Hoy caviar, mañana sardinas (35 page)

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Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas

BOOK: Hoy caviar, mañana sardinas
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—To the lagoon! —gritó de pronto el callista-jardinero.

—To the lagoon! —exclamó la farmacéutica-doncella.

—Good God, are you sure, to the lagoon?

Todos salieron corriendo como alma que lleva el diablo. Por suerte Charles, que seguía desparramado bajo su árbol como si nada, tuvo a bien explicarme a qué se referían. Por lo visto la tal laguna era un lugar pantanoso con peligrosísimas arenas movedizas.

—Incluso se ha dado el caso de que desapareciera un caballo con su jinete y todo, Bimbo, un lugar muy poco recomendable. ¿Cómo se le ocurre a tu marido acercarse por allí, y con Dolores además?

Entonces comprendí lo que estaba pasando. Mientras yo conversaba con Beatrice, Dolores y Luis se habían aburrido de no tener con quién hablar. Así, al ver que Charles se había quedado dormido bajo su árbol, Dolores había intentado entrar en el infranqueable círculo sagrado de sus hermanos y sus novias. Pero según me contaría más adelante ni siquiera le dirigieron la palabra (seguramente porque se imaginaban que era candidata a novia de Charles y, por tanto, toda una amenaza para sus intereses). Luis, por su parte, tampoco había tenido suerte con el duque. El deporte de observar pájaros al que nuestro anfitrión se había entregado no sólo es largo y solitario, sino que requiere silencio total. De este modo, después de veinte minutos esperando junto al duque a que apareciera un ruiseñor de las cumbres o al menos un mal jilguero, Luis había dicho que se iba a dar una vuelta y eso era lo último que se sabía de él y de Dolores.

—Y* ahora tememos que se hayan perdido o, lo que es peor, que hayan ido hacia la laguna —me dijo Ralph—. Tenemos que ir a buscarlos.

La noche comenzaba a caer cuando subimos al coche para iniciar la búsqueda. A lo lejos se recortaba apenas el lúgubre perfil del castillo con su silente cohorte de guerreros. Viajábamos a muy poca velocidad, tocando el claxon con frecuencia para que nos oyeran. De vez en cuando nos deteníamos para iluminar con los faros la espesura. No hablábamos, no se oía volar una mosca. Por fin, tras tres cuartos de hora de tensa búsqueda, decidimos volver al castillo. Según el duque, era más prudente pedir ayuda a la policía local y con ellos peinar la zona. Hacía frío, yo tenía aún más frío en el alma. Rezaba, ¿qué otra cosa podía hacer? Rezar y confiar en el sentido de la orientación de Luis. Así como el mío es pésimo, el suyo no le había fallado nunca; siempre se las arreglaba para encontrar el camino de vuelta, ¿por qué no esta vez?

—Tranquila, llamaremos al inspector Fibbs, y ya verás como él los encuentra —me tranquilizaba Beatrice.

Y en esas estábamos, en llamar al inspector Fibbs, o a Scotland Yard, cuando, al acercarnos más al castillo, vimos una luz en la ventana de lo que debía de ser el salón. Por la noche en el edificio no quedaba nadie más que la familia, de modo que, me dije, la luz sólo podía deberse a dos cosas, la presencia de un fantasma o...

