamos su padre y yo hasta que por fin nos contaron la escena.

—Resulta —comenzó a contar Carmen— que de pronto se nos acerca él con aire de seductor de los años cuarenta, jugueteando con los gemelos de su camisa como siempre hace, y, después de preguntar eso tan original de
«How do you do»
y
«Do you like Londón»
...

—Sí —la interrumpió Dolores—, después de tan gran esfuerzo mental debió de pensar:
«Voy a salirme un poco del guión preguntando algo realmente novedoso»
, y dijo:
«¿Y de qué país son?»
.


«De Uruguay»
, contestamos nosotras —siguió Carmen—.
«Venimos de Uruguay»
...

—Y entonces —apuntó Dolores, nunca las había visto tan sincronizadas, a estas hijas mías—, supongo que para demostrarnos que sabía geografía y biología y ganadería todo al mismo tiempo, ¿qué crees que se le ocurrió decirnos, al muy ingenioso? Pues resulta que bajó la voz, se acarició los gemelos con aire irónico, rió y dijo:
«Jow, jow, jow, de Uruguay, ¿eh? ¡En ese caso, vosotras sois las verdaderas Beefeaters! »
. Y con otro job, job como los de Papá Noel cuando habla con los niños en los grandes almacenes, siguió de largo para saludar al embajador de Afganistán. Seguramente se creerá muy gracioso, el muy gilipollas.

—Y lo peor viene luego —continuó Carmen—. Como después de aquello debió de creerse que estaba en racha, tras preguntarle al embajador de Afganistán de dónde era, va y le dice:
«¡Ah! Si ellas son del país de los Beefeaters, usted es del país de los comedores de opio. Jow, jow, jow»
.
«¿Su alteza lo ha probado esta noche?»
, le contestó el embajador con la misma rapidez que podía haberse sacado del traje regional afgano una faca o algo así. Menos más que allí estaban los acólitos para solucionar la cosa: uno de esos dos clones suyos que lo acompañaban cogió suavemente al príncipe por el codo y lo empujó hacia delante, hacia el siguiente embajador.

—Que era el de China —añadió Dolores prosiguiendo la narración—, lo que fue una suerte, porque como los chinos hacen gala de no hablar ni papa de inglés, da igual la bordería que le dijera.

Yo estaba ojiplática, no podía creerlo y dije que lo más probable era que el que estaba con dos Beefeaters de más era el príncipe. Luis lo negó:

—No, el príncipe es casi abstemio. —Y luego, como adora los protocolos y esas cosas tan encorsetadas, añadió—: Es muy interesante. ¿Veis ahora para qué se inventó el
«How do you do? Do you like London?»
. Precisamente para que no exista nunca la posibilidad de decir inconveniencias. El secreto está en no salirse del guión; es aburrido pero también muy eficaz.

Por supuesto, ni las chicas ni yo estábamos de acuerdo y empezamos a debatir. Carmen dijo que con semejante tipo como heredero, no se podía cumplir aquella profecía del rey Faruk según la cual, en el siglo XXI no habría en el mundo más reyes que el de Inglaterra y los cuatro de la baraja. Dolores, por su parte, opinó que no hacía falta esperar tanto, que en su escuela de arte ya había tres o cuatro artistas republicanos. Y yo, olvidándome un poco del príncipe Carlos y de sus inconveniencias, empecé a pensar en ella, en lady Di. ¿Cómo sería esa reina del siglo XXI? Su simpatía y cariño con la gente me había parecido excepcional, muy lejos de la apolillada rigidez del resto de los miembros de la familia real, pero en cambio, la actitud que tuvo con su padre...

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