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Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas

Hoy caviar, mañana sardinas (9 page)

BOOK: Hoy caviar, mañana sardinas
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Ahora que lo pienso, resulta curioso que mientras que don Juan, el heredero de la corona española, vive en Estoril, Madrid está lleno de familias reales de otros países, como los grandes duques, Simeón de Bulgaria (casado con una española y buen amigo nuestro) y Leka de Albania, que mide dos metros, tiene una pinta algo siniestra y una reputación aún peor.

El caso es que tirándole de la lengua a Carmen (lo cual no es misión sencilla), he descubierto que lo que más le fastidia es que hayan elegido a la gran duquesita para hacer el papel de Virgen María en la representación de Navidad del colegio.

—Es indignante, mamá —me dijo—. No sé cómo se les ha ocurrido semejante idea. ¿Tú la imaginas vestida de Virgen? No le va nada el papel.

—Es cierto que María está un poco gordita —le contesté pensando que, en efecto, la niña tiene más de gran que de duquesita—, pero ¿no será que tú querías su papel?

Miré con verdadero amor de madre a la pobre Bichejo, como la llamamos en casa, porque ella sí que no da el papel, tan negrita, con su cara de india y esa nariz con una joroba inmensa (en algún momento vamos a tener que pensar en operarla).

—No. Yo estaba encantada con mi papel de pastorcilla —respondió. (Estaba horrible, toda cubierta con harapos, como a ella le gusta)—. Pero en el colegio hay niñas mil veces más monas. Tenían que haber elegido a Tere San Miguel, que es guapísima y tiene el pelo rubio por la cintura, ella era la perfecta, esto es una injusticia. No aguanto que todo funcione por enchufe.

Ay, criatura, lo que te falta por ver todavía. En fin, ya le contaré alguna patraña a la gran duquesa y mientras seguiré buscándole amigas a esta hija mía tan complicada.

VARIOS EFECTOS DEL AMOR

Interrumpo aquí la narración de mi madre para interceder por María Romanov. Es cierto que no era exactamente Twiggy, pero desde luego yo nunca cuestioné su papel como Virgen María. Nos llevábamos muy bien y era muy simpática. En cambio, mamá tiene razón cuando dice que yo era una niña poco sociable (todavía sigue siendo uno de mis peores defectos que no logro mejorar), aun así, la razón de que no quisiera ir a casa de los Romanov era muy distinta y, por otro lado, estaba en la típica edad en que uno quiere llevar la contraria a sus padres, y en especial a su madre. Además, a los trece años una no tiene espíritu histórico-inquisitivo. Lo que quiero decir es que yo, ahora, estaría encantada de tener la ocasión de ser testigo de cómo vivía una niña que —el tiempo ha demostrado que no tenía razón mi madre sino los pastorcillos de Fátima— está considerada en Rusia la heredera de los zares y ha sido recibida allí con todos los honores. De casa de los Romanov, por ejemplo, sólo recuerdo que era muy grande y atestada de muebles. Si yo hubiera sido como soy ahora, me habría interesado admirar su colección de iconos o una maravillosa de huevos de Fabergé que adornaba el salón. También habría disfrutado de cómo se celebraba allí la Pascua y el modo en que elaboraban vodka de distintos sabores —al limón, a la pimienta rosa, a la naranja— ¡en su casa! Y ya que estamos en temas gastronómicos, a lo mejor habría prestado más atención a los platos rusos que allí se servían y que, con el tiempo, iban a ser habituales en la vida de nuestra familia una vez que nos fuimos a vivir a Moscú. Como las empanaditas de carne que ellos llaman piroski, por ejemplo, o el boeuf strogonoff, que ellos preparaban con la receta del Palacio Imperial de Livadia. Pero no, yo no reparé en ninguna de estas cosas porque tenía la cabeza en otra parte. Para ser exactos, la tenía dos portales más allá de mi casa, que era donde vivía un chico de dieciocho años, llamado Gonzalo. En el barrio se comentaba que pertenecía a una de esas familias que entonces llamaban despectivamente de
«rojos»
. Era muy moreno, con unos rasgos algo moros, tenía ojos negros de largas pestañas, era alto, guapísimo y, por supuesto, ni siquiera sabía que yo existía. Si yo entonces no mostraba interés alguno por ir a casa de María Romanov o a ninguna otra parte era porque lo único que deseaba era quedarme en casa tejiendo mis estrategias. Y estas consistían en espiar horas y horas ante la ventana, oculta detrás de la cortina, esperando el momento en que Gonzalo bajara a la calle. Entonces me descalabraba escaleras abajo, cuatro pisos sin resuello y, tras respirar hondo y atusarme un poco los pelos, fingía caminar como si tal cosa por la acera para cruzarme con él. En aquellos tiempos, juventud divino tesoro, yo creía ver en su forma de andar, en el vaivén de sus brazos o en el centellear de sus ojos todo tipo de mensajes secretos dirigidos a mí.
«¡Esta tarde se ha recolocado el flequillo justo al cruzarnos!»
, fantaseaba horas después abrazada a mi almohada, entregándome a ese delicioso deporte al que podríamos llamar moviola sentimental y que consiste en pasar una y otra vez la película de lo vivido.
«¡Al salir del portal ha esperado unos segundos para coincidir conmigo!»
«Ha sonreído al portero, pero en realidad era una sonrisa secreta para mí, para mí...»

