137.
Existe un
desafío a uno mismo
, a cuyas manifestaciones más sublimadas pertenecen numerosas formas de ascetismo.
En efecto, ciertos hombres tienen una necesidad tan grande de ejercitar su fuerza y su predisposición a dominar que, a falta de otros objetos o porque siempre han fracasado, acaban cayendo en la tentación de tiranizar ciertas partes de su propio ser, o, por así decirlo, ciertos fragmentos o rasgos de sí mismos. Así, más de un pensador profesa doctrinas que no ayudan visiblemente a aumentar o mejorar su reputación; más de uno suscita expresamente la desconsideración de los demás hacia él, cuando le sería más fácil permanecer en silencio para que lo siguieran estimando; otros recuerdan opiniones anteriores y no temen que desde ese momento los consideren inconsecuentes; al contrario, se esfuerzan y se comportan como valerosos caballeros que sólo disfrutan montando a caballo, cuando éste se enfurece, se llena de sudor y se torna asustadizo. De ahí que el hombre suba por peligrosos caminos hasta las cumbres más altas para burlarse de su angustia y de sus flaqueantes rodillas; de ahí que el filósofo profese ideas ascéticas, humildes y santas, ante cuyo resplandor se vuelve odiosamente fea su imagen. Esta tortura de sí mismo, esta ironía hacia la propia naturaleza, este despreciar y ser despreciado, a las que las religiones conceden tanta importancia, revelan, en realidad, un alto grado de vanidad. Toda la moral del Sermón de la Montaña se reduce a esto: el hombre experimenta una auténtica voluptuosidad cuando se violenta mediante exigencias excesivas, divinizando luego ese elemento tiránico que domina en su alma. Si en toda moral ascética el hombre adora una parte de sí mismo como si fuera divina, tiene necesariamente que considerar diabólicas a las otras partes.
138.
Como es sabido, el hombre no se muestra igualmente moral en todo momento; si juzgamos su moral por su capacidad de sacrificio en aras de los demás y de renuncia a sí mismo (lo que cuando se convierte en un hábito permanente se llama santidad), advertimos que donde más moral se muestra es en la
pasión
; esta emoción superior le permite tener unos impulsos completamente nuevos, de los que nunca se habría creído capaz en un estado de frialdad y de serenidad.
¿Cómo sucede esto? Probablemente por la proximidad que existe entre todo lo grande y aquello que excita emociones intensas; una vez que el hombre ha sido conducido a una tensión extraordinaria, lo mismo puede decidirse por una venganza terrible que por un horrible aniquilamiento de esa necesidad de venganza. Bajo la influencia de esa poderosa emoción, quiere lo grande, lo violento, lo monstruoso y advierte, accidentalmente, que el autosacrificio, que es por lo que se decide, le proporciona tanta o más satisfacción que el sacrificio de los demás. En realidad se trata sólo de descargar su emoción; para aliviar su excitación puede hacerse con los dardos del enemigo e incrustárselos en el pecho. Esta renuncia a uno mismo y la constatación de que no sólo hay grandeza en la venganza, lo ha tenido que aprender tras una larga costumbre; el símbolo más fuerte y eficaz de esta clase de grandeza es la idea de un dios autoinmolándose; esta renuncia
aparece
como el triunfo sobre el enemigo más difícil de vencer, como el sometimiento de una pasión, siendo considerada incluso como la cúspide de lo moral. En realidad, se trata de la confusión de una idea con otra, mientras que el ánimo se mantiene a la misma altura, al mismo nivel. Los individuos de sangre fría y de pasión sosegada no entienden la moral de esos momentos, pero la admiración de quienes los han vivido la mantiene en pie; cuando se debilita la pasión y la comprensión de su acto, les consuela el orgullo. Así, en el fondo tampoco son morales estos actos de renuncia a uno mismo, porque no se realizan expresamente en atención a otros; es mucho mejor decir que lo único que hace el otro es brindar al corazón sobreexcitado, la oportunidad de aliviarse mediante esta renuncia.
139.
En este aspecto, el asceta trata de hacerse la vida más ligera, y habitualmente lo consigue mediante una total sumisión a una voluntad ajena o a una ley o ritual importante, a la manera más o menos del
brahmán
, que no decide nada por sí mismo, sino que se guía en todo momento por un precepto sagrado.
Esta sumisión es un poderoso medio de autodominio; el individuo se mantiene ocupado y sin aburrirse, mientras que ningún estimulo excita su voluntad ni su pasión; no se siente responsable de los actos realizados y por consiguiente, no lo atormenta el arrepentimiento. Renunció para siempre a su voluntad, lo cual es más fácil que renunciar a ella ocasionalmente alguna vez, del mismo modo que es más fácil renunciar a un deseo que moderarlo. Si pensamos en la situación actual del individuo frente al Estado, advertimos que también en este caso la obediencia incondicional resulta más cómoda que la obediencia con reservas. Así, el santo aligera su vida mediante este abandono total de su personalidad, y nos engañamos cuando admiramos este fenómeno, considerándolo como el heroísmo supremo de la moral. En cualquier caso, es más penoso conservar la personalidad sin dudas ni confusiones, que separarnos de ella de la manera que acabamos de decir, además de que hace falta mucho más ingenio y reflexión.
