127. La veneración de la locura.
Al haberse observado que la emoción aclaraba la mente e inspiraba invenciones felices, se pensó que con emociones más intensas se lograrían invenciones e inspiraciones más felices aún; de ahí que se venerara a los locos como si fuesen sabios y oráculos. En la base de esto radica un razonamiento falso.
128. Promesas de la ciencia.
La ciencia moderna tiene como meta el menor dolor y una vida lo más larga posible…, por consiguiente, una especie de felicidad eterna, ciertamente muy modesta en comparación con las promesas de las religiones.
129. Generosidad prohibida.
No hay bastante amor y bondad en el mundo como para poder ser generoso hasta con seres imaginarios.
130. Supervivencia del culto religioso en el ánimo.
La Iglesia católica y, antes que ella, todos los cultos antiguos, dominaba todo el repertorio de medios con los cuales se sumerge al, hombre en estados anímicos extraordinarios y se lo arranca del frío cálculo del interés o del ejercicio del pensamiento y de la razón pura. Una Iglesia que hacía temblar con el tono grave y las invocaciones sordas, regulares y moderadas de un ejército de sacerdotes que transmitían involuntariamente su excitación a la comunidad, haciendo que los escucharan casi con angustia, como si estuviera a punto de producirse un milagro, el estremecimiento de una arquitectura que, como morada de Dios, se extendía hasta el infinito y hacía temer, en todos los espacios sombríos, que dicho Dios se despertara: ¿Quién querría que el hombre volviera a experimentar estos fenómenos del pasado, cuando ya no se cree en todo lo que esto supone? Sin embargo, los resultados de todo esto no se han perdido: el mundo interior de los estados anímicos sublimes, conmovidos, extáticos, profundamente compungidos, esperanzados, se han hecho esenciales al hombre, sobre todo a través del culto; lo que de ello existe en el alma se cultivó ampliamente cuando germinaba, florecía y crecía.
131. Reminiscencias religiosas.
Por muy deshabituados que creamos estar a la religión, sin embargo no hemos llegado al extremo de no sentir placer al experimentar sentimientos y disposiciones religiosos sin contenido inteligible, como en la música, por ejemplo; cuando una filosofía nos expone la justificación de una esperanza metafísica, la profunda paz del alma que cabe alcanzar y habla, por ejemplo, del indudable carácter evangélico que hay en la mirada de la
Madonna
de Rafael, acogemos tales expresiones y demostraciones con una disposición especialmente cordial; aquí le resulta la demostración más fácil al filósofo, porque corresponde a lo que le agrada dar a un corazón que tiene a bien aceptarlo. En este sentido, observamos cuántos espíritus libres poco circunspectos sospechan propiamente sólo de los dogmas, pero como conocen muy bien el encanto del sentimiento religioso, les duele perder éste por culpa de dichos dogmas. La filosofía científica debe estar alerta para no introducir errores de manera furtiva por culpa de esta necesidad, necesidad adquirida y, consiguientemente, pasajera; hasta los propios lógicos hablan de «presentimientos» de la verdad en la moral y en el arte (por ejemplo, el presentimiento de que «la esencia de las cosas es una»); esto es lo que debería estarles prohibido. Entre las verdades escrupulosamente descubiertas y semejantes cosas presentidas se abre el abismo infranqueable de que si éstas responden a una necesidad, aquéllas se deben al intelecto. El hambre no prueba que
exista
un alimento para satisfacerla, sino que se desea ese alimento. «Presentir» no significa reconocer en cierta medida la existencia de algo, sino tenerlo por posible en tanto que se lo desea o se lo teme; el «presentimiento» no comporta avance alguno en el terreno de la certidumbre. Involuntariamente creemos que las partes de la filosofía que tienen un tinte religioso están mejor probadas que otras; pero en el fondo, es lo contrario, porque lo único que tenemos es el deseo íntimo de que
pueda
ser así, y, por tanto, de que lo que hace feliz sea también verdadero. Este deseo nos lleva a considerar buenos razonamientos que son malos.