Durante meses mi alma se alimentó de estas mínimas delicias hasta que un día, en el que por cierto no me había dado tiempo a quitarme el uniforme del colegio y estaba aún un poco más fea que de costumbre, Gonzalo se detuvo y se dirigió a mí. Aquello fue tan imprevisto, tan increíble, que ni siquiera entendí bien lo que me decía. Sólo comprendí las dos últimas y maravillosas palabras que eran, nada menos, . Yo, por aquel entonces, aún no había leído a Lope de Vega, pero juro que sentí perfectamente eso tan célebre de
«desmayarse, atreverse, estar furioso, áspero, tierno, liberal, esquivo...»
, sobre todo cuando Gonzalo siguió diciendo que sólo yo podía ayudarle, que por favor lo acompañara un momento a su casa, pero que no debía decírselo a nadie porque era un secreto, que se lo jurase. Yo por supuesto juré todo lo que él quiso sin saber ni qué juraba, y si se me pasó por la cabeza esa voz prudente que a todas nos alerta de que hay que tener mucho cuidado con las peticiones de los chicos, en especial de los chicos mayores como Gonzalo, la borré inmediatamente con un suspiro.
«Cuidado, Carmencita —decía esa voz aguafiestas—, a ver dónde te metes, que tienes trece años.» Pero yo ya iba por la parte del verso de Lope que dice «... creer que un cielo en un infierno cabe...»
y ni la escuché. Entramos Gonzalo y yo en su casa, o para ser exactos bajamos a su trastero, porque según él allí estaba lo que quería enseñarme. Dos, tres, cuatro peldaños más hacia el sótano y otra vez la voz agorera:
«Jamás aceptes la invitación de ir a casa de un chico y mucho menos a su trastero»
, decía, pero a esas alturas yo ya estaba predispuesta a enfrentarme a la menos dulce de las estrofas de Lope, ésa de :
«... huir el rostro al claro desengaño, beber veneno por licor suave...»
. Así que, mientras luchaban en mi cabeza poesía y prudencia, Gonzalo y yo seguíamos bajando a las profundidades. Una vez abajo me encontré con una curiosa réplica de los sótanos de nuestra casa que me hizo pensar por un momento que las entrañas de todos los edificios de Madrid debían de ser iguales, con sus hileras de trasteros con puertas siempre verdes.

—Es aquí —dijo por fin Gonzalo abriendo una de ellas.

