Read Hoy caviar, mañana sardinas Online
Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas
Afortunadamente en ese momento Miguel Ángel nos llamó a la mesa. Cuando pasábamos al comedor le pregunté si estaba mejor y me dijo que sí, aunque seguía con mala cara. Tenía amarillo hasta el blanco de los ojos.
La mesa estaba divina, llena de flores, arreglada de forma que no se notara que éramos el número fatídico. Yo esperaba el siguiente desastre, pero la mousse de berenjenas que habíamos preparado de primero gustó mucho y la conversación por fin empezó a remontar con no sé qué tontería del festival de Eurovisión, que está muy de actualidad aunque yo no me entero de casi nada porque no tenemos tele.
En ese momento entró Miguel Ángel con el segundo plato, y se quedó parado un instante en el quicio de la puerta con una expresión desencajada. De pronto, dio un golpe con la mano libre contra la pared como buscando apoyo, y tras derribar un candelabro que había sobre una repisa y tambaleándose se volvió a la cocina. Todos nos quedamos helados y a una de las señoras se le escapó un gritito. A continuación oímos un estrépito terrible y un golpe sordo, como si hubiese caído un fardo. Luis y yo nos levantamos y corrimos hacia allí; en el office encontramos al mayordomo tirado en el suelo y los pollitos rellenos escurriéndose por la pared. Lo zarandeamos, pero no reaccionaba.
Le dije a la cocinera que se llevase de allí a los niños, que, como siempre que hay recepción, se habían quedado en la cocina a comer las sobras. Por suerte, había un médico entre los invitados, pero de nada sirvieron sus maniobras de reanimación. Le tomó el pulso a Miguel Ángel. Estaba muerto. Así, de repente. Como si le hubiese caído un rayo.
Todavía no puedo creerlo, un hombre joven, delante de nuestros propios ojos. Es verdad que parecía un poco indispuesto, pero no entiendo cómo no dijo nada. Quizá yo debería haberme dado cuenta. Quizá tendría que haberle dicho algo cuando lo vi tan amarillo. Todo lo que ha pasado es muy triste. Apenas cuarenta y cinco años, pobre Miguel Ángel. Ahora lo que me preocupa es cómo puede haberle afectado a los chicos. Mercedes estaba de lo más impresionada porque vio el momento en que se llevaba la mano al pecho y caía fulminado. Gervasio cree que ha sido un asesinato. Como Miguel Ángel era diabético, está convencido de que le han cambiado el contenido del
«frasquito con el que se pinchaba»
. El médico dice que es un caso claro de ataque al corazón.
Luis se ha ido con la ambulancia. Yo estoy agotada. Debería dormir, pero cierro los ojos y veo cómo se llevan al pobre hombre tapado con una sábana. También veo la cara de Miguel Ángel cuando el dichoso marqués de Araciel le dijo:
«Lo siento. Usted no tiene futuro»
. Y por último veo los pollitos rellenos escurriéndose por la pared de azulejos amarillos. Como mi vestido, precisamente amarillo. Precisamente TRECE pollitos rellenos.
Para no invocar el mal fario, en mi cuaderno no voy a apuntar la receta de los pollitos rellenos, pero sí la del pisco sour, que es deliciosa.
PISCO SOUR
Ingredientes
3 partes de pisco
1 parte de zumo de limón exprimido en el momento
azúcar al gusto
1 clara de huevo
hielo
PREPARACIÓN
Mezclar el pisco, el zumo de limón y el azúcar. Probar y rectificar de azúcar. Añadir el hielo y batir en una licuadora para que el hielo quede pilé. En el último momento agregar una clara de huevo y seguir batiendo. La variante con ron queda mejor con ron blanco, pero cuidado, hay quien dice que da mal fario.
