Read Hoy caviar, mañana sardinas Online
Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas
—Pequeños accidentes laborales que ocurren —me dijo con una suave sonrisa—. A mí también me ha pasado alguna vez. So, don't worry, mistress Pilladas.
Al día siguiente de su semistriptease en Buckingham Palace, nuestra madre anotó en su cuaderno la receta de los scons que le había dado lady Marsch el día que vino a casa para instruirla sobre cómo debía comportarse ante la Reina.
Llamó a la receta Scons a la Marsch y a todos nos gustó mucho el resultado. Sin embargo, como nosotros estamos siempre experimentando con las recetas, una de las veces ensayamos poniéndole unos granos de anís. Los scons quedaron muy bien, pero esta variación modificaba la fórmula convencional y por tanto requería otro nombre. Dolores dijo que por qué no llamarlos Petticoat scons, en recuerdo de nuestra madre enseñando su ropa interior en Buckingham Palace, pero a veces el sentido del humor de mamá no llega tan lejos. Por eso tuvimos que pensar en un segundo nombre, y se nos ocurrió uno inspirado en esa manía tan inglesa (de la que hasta la Reina participa) de reinventarles a los extranjeros sus nombres o apellidos. La hemos llamado:
SCONS MISTRESS PILLADAS
Ingredientes
2 tazas de harina
2 cucharadas de levadura
1 huevo
100 g de mantequilla
1 cucharada de azúcar
1 taza de leche
una pizca de sal
anís en grano
PREPARACIÓN
Mezclar la harina, la levadura y la sal en un recipiente. Agregar la mantequilla bien fría y rallada.
Batir el huevo y mezclarlo con la leche. Hacer un hueco en la mezcla en forma de cráter. Verter en él el huevo, la leche y los granos de anís. Incorporar la harina empezando por el centro y siguiendo por el exterior. La masa debe quedar blanda pero sin grumos. Luego amasar sobre una mesa, con cuidado de que no se agriete. Con un rodillo estirarla en una capa de un centímetro de espesor. Con un vaso cortar la masa en redondeles. Luego ponerlos en una fuente enharinada y cocerlos en el horno precalentado a 200° C durante 15 minutos. Deben quedar dorados.
Pero no todo iba a ser tan fácil como hacer scons. Uno de los primeros problemas a los que tuvo que enfrentarse nuestra madre, una vez superada la ceremonia de presentación de credenciales, fue pintar y redecorar una casa que, como ya se apuntaba más arriba, dejaba mucho que desear. En su cuaderno ella lo cuenta así:
MARÍA CALLAS EN EL DESVÁN
Aquí estoy, lista para ponerme al frente de Fosadas Family Builders Inc. e intentar arreglar un poco la embajada. Mucho me temo, una vez hecha la primera inspección del estado del edificio, que no voy a tener más remedio que poner en marcha todos los recursos humanos de esta familia para que la casa renazca de sus cenizas. Como ya dije antes, se trata de un edificio lindísimo del siglo XIX. Una casa de ladrillo rojo con sus bay windows, sus tres plantas enormes y un jardín espléndido. Sin embargo, el piso de arriba, por ejemplo, debe de estar deshabitado desde los tiempos de Jack el Destripador, como mínimo. En fin, no sólo parece que en esta planta no haya vivido nadie desde entonces, sino que tiene uno la sensación de que, al abrir alguna de las puertas que se alinean a lo largo del descansillo, se va a encontrar a las pobres víctimas de Jack colgadas del techo de un gancho jamonero. Supongo que alguno de los antiguos moradores de la casa debía dedicarse a la fotografía artística versión tenebrosa o algo así, porque, en uno de los cuartos de la izquierda (cerca del que ocupan los Darling, por cierto) hay unos rollos con telones de fondo pintados con figuras de lo más lúgubres. También hay unas siluetas humanas recortadas en cartón y unos enganches metálicos en forma de largas púas que, supongo, servían para colgar los decorados, pero que tienen un aspecto amenazador. Además, varias de las ventanas de este piso están cubiertas con trapos negros, abundan las bateas de revelado de distinto tamaño y otros artefactos que aún no sé si son elementos de tortura o accesorios de un laboratorio fotográfico. Éste es el problema de
«heredar»
casas: se encuentra uno con cada cosa... Le voy a decir a Dolores que eche un vistazo a todo lo que hay allá arriba. Ella es la artista de la familia, de modo que a ver qué se le ocurre que podamos hacer con este remedo de casa de Barba Azul o de gabinete del doctor Caligari.