Estaba oscuro, pero aun así pude ver una mesa y sobre ella un extraño aparato con una manivela. Cerca de aquel artefacto había un montón de papeles desordenados, también un cenicero lleno de colillas, dos botellas de whisky y, más allá, en la esquina, una cama.

—Será sólo una vez —dijo Gonzalo—, no te asustes.

Y entonces, cuando yo, mirando la cama, ya estaba dispuesta a interpretar la última línea del poema, esa que dice
«dar la vida y el alma a un desengaño»
, cerrando los ojos y esperando acontecimientos, noté que Gonzalo ponía algo pesado en mis manos que, una vez hube abierto los ojos, resultó ser una caja de cartón.

—Sólo te pido que guardes esto que te doy durante unos días, hasta después del domingo —explicó—. Es mejor que no la abras, y que, si coincidimos estos días en la calle, tampoco me saludes. Yo iré a recogerla a tu casa la semana que viene, no te preocupes.

Dicho esto me besó como quien sella un pacto. No fue un beso en los labios, tampoco en la mejilla, ni siquiera uno paternal en la frente. Fue en la mano, un beso extraño, ritual. No sabía bien qué decir y por eso no dije nada. Tampoco Gonzalo despegó los labios y, una vez en el portal, nos despedimos con un
«Hasta luego»
.

Pasaron los días. Yo, como siempre, hacía guardia desde la ventana para ver si veía a Gonzalo, descalabrándome a continuación escaleras abajo para coincidir con él en la calle. Y qué maravilloso era entonces descubrir en sus ojos, esta vez sí, un verdadero aunque mínimo destello de complicidad, de secreto compartido. Pasó así el dulce jueves y llegó el no menos dulce viernes, pasó también el sábado, y aquéllos me parecieron sin duda los días más felices de mi corta vida.
«Mañana —me decía yo—. Mañana será domingo y entonces vendrá a buscar su caja.»
La había escondido en el fondo de mi armario junto con la ropa de verano, y cada tanto miraba allí para comprobar que nadie la hubiera descubierto.

Cuando trascurrió el domingo sin noticias de Gonzalo no me alarmé. Al fin y al cabo, él había dicho que vendría después del domingo y eso significaba cualquiera de los próximos días. Empecé a inquietarme más cuando, a pesar de mis largas sesiones de espionaje tras las cortinas del comedor, no lo veía salir de su casa. Y así pasó una semana y luego otra. Lo más difícil de los amores secretos es precisamente eso, que no pueden compartirse con nadie. Yo no sólo había jurado hacerme cargo de aquella caja, sino que también había prometido no decirle a nadie que nos conocíamos. No podía, por tanto, como hacía otras veces, contarle el dilema a mi hermana Mercedes. Ella, a pesar de ser menor, siempre ha sido la sensata y yo, la cabeza loca. Seguro que me habría dicho que qué mosca me había picado para aceptar guardar nada de un extraño. Que a saber qué era eso, seguro que una bomba, un paquete de marihuana o cualquiera de esos hierbajos que fuman lo hippies. Seguí esperando. Cuando hubo transcurrido casi un mes sin tener noticias de Gonzalo, y por supuesto también sin dormir porque aquello empezaba a parecerse demasiado a una novela de misterio, decidí abrir la caja. Aproveché una tarde en la que mi hermana Mercedes, que compartía el cuarto conmigo, estaba en casa de una amiga, para sacar la caja de su escondrijo y abrirla, pero lo que encontré dentro tampoco me sacó de mis dudas, al menos en un primer momento. Se trataba de un montón de papeles de distintos tamaños, unos pequeños como un naipe, otros mayores, de cincuenta por cincuenta centímetros, y todos con la misma inscripción:
«Vota NO»
. Si entonces no sabía yo mucho de poesía, aún sabía menos de política, pero sí lo suficiente para entender, al cabo de unos minutos de perplejidad, qué podía ser aquello. Quince días antes, Franco había llamado a los españoles a las urnas para que refrendaran su política con un referéndum. Según los periódicos, éste, que se había celebrado un lunes, había tenido un resultado de esos que sólo se producen en los regímenes autoritarios: el noventa y siete por ciento había votado a favor del SÍ. Por supuesto, estaba totalmente prohibido hacer propaganda por el NO y, de pronto, todas las preguntas que no me había hecho yo hasta entonces se agolparon ahora en mi cabeza.