La verdad es que no vale la pena estirar más la intriga. Naturalmente, no se trataba de un fantasma sino de Dolores y Luis. Cuando llegamos arriba nos los encontramos a los dos de pie, frente a la chimenea encendida, y aún ateridos. Por suerte, el buen sentido de la orientación de Luis los había conducido directamente al castillo sin bordear siquiera la famosa lagoon. Más tarde, después de tomarnos un reconfortante whisky con nuestros anfitriones y de oír dos o tres historias aterradoras sobre personas desaparecidas por aquellos parajes, por fin llegó la hora de irse a la cama. Una vez allí, bien provistos de sendas bolsas de agua caliente, Luis yo nos contamos los avatares del día. Él se justificó diciendo que había decidido volver al castillo dando un paseo con Dolores, cansado de sorber gaspachu en el más sepulcral silencio durante el birdwatching con el duque. Por mi parte, le conté mi conversación con Beatrice: la maldición de la familia, los hermanos segundones de mirada torva, la presencia de Charles bajo el árbol dormitando como una gran boa que hace la digestión, y sobre todo el plan de su madre de convertir a Dolores en duquesa para neutralizar el maleficio de la familia. Sí, todo esto se lo conté abrazada a él (y también a mi bolsa de agua caliente). Y, mientras lo hacía, las maderas centenarias de nuestra habitación crujían, afuera soplaba el viento y los guerreros de piedra de las almenas proyectaban una sombra tétrica a través de los ventanales. Cómo sería la cosa que, para sacudirse el miedo (y el frío) por una vez en la vida, Luis estuvo de acuerdo conmigo y los dos suspiramos a coro:

—¡Verdaderamente, están locos estos ingleses!

Algunas de las anécdotas que recoge el cuaderno de nuestra madre no tienen epílogo feliz. Varios años más tarde, cuando ya no estábamos en Inglaterra, nos enteramos de que Charles, después de otros muchos romances infructuosos (el último con la madre de una muy famosa top model tanto o más guapa que su hija), murió soltero y sin descendencia. Lo sucedió su hermano segundo, que ahora ostenta el título de duque. Lamentablemente, se cumplió una vez más la vieja maldición de la familia de que nunca el duque es el primogénito. A nuestra madre, al enterarse, le dio mucha pena. Desde entonces ya no se ríe tanto de los fantasmas.

LA PERFECTA CESTA DE PICNIC

Sin embargo, como no todo va a ser triste, nuestra madre guarda también de aquella visita a los F. una descripción muy divertida de todo lo que debe contener una cesta de picnic inglesa. Esta relación podría figurar en uno de esos libros de buenos modales que tanto gustan a los británicos.

Una perfecta cesta de picnic consta de dos partes (algunas veces se trata de dos cestas separadas): una contiene los cubiertos y utensilios, la otra la comida. En la primera debe haber necesariamente platos y vasos (irrompibles, de metal o, más modestamente, de plástico) cubiertos, manteles, servilletas. También debe contar con cubiertos de servir y, sobre todo, con una navaja suiza multiusos provista de sacacorchos, destapador y abrelatas, así como dos termos, uno para líquidos fríos y otro para calientes. Las versiones más sofisticadas contienen además un mosquitero, cubreplatos de tela metálica contra los insectos y repelente. En cuanto a la segunda canasta, la de la comida, existen distintos tipos de picnic, por lo que el contenido varía. El más común es el que recurre a los sandwiches de distintos sabores, entre los que no pueden faltar los de roastbeef, de pavo, de queso con berro y, sobre todo, la estrella de los sandwiches ingleses, los de pepino. También son adecuadas las patas de pollo frío, la ensaladilla rusa y, para hacer gala de un cierto cosmopolitismo, se pueden añadir: samozas, tabulé y dips para mojar en salsa picante o talamosalata y humus. Asimismo es agradable ofrecer una sopa fría como gazpacho, vichyssoise o crema de calabacín. El segundo tipo de cesta es el que se recomienda para un almuerzo informal pero a la vez sofisticado y caro. En este caso se debe huir de los sandwiches, por muy exquisitos que sean. En su lugar se recomienda, además de las sopas frías, alguno de estos platos: caviar acompañado de patata hervida y crema agria o blinis; pavo trinchado con su guarnición; langosta fría con mayonesa o tártara. Igualmente son muy apreciados (y aunque parezcan vulgares no lo son) los filetes empanados cortados en tiras finas y las minihamburguesitas. Después de ofrecer un buen surtido de quesos, el postre más aconsejable es cualquier tipo de tarta y fruta fresca, pero nunca helados ni sorbetes.