Por cierto, Lolita está encantada. La acaban de aceptar en la Wimbledon School of Arts, justo el lugar que quería para estudiar escenografía de teatro. Se trata de una de las escuelas de arte más importantes del mundo y, aunque tiene que levantarse a las seis de la mañana para llegar a clase, oh, milagro de los milagros, no le importa hacerlo y salta de la cama cantando como una calandria. Yo, que tengo un concepto bohemio del arte y adoro la noche, me pregunto cómo acabarán siendo estos nuevos artistas tan madrugadores; un pelín burocráticos y funcionariales serán, digo yo, pero Dolores opina que no entiendo ni papa y que qué tendrá que ver una cosa con otra. A mí en todo caso me divierte mucho ver lo rápido que ha adoptado, por ejemplo, la forma de vestir de los artistas ingleses. Cada mañana a las seis sale ataviada con distintos modelos. Un día va con leggins y zapatos en punta como de trovador medieval a los que sólo les faltan los cascabeles. Otro, con unas medias de red rotas por cuatro sitios, pantalones de esquí y una chaqueta de cuero que parece roída por el mastín de los Baskerville. En ocasiones se pone pololos y un jersey de lana larguísimo, que le llega a las rodillas... Mucha variedad en el look, sí, pero hay dos elementos que no se quita ni para dormir: una especie de cuello de piel de comadreja al que llama the animal y un borsalino también muy raído. Es precisamente a Dolores a la que pienso poner al frente de la realización artística de Posadas Family Builders Inc. para que le dé los toques finales a la decoración y, como mano de obra no cualificada, a Carmen, y a quien esté por casa, incluidas sus niñas. Aquí ha de colaborar todo el mundo o la cosa no tendrá remedio. Claro que antes tengo que pintar el edificio de arriba abajo. Y para eso, y como es mucho trabajo, tengo pensado contratar una cuadrilla de búlgaros sin papeles. Espero fervientemente que de esto no se entere el Foreign Office (ni tampoco Luis). Me los ha recomendado la embajadora de Guinea-Conakry, que es muy simpática y también muy ahorrativa. Una vez en marcha la conexión búlgara, lo siguiente es elegir bien los colores. Una de las secretarias de la embajada, que lleva aquí desde los tiempos de Churchill, me dice que las casas inglesas deben estar pintadas de colores vivos. Nada de beige, fuera el blanco, abajo con el gris. Por lo visto, lo que prima por estas latitudes es el amarillo, el rosa, el verde y el azul eléctrico.
«Lógico —pienso yo—, en un país en el que se hace de noche a las tres de la tarde, o pinta uno de amarillo canario y rosa chicle o le da la depre.»