140.
Tras haber encontrado en muchos actos difícilmente explicables diversas manifestaciones del placer que encierra
la emoción en sí
, cabría también interpretar el autodesprecio, que es uno de los rasgos de la santidad, y la mortificación personal (mediante el ayuno, las flagelaciones, los descoyuntamientos, la locura fingida) como medios con los que esas naturalezas combaten el cansancio general de su voluntad de vivir (de sus nervios); se sirven de medios de excitación y de las atrocidades más dolorosas para liberarse, al menos momentáneamente, de esa apatía y de ese tedio que a menudo les producen su gran indolencia de espíritu y su sumisión a una voluntad ajena.
141.
El medio más habitual que emplean el asceta y el santo para hacerse la vida soportable y entretenida consiste en guerrear de vez en cuando y en pasar de la victoria a la derrota.
Para ello necesita un adversario, y lo encuentra en el llamado «enemigo interior». Es decir, utiliza su inclinación a la vanidad, a la ambición, al ansia de poder y a satisfacer sus apetitos sensuales, para poder considerar su vida como un combate continuo y también como un campo de batalla en el que los espíritus del mal y los espíritus del bien libran una lucha con resultados distintos. Como se sabe, unas relaciones sexuales regulares reducen o incluso anulan la imaginación sensible, mientras que, en cambio, la abstinencia y el desorden la desatan y estimula. La imaginación de muchos santos cristianos era extraordinariamente obscena, pero no se sentían muy responsables de ella gracias a la teoría de que tales apetitos eran en realidad demonios que se desencadenaban en su interior; a tales sentimientos debemos la instructiva sinceridad de sus propios testimonios. Les convenía que se mantuviera siempre activa dicha lucha en alguna medida, porque gracias a ella, como he dicho, podían soportar su vida solitaria. Para que el combate fuera lo bastante importante para despertar en quienes no eran santos un interés y una admiración duraderos, se precisaba condenar y censurar cada vez con mayor rigor la sensualidad; es más, unir estrechamente el peligro de la condenación eterna a esta cuestión, lo que probablemente hizo que durante siglos enteros los cristianos engendrarán hijos con mala conciencia, causando con seguridad un grave daño a la humanidad. Y, sin embargo, la verdad se encuentra aquí cabeza abajo: actitud particularmente indecoroso para la verdad. Ciertamente, el Cristianismo había dicho que todo hombre ha sido concebido y ha nacido en pecado, idea que encontramos condensada en el insoportable Cristianismo superlativo de Calderón, bajo la paradoja más absurda que jamás haya existido, en los conocidos versos:
«Porque el delito mayor del hombre es haber nacido».
Aunque todas las religiones pesimistas consideran el acto de la generación como malo en sí, no es ésta una opinión generalizada entre los seres humanos ni tan siquiera es juzgada del mismo modo por todos los pesimistas. Empédocles, por ejemplo, no ve nada vergonzoso, diabólico ni pecaminoso en las cuestiones eróticas, sino que más bien vislumbra que en el gran prado de la desgracia lo único que suscita esperanzas de redención es la aparición de Afrodita, la cual le sirve como garantía de que la Discordia no dominará eternamente, sino que un día cederá el cetro a una divinidad más clemente. A los pesimistas prácticos del Cristianismo les interesaba, como he dicho, que se impusiera otra opinión: para la soledad y el desierto espiritual de su vida necesitaban siempre un enemigo vivo y reconocido por todos, a fin de combatir contra él y doblegarle, lo cual les hiciera aparecer ante los ojos de los no santos como unos individuos casi incomprensibles y sobrenaturales. Cuando este enemigo, a consecuencia de su modo de vida y de su quebrada salud, acababa huyendo para siempre, se las arreglaban inmediatamente para ver que su alma se encontraba poblada de nuevos demonios. La subida y el descenso alternativos de esos platillos de la balanza que son el orgullo y la humildad ocupaban a sus sutiles cerebros tanto como los estados alternativos de deseo y de tranquilidad del alma. Entonces la psicología no solo servía para recelar de todo lo humano, sino para calumniarlo, flagelarlo y crucificarlo;
querían
sentirse tan perversos y malos como fuera posible, trataban de preocuparse por la salvación del alma y desesperaban de sus propias fuerzas. Todo elemento natural al que el hombre atribuye la categoría de malo, de pecaminoso (como suele hacer hoy respecto a lo erótico), perturba y ensombrece a la imaginación, le da un aspecto aterrador y hace que el hombre luche consigo mismo y que se vea con inquietud y desconfianza; hasta sus sueños adquieren un sabor de conciencia atormentada. Y, sin embargo, en la realidad de las cosas, este sufrimiento carece por lo general de todo fundamento, porque no es más que el resultado de ciertas opiniones
sobre
las cosas. Es fácil comprender cuántos individuos se hacen peores por el hecho de considerar malo algo que es inevitablemente natural, experimentándolo luego como tal. Esta es la artimaña que emplean la religión y esas metafísicas que pretenden que el hombre es malo y pecador por naturaleza, y que lo
vuelven
malo al hacerle sospechar de sí mismo; de este modo, el individuo aprende a considerarse malo por no poder despojarse de su naturaleza.