132. Sobre la necesidad cristiana de redención.
Mediante un pormenorizado análisis debe ser posible llegar a una explicación exenta de mitología, de ese fenómeno que tiene lugar en el alma de un cristiano llamado necesidad de redención. Habría de ser, entonces, una explicación puramente psicológica. Ahora bien, hasta hoy, las explicaciones psicológicas de los estados y de los fenómenos religiosos han tenido cierta mala reputación, porque una teología presuntamente libre llevaba en este ámbito una vida estéril, habida cuenta de que, como cabía adivinar por el espíritu de su inspirador, Schleiermacher, pretendía de antemano conservar la religión cristiana y mantener la teología cristiana, que debería adquirir un nuevo fondo de anclaje con los análisis psicológicos de los «hechos» y, sobre todo, dedicarse a una nueva tarea. Sin que nos turben estos precedentes, nos aventuraremos a aclarar los fenómenos apuntados de la siguiente forma. El individuo es consciente de que ciertas acciones se encuentran en el nivel más bajo de la escala respecto a las que suelen ser habituales; por otra parte, descubre en sí mismo una inclinación a realizar semejantes acciones, inclinación que le parece casi tan inmutable como su propio ser. ¡Cuánto le gustaría tratar de realizar ese otro tipo de acciones a las que generalmente se les reconoce un valor más noble y elevado! ¡Cuánto le gustaría sentirse rebosante de esa conciencia tranquila que debe proporcionar el pensamiento desinteresado! Pero, desgraciadamente, se queda sólo en este deseo; el descontento de no poder satisfacerlo se añade a los demás descontentos que han originado en él el vacío de la vida en general o las consecuencias de las llamadas malas acciones; se produce así un profundo malestar, que impulsa a buscar el examen de un médico que sea capaz de suprimir esta causa y todas las demás. Si el hombre simplemente se comparase con otros hombres con imparcialidad, este trance no se experimentaría con tanta amargura; entonces no tendría motivo para estar particularmente descontento de sí mismo y se limitaría a llevar una parte de esa carga general de descontento y de imperfección humana. Pero se compara con Dios, es decir, con un ser capaz únicamente de esas acciones llamadas no egoístas y que vive con la conciencia constante de pensar de un modo desinteresado. Cuando se mira en ese claro espejo, su ser le parece unas veces turbio y otras, extraordinariamente desfigurado. Más tarde, cuando piensa en ese mismo ser, se angustia, porque éste pende sobre su imaginación como una justicia que castiga; en todas sus posibles vivencias, grandes o pequeñas, cree reconocer su cólera, sus amenazas y hasta sentir de antemano los latigazos de sus jueces y verdugos. ¿Quién lo ayudará en este peligro que, ante la perspectiva de una duración inconmensurable del castigo, supera en atrocidad a todos los otros terrores de la fantasía?
133.
Antes de analizar esta situación en sus consecuencias posteriores, queremos dejar claro que, sin embargo, el hombre no ha llegado a este estado por su «culpa» ni por su «pecado», sino por una serie de errores de la razón; que es el espejo defectuoso el que le hace parecer tan odioso y sombrío, y que además ese espejo es obra
suya
, una obra bastante imperfecta de la imaginación y del discernimiento humano.
En primer lugar, un ser que sólo fuera capaz de acciones absolutamente no egoístas, seria más fabuloso aún que el ave fénix; ni tan siquiera nos lo podríamos imaginar claramente, porque toda idea de «acción no egoísta» se desvanece en el aire tras un análisis minucioso. Jamás el hombre haría algo que fuese únicamente en beneficio de los demás y sin ningún móvil personal; más aún, ¿cómo
podría
hacer algo que no tuviese relación con él y, por tanto, sin una fuerza interior (que ha de tener, empero, su razón de ser en una necesidad personal).? ¿Cómo podría obrar el
ego
sin
ego
? Por el contrario, un Dios que es
todo
amor, como se admite a veces, no sería capaz de ninguna acción exclusivamente no egoísta; a este respecto cabría recordar una reflexión de Lichtenberg, extraída, por supuesto, de un contexto más humilde: «No podemos
sentir
por los demás en modo alguno, como se suele decir: sentimos sólo por nosotros». Aunque esta máxima parezca dura, no lo es si se entiende bien. «No amamos ni a nuestro padre, ni a nuestra madre, ni a nuestro hijo, sino a los sentimientos agradables que éstos nos producen»; o como dice La Rochefoucauld: «Si creemos amar a nuestra amante por amor a ella, estamos muy equivocados». Por eso, los actos de amor se estiman más que los otros, no tanto por su esencia, cuanto por su utilidad; comparemos lo dicho con las investigaciones expuestas anteriormente «sobre el origen de los sentimientos morales».
Pero aunque el hombre deseara ser como ese Dios todo amor, que hace y quiere todo para los demás y nada para sí, sería por ello mismo imposible, porque, para poder hacer algo por amor a los demás, se tiene que hacer
mucho
por amor a uno mismo. Es más, esto supondría que el otro es lo bastante egoísta como para estar aceptando constantemente ese sacrificio, ese vivir para él; de tal modo que los hombres amantes y abnegados tienen interés en que subsistan los egoístas, los que no aman ni son capaces de sacrificarse, y para que se diera la moral más elevada, tendrían que
obligar
expresamente a que existiera la inmoralidad (por lo que, ciertamente, se anularía a sí misma).