Elegí pues los colores, también los distintos tonos, más claros en las molduras, más oscuros en el rodapié, levemente diferentes en el techo que en las paredes, etcétera. Diez largas semanas más tarde, cuando ya empezaba a balbucear mis primeras palabras en búlgaro (qué remedio) y tras dos novenas a santa Sofía, conseguí al fin que se fueran los pintores. ¿El resultado? Aquí estoy ahora con el comedor pintado de verde, el salón de amarillo y el cuarto de estar de rosa. La verdad es que el salón tenía que ser verde, el comedor rosa y el cuarto de estar amarillo, pero bueno, qué se le va a hacer, lost in translation, como dicen acá. En cualquier caso, no pienso quejarme (sobre todo para que Luis no se entere de que contraté a unos ilegales) y de todas maneras se ve bastante lindo. Sin embargo, para que quede sensacional de verdad falta darle mi toque maestro. Consiste en recubrir las molduras de los frisos y las de los zócalos de una tenue capa de pan de oro. Muy tenue, muy fina, tanto que apenas se vea. Lo malo es que conseguir un efecto tan sutil es una trabajera del demonio. Hay que utilizar goma arábiga para fijar el pan de oro, que se rompe de sólo mirarlo, con lo carísimo que es, después hay que lijar, luego patinar, barnizar... Los decoradores cobran unas doscientas libras el metro por hacerlo, pero con mi supervisión y utilizando nuevas técnicas que Dolores ha aprendido en su colegio, seguro que nos queda de lo más bien. Además, Gervasio está por aquí de visita con las pirañas y así tenemos mano de obra extra. Las pirañas son dos amigos suyos de los tiempos del colegio que ganaron, su fama y nombre por razones obvias. Desde que eran chiquitos cada vez que aparecen por casa arrasan la nevera, asolan la despensa, esquilman la bodega... Emilio y Nacho están aquí para hacer no sé qué cursillo, pero son como de la familia, de modo que, en sus ratos libres, van a filetear en oro, como está mandado. Además, de este modo lograrán bajar el steak and kidney pie de Mrs Darling, que ya se les empieza a notar en la cintura. Por cierto, ahora que hablo de los Darling: tanto a ella como a él los encuentro raros últimamente, pero eso, como diría Scarlett O'Hara, ya lo pensaré mañana, ahora estoy muy ocupada. Posadas Family Builders Inc. funciona de la siguiente manera y tiene el siguiente organigrama: primero están las directoras artísticas, que en este caso somos Dolores y yo. Después está el obrero no cualificado (léase Carmen). Luego los eventuales, como Gervasio y sus pirañas, y también las miniaprendices, que son las hijas de Carmen, que se ocupan de traer y llevar cosas (sobre todo Coca-Colas a los sedientos trabajadores). Y por fin está el lector. El lector es Luis, claro. A él, como es un perfecto manazas y tiene el toque del rey Midas pero al revés —todo lo que toca lo convierte en polvo— le hemos buscado una actividad que le va mucho y de la que hemos disfrutado en otras ocasiones: igual que hacían en los conventos de clausura o en las fábricas de cigarros allá en Sevilla y en La Habana, Luis nos ameniza el trabajo leyendo en voz alta. Como estamos en Inglaterra y los trabajadores son de edades y tipos de lo más variopintos, ha decidido que, en esta ocasión, nos va a leer las aventuras de Sherlock Holmes.
El caso es que empezamos por el comedor e íbamos ya casi por la mitad de El mastín de los Baskerville cuando se produjo la primer baja laboral. Carmen dijo de pronto que durante dos días no iba a poder pintar, porque había tenido una catástrofe de vestuario.
—¿Y qué demonios es una catástrofe de vestuario? —preguntó Emilio-piraña mirando desde lo alto de la escalera hacia donde estaba Carmen.
Ésta llevaba en una mano un vestido lleno de lazos y en la cara una expresión de muy pocos amigos. Ni se dignó a contestarle, pero según me explicó luego a solas, el problema está en que la han invitado a una boda y necesita un vestido nuevo. Como es de ideas fijas y con esto del divorcio se ha vuelto muy ahorrativa, se le ocurrió llamar a su modista de toda la vida en Madrid, hacerle un dibujito así no más, en un papel cualquiera y mandárselo por correo con las medidas. Y claro, como en la vida no hay misterios, que diría mi abuela, el resultado es ahora ese cúmulo de lazos y volantes horribles que tiene en la mano. Pero lo peor es que, no contenta con el fiasco y como es así de cabezota, en vez de olvidarse del asunto y comprar otro vestido en cualquier boutique, se ha empeñado en arreglarlo ella misma porque, según dice, la tela es buenísima, le ha costado un platal y no piensa desaprovecharla. Se trata de tafetán azul recubierto de gasa negra, muy lindo, pero con tanto lazo y tanto crespón parece la cortina de un coche fúnebre, la verdad.