Fueron pasando los años, el 68, el 69... Mis hermanos y yo crecíamos y cambiábamos de colegio. Al principio, los cuatro íbamos al Instituto Británico pero, en aquel entonces, este colegio sólo llegaba hasta los catorce años. Al cumplir esa edad mis padres me mandaron a Santa María del Camino, sin embargo, no me adapté demasiado bien. A pesar de que conservo de aquella época varias amigas, como estudiante fui un desastre. Aún guardo mi libreta de notas de entonces y, con ella en la mano, seguro que ni el marqués de Araciel hubiera podido adivinar que mi futuro iba a ser otra cosa que catastrófico. Véase una muestra: matemáticas, 1,7; lengua, 2,5; literatura, 1,3, y así. Uno de estos días voy a enmarcar todo esto junto con la portada de alguna de mis novelas traducidas al chino, por ejemplo, para que se vea de qué bajuras vengo. Por supuesto no era culpa del colegio, cada niño se adapta bien a unos y mal a otros, pero lo cierto es que yo supliqué a mis padres que me sacaran de allí. Por aquel entonces, tenía catorce años, ya era irredenta lectora, aunque no precisamente de improving books, como dicen los ingleses, sino de novelas románticas y, sobre todo de los libros de Enid Blyton. Me encantaban las historias de las mellizas y devoraba sus aventuras en Torres de Mallory, Las mellizas en Sarita Clara, y toda la colección. Por eso, aunque yo nunca había ido a colegio de monjas, imaginé que si me mandaban interna a Inglaterra iba ser mucho más feliz y después de muchas súplicas conseguí que me apuntaran a un convento llamado St Juliana's. Allí no sólo empecé a sacar mejores notas, sino que conseguí superar bastante mi inveterada timidez. Dos años más tarde, cuando ya estábamos las tres hermanas en St Juliana's, me volví hippy. Bueno, no exactamente hippy por las costumbres, pero sí por la vestimenta, algo que, en la España de aquella época, cantaba bastante. Como todos los tímidos que tienen su punto de exhibicionismo y acaban sobreactuando de forma estrepitosa, yo me paseaba por Madrid de la siguiente guisa: minifalda minúscula, gafas de sol enormes tras las que se escondían unas larguísimas pestañas postizas y unas pequitas falsas pintadas con lápiz negro y, coronando todo aquello, una peluca pelirroja. En resumen, y para que se hagan una idea, era una versión fashion de Pipi Calzaslargas.
Eran los tiempos de Rain Tears, de Je t'aime, moi non plus, de Hey, Jude. Eran también los tiempos de los guateques en los que, según se contaba, los chicos echaban en la bebida de las chicas una sustancia misteriosa llamada clorhidrato de yumbina o una centramina cuyos efectos, si he de ser sincera, jamás noté. El guateque, que solía tener lugar en casas particulares, empezaba de lo más formal, con los chicos a un lado y las chicas a otro. Poco a poco, con yumbina o sin yumbina, las luces bajaban de intensidad de modo que, para cuando empezaban a sonar los
«lentos»
tipo Michelle o aquella canción de Víctor Manuel que a mí me encantaba, Quiero abrazarte tanto, las distancias se habían acortado. Ya todos bailaban agarrados, los chicos intentando acariciar la nuca de su pareja (esto también se supone que era muy excitante), mientras a las chicas nos tocaba hacernos las estrechas. No había más remedio que adoptar esta actitud porque siempre había cinco o seis harpías cerca que, a falta de pareja, se dedicaban a vigilar a las frescas que habían conseguido pollo. (Huelga decir que en este caso no hablo de nada culinario sino de un chico, que así se les llamaba, sobre todo en algunos círculos selectos.)
La verdad es que entonces el asunto del ligue era bastante complicado, en especial para los chicos, y se prestaba a momentos embarazosos. No me refiero, claro está, a situaciones realmente delicadas como proponerle a alguien la aventurita de una noche, eso ni se planteaba, sino a cosas bastante normales que podían llegar a provocar muchos sudores fríos. Por ejemplo, estas dos angustiosas preguntas:
—¿En qué momento puedo cogerle la mano a Piluca?
—¿Cuántos cubalibres tendré que tomarme para atreverme a darle un beso a Rocío?
Las relaciones estaban entonces condicionadas por las formas, por lo que está bien y lo que no, por lo que se decía y por lo que se callaba y, en ese sentido, es necesario reseñar lo útil que resultaban los eufemismos. Cualquier cosa que se quisiera decir había que rebajarla dos o tres tonos para que
«entrara mejor»
. He aquí un ejemplo de tan socorrido recurso.