¿Qué era entonces aquella máquina con manivela que había visto en el trastero de Gonzalo? ¿Sería una especie de imprenta, una copiadora? Todos estos papeles que yo tenía en mi poder ¿se habían fabricado allí? ¿Existían sólo éstos o eran parte de una campaña mayor? ¿Dónde pensaban repartirlos? ¿Dónde estaba ahora Gonzalo? Al final, la pregunta más importante de todas para mí: ¿me había dado aquello porque me amaba tanto como yo a él, porque confiaba en mí?

«Mostrarse alegre, triste, humilde, altivo, enojado, valiente, fugitivo, satisfecho...»
No, no era tan ciego mi amor para engañarme creyendo que la respuesta a la última pregunta pudiera ser que sí. Sin duda mis
«encantos»
de entonces no tenían nada que ver con lo físico, sino que eran de otra índole. Ahora lo veía con toda claridad, Gonzalo me había elegido primero y primordialmente porque se había dado cuenta de mi devoción por él, pero había además otra razón: yo era extranjera y tenía un pasaporte diplomático que impedía que registraran mi casa. Las lágrimas asomaron a mis ojos y, aunque en este momento podría haber repetido cualquiera de las estrofas del verso de Lope, a mi mente sólo venía una de las preguntas que me había hecho, la que más me importaba a pesar de mi decepción: ¿dónde estaba Gonzalo?

Tal como ocurría con mucha frecuencia en aquella época del tardofranquismo, ciertas preguntas no tenían respuesta. Intenté averiguar qué había pasado, pregunté por él aquí y allá, a los vecinos, a los porteros. Uno me dijo que creía que se había ido a estudiar al extranjero, otro que su familia se había trasladado precipitadamente a Barcelona y que el piso estaba en venta. Pero la mayoría de las personas a quienes pregunté miraban hacia arriba, hacia el piso donde vivía Camilo Alonso Vega, ministro de Gobernación, y no decían nada.

Jamás volví a saber de Gonzalo y aún me pregunto qué habrá sido de él. Por eso ahora al recordar mi primer desengaño amoroso, las papeletas antifranquistas, la caja de cartón oculta en el armario y yo corriendo escaleras abajo para coincidir con él en la calle, aún me vienen a la memoria el principio y el final de la poesía de Lope:

Desmayarse, atreverse, estar furioso,

áspero, tierno, liberal, esquivo,

alentado, mortal, difunto, vivo,

leal, traidor, cobarde, animoso;

(…)

Creer que un cielo en un infierno cabe,

dar la vida y el alma a un desengaño;

esto es amor. Quien lo probó, lo sabe.

Aunque lo que correspondería después de esta escena de amores contrariados es una receta sobre cómo preparar un antídoto para corazones rotos, nos abstendremos.

Lo cierto es que en las casas elegantes rusas previas a la Revolución, como ocurría en la de los padres de mi antigua amiga, la gran duquesita María, se tenía muy a gala elaborar vodka casero. Receta que los Romanov no tuvieron a bien pasarme. No confiaban en el uso que unos jóvenes inconscientes pudiéramos hacer de semejante fórmula explosiva.

El verano que siguió a este desengaño amoroso que acabo de narrar, mi familia empezó a ir a veranear a Austria. También allí nos encontraríamos buenos amigos y buenas recetas. A propósito de ambas cosas, mi madre escribió lo que sigue en su cuaderno.

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