Según ella tenía una idea buenísima de cómo se podía reciclar el vestido, y lo que pensaba hacer era darse de baja como pintora, pero unirse al grupo de trabajadores con su caja de costura, de modo que, mientras unos pintaban, ella le iba a dar al hilo y a la aguja. Además, así no se perdía el final de El mastín de los Baskerville.
Ya estábamos por el tramo final del cuento, con Sherlock y Watson vagando por las marismas neblinosas en pos del mastín de marras, cuando ocurrió un incidente misterioso digno del propio Sherlock Holmes. Lo cierto es que, como ya he dicho, yo andaba un poco mosca desde hacía días con la actitud de los Darling. Los notaba fríos, reservados, glaciales, pero no le había dado mucha importancia al asunto. Pensaba que estaban molestos porque las pirañas —que cocinan como los ángeles, dicho sea de paso— se metían con demasiada frecuencia en su territorio a preparar este o aquel plato. De hecho, ya había recibido uno o dos comentarios tanto de mister como de mistress Darling al respecto. Siempre en su línea, las quejas comenzaban con una alusión a su antigua empleadora, Tina ex Onassis, ex Niarchos:
«Madame jamás hubiera permitido que unos invitados prepararan fondue de chocolate en la biblioteca...»
, o
«En casa de madame nunca habría ocurrido que alguien usara mi escurridor de verduras...»
, pero yo no les había hecho mucho caso y por eso —me imaginaba— se habían sumido en un silencio glacial. Un día, en que le pedí a mister Darling un vaso de agua con hielo, observé de refilón un extraño objeto que asomaba del bolsillo de su chaqueta. Como he perdido mucha vista últimamente (serán las brumas de Londres) no llegué a distinguir bien lo que podía ser aquello. Se parecía mucho a uno de los crespones del vestido de Carmen, sólo que con puntillas de otro color, algo así como un liguero rojo cardenal o, mejor dicho, morado obispo. Como siempre he tenido miedo a las rarezas de la gente que vive en casa, decidí prestar a Darling un poco más de atención de ahí en adelante. Quizá se tratara de un exceso de precaución por mi parte.
Posiblemente el mucamo, al ver que Carmen estaba desechando los lazos que le sobraban a su vestido, decidió recoger un par de ellos para que los aprovechara mistress Darling. Era un matrimonio austero en exceso, siempre se quejaba mucho de que malgastábamos el azúcar y cosas así (
«Mistress Onassis jamás habría puesto tres terrones en el té...»
). Olvidé pues el asunto del crespón, pero al día siguiente, al servirme Darling una taza de té, vi que lucía en el dedo meñique algo que parecía (maldita presbicia una vez más) un anillo con una piedra roja. Ese mismo día Carmen nos mostró su obra maestra terminada. De niña siempre sacaba unas notas pésimas en clase de labores, según ella porque, como es zurda, sus profesoras la acababan dejando por imposible, pero debo reconocer que esta vez se había esmerado. Había recortado el vestido eliminando no sólo los lazos y los volantes sino también las mangas. Así, se convirtió en un traje palabra de honor que se envolvía alrededor del cuerpo igual que uno se envuelve una toalla al salir de la ducha. Para evitar que tan precaria sujeción la dejara en paños menores delante de la Reina (y, no lo olvidemos, sería la segunda vez que la familia se dedicaba al striptease), había encontrado un buen recurso. Consistía en aprovechar uno de los volantes más anchos a modo de banda a la altura del pecho y luego anudarlo delante con una gran lazada. De esta forma le quedó un vestido estilo imperio bastante impressive que dicen por acá. Estábamos todos admirando su obra cuando de pronto ¿qué veo a través de las ventanas que dan al jardín? Al mismísimo mister Darling asomado tras un seto con una máquina de fotos profesional inmortalizando la escena. Vaya por Dios, primero guarda lazos y crespones en sus bolsillos, después usa sortijas en el meñique y ahora se dedica a fotografiar a Carmen.