Sigamos: la idea de Dios inquieta y humilla mientras se cree en ella, pero de lo que no se puede dudar, según el estado actual de la etnología comparada, es de cómo
surgió
. Al comprender su nacimiento, esa creencia se derrumba. Con el cristiano, que compara su ser con el de Dios, sucede con lo que con don Quijote, que desprecia su propia valentía porque está pensando en las maravillosas aventuras de los héroes de las novelas de caballería: la unidad que sirve de medida en ambos casos pertenece al reino de la fábula, pero si se ha suprimido la idea de Dios, lo mismo sucede con el sentimiento de «pecado», entendido como un crimen contra los preceptos divinos, como una mancha caída sobre las criaturas consagradas a Dios. En consecuencia, se mantiene probablemente esa inquietud habitual, que está ligada y emparentado con el miedo a los castigos de la justicia mundana o al desprecio de los demás, la inquietud del remordimiento de conciencia, el aguijón más agudo del sentimiento de culpa, se quiebra para siempre cuando nos damos cuenta de que con nuestros actos hemos violado la tradición humana, los preceptos y los mandatos humanos, pero sin haber hecho peligrar «la salvación eterna del alma» y su relación con la divinidad. Si el hombre llegara a tener a un tiempo la convicción filosófica de la necesidad absoluta de todas las acciones y la idea de su irresponsabilidad total, y la convirtiese en su carne y en su sangre, desaparecería ese remordimiento de conciencia residual.
134.
Ahora bien, si lo que ha inducido al cristiano al sentimiento de autodesprecio ha sido, como ya he dicho, un conjunto de determinados errores, esto es, una explicación falsa y no científica de sus acciones y de sus sentimientos, tiene que advertir con gran asombro que este estado de autodesprecio, de remordimiento de conciencia y de descontento en general no es estable, sino que, en ciertos momentos, desaparece del alma, volviendo a sentirse entonces libre y animado.
Bien es cierto que lo que lo ha llevado a la victoria es la autocomplacencia, el bienestar de su propia fuerza, unido al debilitamiento que necesariamente produce toda excitación profunda; el individuo siente que vuelve a amarse a sí mismo, pero este amor y esta autoestimación nuevos le resultan increíbles, no pudiendo ver en ello sino el descenso de lo alto de un rayo de misericordia totalmente inmerecido. Si antes creía percibir advertencias, amenazas, castigos y toda clase de signos de la cólera divina, ahora lo atribuye todo a la bondad de Dios; este acontecimiento le resulta agradable, aquel le parece una manifestación de ayuda, y un tercero, y en especial toda su disposición a disfrutar, una prueba de la generosidad de Dios. Al igual que antes, en su estado de descontento, interpretaba erróneamente sus acciones, ahora hace lo mismo con sus vivencias; interpreta esa disposición confiada como el efecto de un poder que reina fuera de él; el amor con que, en el fondo, se ama a sí mismo le parece un amor divino; lo que llama gracia y preludio de redención es, en realidad, una gracia y una redención que proceden de él mismo.
135.
Por consiguiente, la condición necesaria para hacerse cristiano y sentir la necesidad de la redención es una determinada psicología falsa y un cierto tipo de interpretación imaginaria de las motivaciones y de las experiencias.
Cuando se ve con claridad este extravío de la razón y de la fantasía, se deja de ser cristiano.
136. Sobre el ascetismo y la santidad de los cristianos.
Muchos pensadores aislados se han esforzado por ver en esas extrañas manifestaciones de la moral que suelen llamarse ascesis y santidad, algo milagroso, cuya explicación racional es ya casi un delito y un sacrilegio, tan fuerte es a su vez la seducción que induce a este delito. Un poderoso impulso de la naturaleza hizo que se elevaran en todo tiempo protestas generalizadas contra estas manifestaciones; como se ha dicho, la ciencia en cuanto tal, al ser una imitación de la naturaleza, permite al menos plantear objeciones a su presunta inexplicabilidad o inaccesibilidad. Bien es cierto que hasta ahora no lo ha conseguido: esas manifestaciones resultan siempre inexplicables, con gran regocijo de quienes veneran lo que la moral tiene de milagroso; porque, por lo general, lo inexplicado ha de ser absolutamente inexplicable y lo inexplicable absolutamente antinatural, sobrenatural, milagroso; así dice el postulado que encontramos en las almas de todos los individuos religiosos y metafísicos (y también de los artistas que son a la vez pensadores); mientras que el hombre de ciencia ve en este postulado un «mal principio». La primera consideración general y verosímil que cabe hacer al examinar la santidad y el ascetismo es que son cosas de naturaleza
compleja
, porque casi siempre nos ha complacido reducir lo supuestamente milagroso a lo complejo, a lo sometido a muchas condiciones. Atrevámonos, entonces, a aislar primero algunos impulsos concretos que se dan en el alma del santo y del asceta y finalmente a concebirlos unidos entre sí.