Cuando un chico decía:
«Oye, ¿sabes que no estás nada mal?»
, en realidad quería decir:
«¡Cómo me gustas, Beatriz!»
.
Cuando decía:
«¡Cómo me gustas, Beatriz!»
, en realidad quería decir:
«Cómo me gustaría poder..., en fin, tú ya me entiendes»
.
Cuando decía:
«Cómo me gustaría..., en fin, tú ya me entiendes»
, en realidad quería decir
«¿Por qué no vamos a mi casa? Mis padres están fuera y la muchacha es sorda como una tapia»
.
No obstante, esta última frase casi nunca se llegaba a oír entera, pues era preceptivo que Beatriz la silenciara con una sonora bofetada o, mejor aún, con un uppercut en la mandíbula.
Pasó el 69, llegaron los setenta...
Para entonces, la moral y los uppercuts en la mandíbula seguían estando vigentes, pero se empezaba a notar cierto cambio. El más notable de todos era el uso cada vez mayor de otro término deportivo menos pugilístico que el uppercut, aunque requería técnica, habilidad, malicia... Me refiero al penalti. Las niñas de los setenta seguían haciéndose las estrechas, sin embargo, a veces, oh milagro, quedaban embarazadas. Era aquel patinazo una forma un tanto riesgosa de conseguir marido, pero el caso es que funcionaba. Ante el escándalo, ante el desdoro y el deshonor, los padres de ella llamaban a los padres de él (por lo general se conocían y, según se ha visto en el capítulo Strangers in the night, posiblemente también se conocían desde el punto de vista bíblico) y arreglaban la boda. Ésta se celebraba con cierta premura, siempre por todo lo alto, y al cabo de unos meses nacía un robusto niño sietemesino de cinco kilos. Al bebé solían llamarlo
«el dedos»
porque todo el mundo al mencionarlo hacía cuentas con los ídem y, por supuesto, no salían. Pero muy pronto pasaba a ser llamado por su propio nombre, pues nacía otro
«dedos»
que reclamaba el ingenioso apelativo.
También hay que decir, para que se note cómo han cambiado los tiempos, que en mi época todos nos casábamos muy jóvenes. No tanto como yo, que lo hice a los diecinueve (aclaro que lo mío no fue de penalti), aunque sí antes de los treinta. De hecho, había un cierto agobio si uno —o mejor dicho, una— se acercaba a la fatídica cifra de los veintinueve sin pareja, porque corría grave riesgo de quedar para vestir santos. Algo que todavía aterraba a esas chicas más modernas que sus madres pero que no habían superado aún los temores de siempre.
Verano de 1971. Hemos alquilado casa en Mar bella. Mientras los niños fueron chicos, habíamos ido a Austria y después, cuando las chicas se hicieron mayores, cambiamos a Zarauz, donde había mucha gente de su edad. A mí me encantaba Zarauz, con esa playa tan maravillosa, ese paseo marítimo flanqueado por mansiones señoriales tan parecidas a las del Prado de Montevideo (aunque nosotros siempre alquilábamos un apartamento chiquito en el que casi no cabíamos) y con esa cocina que es para volverse locos. Allí, nosotros, que venimos del país de la carne, nos hicimos adictos a la merluza frita (menos Mercedes, que sigue sin comer nada, como siempre). Yo estaba encantada porque, mientras las chicas no paraban, nosotros teníamos una vida social muy relajada y podíamos descansar del frenesí de Madrid. Sin embargo, el último año el ambiente estaba enrarecido por las amenazas de ETA y además surgió el tema de las drogas. A mí esta cuestión me tenía muy preocupada porque, aunque el control policial en la España de Franco es muy fuerte para lo malo y también para lo bueno, decían que a algunos chicos sus padres los habían sorprendido fumando cosas raras. Debe de ser la influencia de los hippies de Estados Unidos porque en Zarauz también se hace mucho surf y aparentemente una cosa tiene que ver con la otra pero, en fin, qué sé yo. No entiendo muy bien qué tiene que ver una actividad saludable como un deporte (aunque no sé si deslizarse sobre las olas en una tabla de planchar se puede considerar un deporte) con el consumo de sustancias alucinógenas. Sea como fuere, lo que más me preocupa, como no sé nada del tema, es la posibilidad de tener a mis cuatro hijos drogándose delante de mi cara y yo sin darme cuenta. Debería consultar con alguien, pero no se me ocurre con quién. Aunque nadie parece tener mucha información, como suele ser habitual en los españoles, cuando les preguntas son incapaces de decir que no saben y te cuentan las cosas más absurdas. El otro día alguien me dijo que había drogas ¡que se metían por la nariz! Con todas estas pavadas me dejan la cabeza como un sonajero.