MARY POPPINS Y LADY DI EN BUCKINGHAM PALACE

Esta noche tiene lugar la recepción anual que ofrece la Reina al cuerpo diplomático, y aquí estoy, una vez más, a las puertas del Buckingham de mis amores. Mejor dicho, de mis terrores, porque cada vez que paso por delante de sus venerables muros me acuerdo de mi striptease y me dan sudores fríos; hay que ver las cosas que uno hace por la patria. Esta vez, en cambio, yo estaba decidida a no pasar a las páginas de ningún anecdotario jocoso del palacio. (Y lo hay, me refiero al anecdotario: los ingleses, que tienen —o tenían hasta hace poco— ese fervor sacrosanto por la familia real, escriben muchos libros sobre todo lo que esté relacionado con ella. Uno de esos libros se llama The Royal Gaffe y recoge todas las meteduras de pata, tonterías y escenas embarazosas que protagoniza la gente en presencia de la Reina.) Para evitar la menor posibilidad de ingresar en esas páginas yo me propuse prestar mucha atención al vestuario. Al mío y al de mis hijas, porque en esta ocasión también estaban invitadas Carmen y Dolores como
«hijas solteras»
de un embajador.

Así, unas semanas antes no tuvimos más remedio que convocar una reunión en la cumbre para estudiar cómo íbamos a ir vestidas. Puede parecer una exageración, pero no lo es tanto porque, como todo en este país, una recepción real tiene sus don'ts; y los don'ts del vestuario son muy complicados. El primero y primordial es, igual que en la presentación de credenciales, no vestir de negro, por aquello de que la Reina pueda pensar que estamos de luto y darnos el pésame. Para evitar gaffes reales, no tengo más remedio que renunciar ahora a la mitad de mi vestuario de noche, porque casi todos mis vestidos largos o son negros o lo parecen. Lo ideal, ya se sabe, son los colores vivaces, pero ni el rosa chicle, ni el azul vientre de pavo real, ni el verde loro entra dentro de mi gama favorita (quelle horreur). Por eso decidí optar por un vestido rojo que tiene mil años, pero con dos o tres arreglitos y la ayuda de un chal de cachemira lila puede quedar bastante bien. El problema ahora son las chicas. Dolores porque es punk y Carmen, porque desde su separación le ha dado por ahorrar. Contagiada, supongo, de la proverbial vena Scrooge de este país, dice que no puede gastar en nada superfluo y que debe save for a rainy day. O lo que es lo mismo, ahorrar para cuando vengan las vacas flacas. Según ella, hasta que no empiece a trabajar y ganar su propio dinero tiene que administrar muy bien lo poco que le queda para que a sus niñas no les falte de nada. Como si les fuera a faltar algo estando aquí Luis y yo, pero ella está en plan madre coraje y no hay quien la aguante. Ni siquiera permite que yo le compre el vestido.

—Ni hablar —dice—, ese dinero también debe ser saved for a rainy day.

Dolores, por su parte, presenta otras dificultades. Ella dice que no piensa cambiar de estilo por que la inviten a Buckingham y que si no puede ir como le da la gana, prefiere quedarse en casa viendo Top of the Flops, que es un programa de música cacofónica, creo. E ir como le da la gana implica ya sabemos qué: un look entre Morticia de la familia Adams y Alice Cooper. Lo cierto es que si se vistiera así para cualquier otro compromiso sería extravagante, pero en el caso de una recepción real es completamente inoportuno: en cuanto la vea la Reina, seguro que le da el pésame, y ya tenemos conflicto diplomático. Por fin, después de mucho parlamentar, nuestro Yalta particular dio sus frutos. Yo iré con el vestido rojo de hace mil años. Carmen acepta ponerse uno de los míos de un azul igualmente prehistórico, y Dolores ha encontrado una solución intermedia. Llevará el vestido que se hizo para la boda de Mercedes hace unos años, un gris perla lindísimo que cada vez que se lo pone (casi nunca) rompe veinte o treinta corazones. Menos mal que en esta familia somos todos bastante agraciados, porque si no, no sé qué sería de nosotros.