Poco a poco, tras llevar largo tiempo una vida natural, se siente oprimido por la carga de pecados acumulados hasta el extremo de necesitar un poder sobrenatural que lo ayude a llevarla; así es como entra en escena la presunta necesidad de redención, que no se corresponde en absoluto con ninguna pecaminosidad real, sino adquirida por la educación. Si recorremos una a una las tesis morales contenidas en los escritos cristianos, descubriremos por doquier que se han exagerado las exigencias hasta un extremo en el que el hombre ya no
puede
responder a ellas; la intención no era que el individuo llegase a ser más moral, sino que se sintiera
lo más pecador posible
. Si este sentimiento no fuese
agradable
al hombre, ¿por qué habría producido semejante idea y cómo se habría mantenido durante tanto tiempo? Así como en el mundo antiguo se hizo aumentar la alegría de vivir mediante solemnes cultos, en los tiempos del Cristianismo se empleó un ingenio igualmente incalculable pero en otro sentido: el hombre debía sentirse pecador de todos modos y, por ello, había de ser excitado, estimulado, animado. Excitar, estimular, animar a cualquier precio, ¿no es ésta la consigna de una época debilitada, demasiado madura y supercivilizada? Mil veces se había recorrido el ciclo de todos los sentimientos naturales, hasta que el alma había llegado a cansarse: entonces fue cuando el santo y el asceta descubrieron un nuevo género de estímulos vitales. Los expusieron a los ojos de todos, no para que la mayoría los imitara, sino como un espectáculo terrorífico, aunque seductor, que se representaba en esos confines del mundo y del ultramundo donde cada cual creía entonces vislumbrar tan pronto rayos de luz celestial, como siniestras lenguas de fuego, que subían desde las profundidades. La mirada del santo dirigida, con cualquier pretexto, al significado terrible de la brevedad de la vida terrena, a la proximidad de un juicio final que decide sobre otra vida infinita; esa mirada ardiente en un cuerpo medio aniquilado, hacía que se estremecieran los hombres del mundo antiguo hasta lo más hondo; mirar, retirar la mirada temblando de espanto, volver a buscar el atractivo del espectáculo, ceder a él, saciarse de él hasta que el alma se estremeciese de ardor y de fiebre, ése fue el
último placer que ideó la antigüedad
, después de que llegara a aburrirle el espectáculo de las luchas de hombres y animales.
142.
Para resumir lo dicho: este estado anímico en el que se deleita el santo o el aprendiz de santo, se compone de elementos que todos conocemos muy bien, sólo que aparecen con un matiz distinto por influencia de ideas que no son religiosas, y entonces los hombres suelen censurarlas con dureza; mientras que con la aureola de la religión y del sentido último de la vida, pueden contar con la admiración e incluso con la veneración, en la misma medida al menos que en tiempos pasados.
Unas veces el santo se reta a sí mismo, lo cual guarda relación con su afán de dominio e incluso presta al solitario una sensación de poder; otras veces su desbordante sensibilidad salta del deseo de dar rienda suelta a sus pasiones al deseo de refrenarlas como caballos salvajes, bajo la presión poderosa de un alma orgullosa; otras veces quiere que cesen completamente todos los sentimientos que lo destruyen, torturan y excitan, quiere soñar despierto y descansar permanentemente en medio de una indolencia anodina, animal y vegetativa; otras veces busca la lucha y la enciende en sí mismo, porque el tedio le muestra su rostro bostezante; fustiga la divinización de sí mismo con el autodesprecio y se complace con esa crueldad consistente en despertar sus apetitos salvajes y sentir el dolor lacerante del pecado e incluso de la condenación, para refrenar luego sus pasiones, por ejemplo, el deseo imperioso de dominar, y mostrarse así extremadamente humilde; mediante estos contrastes, su alma acosada se ve arrancada de todos sus goznes; por ultimo, cuando sueña que tiene visiones o que habla con los muertos o con seres celestiales, tal vez está manifestando en el fondo el deseo de experimentar una forma rara de goce, al que estarían vinculados todos los demás. Novalis, que por experiencia y por instinto es una autoridad en materia de santidad, revela en cierta ocasión todo el secreto con ingenua alegría: «Resulta bastante sorprendente que desde tiempo atrás los hombres no se hayan percatado del íntimo parentesco y de la tendencia común que existen entre la voluptuosidad, la religión y la crueldad».