Afortunadamente, parece que en Marbella no hay esos problemas. Es un pueblo chico, lindísimo, al lado del mar, lleno casitas blancas, mucho más agradable que Torremolinos (la primera opción que barajamos), donde han construido un montón de torres enormes y feísimas. Además, hay una mezcla muy divertida de gente, con muchos amigos nuestros de Madrid y muchos extranjeros famosos que han venido atraídos por un hotelito muy mono que puso hace unos años el príncipe Alfonso de Hohenlohe. El príncipe es un hombre encantador que habla español como tú y como yo porque nació en Madrid (su padrino fue Alfonso XIII). Ha vivido en todas partes y tiene amigos en toda la high society europea y americana. Acá se juntan desde miembros de la realeza (mayoritariamente destronados, eso sí, como, en su momento, Wallis y Eduardo de Inglaterra), hasta toreros como Luis Miguel Dominguín o artistas de cine. Siempre hay sorpresas y cuando uno va a una fiesta nunca sabe con quién se va a encontrar.
O cómo va a acabar la noche, y eso es precisamente lo que voy a contar.
Como Marbella es más barato que Zarauz, hemos podido alquilar una linda casita rodeada de buganvillas y con jardín. Estamos encantados, especialmente Gervasio, que se ha mudado a una tienda de campaña que le regaló su padre y lleva durmiendo a la intemperie desde que llegamos. A mí esto me pone histérica porque se ha escapado de la cárcel un bandido tremendo que se llama el Lute y dicen que anda suelto por acá, pero al niño no hay forma de sacarlo de la carpa.
Por otro lado, no sé si casi es mejor que no entre en casa porque alguien le ha dicho que los sapos estallan si les pones sal encima y, como el jardín está lleno de batracios, me lo deja todo perdido de regueros de sal. Espero que no consiga hacer estallar a uno de esos pobres animalitos y dejar el living en la miseria, lleno de vísceras, porque lo mato.
Pero yo tengo una preocupación más seria que los sapos y los bandoleros, y es que Carmen tiene un festejante. Esto no debería ser tan raro, porque el Bichejo está a punto de cumplir diecisiete años y está mucho más mona últimamente. El problema es que el
«muchacho»
en cuestión tiene ¡cerca de cuarenta! Yo estoy de lo más preocupada, aunque intento hacer como que no me importa, porque a estas cosas es mejor no oponerse. A estas edades sólo consigue uno que las chicas crean que están viviendo la romántica oposición familiar modelo Orgullo y prejuicio y les dé por hacer cualquier locura. Además, esta niña es tan independiente que no se le puede decir nada. Ella asegura que sólo es
«un amigo»
, pero el caso es que se ven casi todos los días. Los que más indignados están son Dolores y Gervasio. Dicen que bajo ningún concepto quieren a semejante viejo en casa. Cuando E, el festejante, viene a buscar a Carmen, por la noche siempre le tienen preparada alguna encerrona. El otro día F. se presentó con un impecable blazer cruzado y unos pantalones blancos y los chicos le tiraron globos llenos de agua teñida de mercromina desde el tejado. Ayer lo recibieron con unas largas cañas que blandieron contra él como si estuvieran en un torneo medieval y casi le sacan un ojo. Voy a tener que atarlos a la hora que viene este pobre hombre. Por mucho que rezongo no hay forma de que lo dejen en paz. No sé qué va a pensar de esta familia. Aunque, la verdad, es que no sé qué estará pensando la mayoría de los veraneantes de Marbella de nosotros después de lo que pasó el otro día...