Y allá que nos fuimos Luis y yo con nuestras dos hijas. Hay que decir, para dar algún detalle de ambiente, que la entrada a Buckingham es de lo más espectacular. La decoración es rica, casi apabullante, y el vestíbulo impone, pues está iluminado por cuatro lámparas descomunales, tan grandes que yo calculo que si una de ellas cayera sobre los presentes mataría de un golpe lo menos a sesenta. Aquello me recordaba esa escena de El fantasma de la ópera en la que cae la araña sobre la platea y todo el mundo grita.

Mientras íbamos desfilando hacia la sala de audiencias me llamaron la atención dos detalles casi gastronómicos: la liga de mujer que Harold Wilson lucía en la pierna derecha y el olor a comida que inundaba el palacio. Lo primero tiene una explicación muy sencilla. Wilson, como tantos otros ingleses ilustres, está en posesión de la Orden de la Jarretera. Con ese término que ahora sólo se usa en gastronomía (jarret), se denomina una vieja y muy exclusiva condecoración inglesa que tiene su curiosa historia. Según me contó Luis, en medio de un banquete, el rey Eduardo III, allá por el siglo XIV, se agachó de pronto para recoger la liga que se le había caído a una bella dama con la que se rumoreaba tenía amores. Al hacerlo y ver la cara de sus súbditos dijo, de lo más nonchalant y en francés:
«Honni soit qui mal y pense»
, que, traducido, más o menos quiere decir
«Vergüenza debería daros ser tan mal pensados»
. Desde entonces se instauró tan selecta condecoración, que consiste en que señores muy serios, como todos los ex primeros ministros del reino, se paseen por ahí, como ahora Harold Wilson, con frac de gala de calzón corto y una liga de cabaretera en el jarrete. Los ingleses, genio y figura, como siempre. Lo que no sé es qué pasará con mistress Thatcher, que también anda por ahí. ¿Ahora que ya es ex primer ministra le darán también la Orden de la Jarretera? Y si se la dan, ¿cómo la usará? Con calzón corto no creo. ¿En la pantorrilla? ¿Más arriba? Imposible. La miré y ella me devolvió una sonrisa gélida, con un destello de sus ojos azules, esos que, parafraseando lo que dicen de los de Elena de Troya, botaron mil barcos. O si no mil, sí los suficientes para hundir la flota Argentina hace dos años en las Malvinas, por ejemplo. Qué ojos tan terroríficos. Había también otros personajes conocidos por ahí que no sé muy bien qué pintaban en una recepción diplomática. Estaban Michael Caine y Ringo Starr, por ejemplo, pero los que más me llamaron la atención fueron dos: lord y lady Spencer.
«Han venido aquí para una misión diplomática muy delicada»
, me sopló el embajador de Bolivia, que es viejo amigo mío. Con él coincidimos en Moscú y recuerdo que yo entonces estaba empeñada en que era el embajador de China por su aspecto asiático. Por suerte hace años que me ha perdonado mi metedura de pata.

—Lord Spencer ha venido para intentar hacer las paces con su hija, la princesa Diana —me explicó—. Ella no le habla desde que se casó con su mujer actual; no se pone al teléfono, no contesta a sus cartas; realmente odia a su madrastra.

Yo miré a la buena señora. Tenía, ¿cómo decirlo?, un aspecto muy real. Era alta, estirada, y lucía un vestido de amplia falda color berenjena con el corpiño bordado en piedras del mismo color. Sobre el peinado (inmenso también) flotaba una corona de esmeraldas que, vista desde lejos, debía de valer un potosí. También llevaba una banda que le cruzaba el pecho y, sobre ella, una condecoración grandísima. Estoy segura de que su madre (que, por cierto, es aún más famosa que ella, pues se trata de la prolífica autora de novelas rosa, Barbara Cartland), habría estado muy orgullosa de su hija en ese momento: era la prueba palpable de que sus historias edulcoradas pueden llegar a hacerse realidad.

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