196. Quien narra bien, explica mal.
En los buenos narradores encontramos frecuentemente una seguridad, un rigor psicológico admirable, en la medida en que éste puede manifestarse en las acciones de sus, personajes, pero que contrasta de un modo verdaderamente ridículo con la torpeza de su reflexión psicológica: tan pronto su nivel cultural parece elevado y excepcional, como al momento siguiente resulta bajo y lamentable. Demasiadas veces los vemos dar una explicación ciertamente falsa de sus héroes y de los actos de éstos; la cosa no ofrece dudas, por muy inverosímil que parezca. Puede que el mejor pianista no haya reflexionado apenas sobre las condiciones técnicas, las virtudes, los vicios, las posibilidades de uso y de educación de cada uno de sus dedos (ética dactílica), y cometa graves errores cuando se ponga a hablar de estas cosas.
197. Los escritos de personas que conocemos y sus lectores.
Hacemos dos lecturas de los libros escritos por personas que conocemos (amigos y enemigos), porque nuestro conocimiento de ellas no deja de susurrarnos al oído: «esto es suyo, un rasgo característico de su naturaleza profunda, de los momentos más importantes de su vida, de su talento», y porque otro tipo de conocimiento trata paralelamente de determinar qué aporta intrínsecamente esa obra, qué valoración merece por sí misma, al margen de su autor, en qué medida enriquece nuestro saber. Ni que decir tiene que esas dos clases de lecturas y de valoraciones se estorban recíprocamente. Tampoco la conversación con un amigo proporcionará buenos frutos de conocimiento, a menos que uno y otro acaben no pensando más que en el asunto en cuestión y se olviden de que son amigos.
198. Sacrificar el ritmo.
Algunos buenos escritores cambian el ritmo de más de un período, tan sólo porque no creen que sus lectores ordinarios sean capaces de captar el metro al que se ajustaba el período en su primera versión; así les facilitan la tarea al dar preferencia a ritmos más conocidos. Esta consideración de la incapacidad rítmica de los lectores ha hecho ya suspirar a más de uno, porque ya son muchas las cosas que se le han sacrificado. ¿No sucedería lo mismo con algunos buenos músicos?
199. Lo Incompleto como atractivo artístico.
Lo incompleto produce a menudo más efecto que lo completo, sobre todo en el panegírico: para lo que se propone, necesita precisamente el encanto de lo inacabado, como un elemento irracional que extendiera un espejeante mar ante la imaginación del auditorio y ocultase, como una bruma, la orilla opuesta, es decir, los límites del ser que se trata de alabar. Cuando se citan los méritos conocidos de alguien, sin miedo a extenderse en los detalles, se hace nacer siempre la sospecha de que esos son todos sus méritos. Hacer un elogio completo, es ponerse por encima del hombre a quien se alaba; es como
verlo desde arriba
. De ahí que lo acabado tenga como efecto debilitar.
200. Precaución al escribir y al enseñar.
Quien se ha puesto a escribir y siente la pasión de hacerlo en casi todo lo que hace y lo que experimenta, no aprende más que lo que puede comunicar literariamente. Ya no piensa en sí mismo, sino en el escritor y en su público; quiere ver las cosas con profundidad, pero no para su uso personal. El que enseña es también incapaz, la mayoría de las veces, de obrar buscando su bien personal, porque siempre está pensando en el bien de sus alumnos, y sólo le complace el conocimiento que puede ser enseñado. Acaba considerándose como un lugar de paso del saber, en suma, como un medio puro y simple, hasta el punto de perder la seriedad en las cosas que le conciernen.
201. Los malos escritores resultan necesarios.
Siempre tiene que haber malos escritores, porque satisfacen el gusto de las generaciones demasiado jóvenes que no se han desarrollado aún y que tienen sus necesidades, al igual que las maduras. Si la vida humana fuese más larga, el número de individuos que llegaría a la madurez sería superior o al menos igual al de los individuos inmaduros; pero, siendo como es, la mayoría de los hombres mueren demasiado jóvenes, es decir, siempre existe una mayoría de individuos con un nivel bajo de inteligencia que tienen mal gusto. Además, éstos reclaman, con toda la vehemencia de la juventud, la satisfacción de sus nece
sidades, y forzosamente suscitan
la aparición de malos escritores para su uso.
202. Demasiado cerca y demasiado lejos.
A menudo sucede que el lector y el autor no se entienden porque éste último conoce tan bien una materia que la encuentra aburrida, lo que lo lleva a prescindir de ejemplos, aun conociéndolos a millares. El lector, a su vez, es ajeno a la materia y cree que ésta carece de buenos fundamentos cuando se le priva de ejemplos.
203. Una preparación para el arte que ha desaparecido.
De todo lo que se hacía en los institutos, lo más valioso era que los alumnos se ejercitaran en el estilo latino, lo que era propiamente un
ejercicio artístico
, frente a las otras asignaturas, que sólo buscaban el saber. Preferir la composición alemana es una auténtica barbaridad, ya que no tenemos un modelo de estilo alemán que responda a la elocuencia pública; pero si lo que se pretende con la composición alemana es fomentar el ejercicio del pensamiento, lo mejor sería entonces dejar de lado el estilo por el momento y distinguir, así, entre el ejercicio del pensamiento y el de la expresión. Este último debería incluir las diversas formas de abordar una determinada materia, y no la invención personal de una materia. La expresión de una determinada materia era simplemente toda la tarea que se proponía realizar el discurso latino, para el que los profesores antiguos tenían una finura auditiva que se ha perdido desde hace mucho. Antaño, quien aprendía a escribir bien en una lengua moderna, era porque se había ejercitado antes en el terreno del latín (hoy nos vemos obligados a recurrir a la escuela de los antiguos franceses), pero hay más: el alumno se formaba una idea de la nobleza y de la dificultad de la forma y se encontraba preparado para cualquier arte al seguir la única vía apropiada para ello; la de la práctica.
204. Lo oscuro junto a lo demasiado claro.
Los autores que no saben poner una luz general que ilumine el conjunto de sus ideas, prefieren describir los detalles con las expresiones y los superlativos más fuertes y exagerados. El efecto de luz que resulta de ello es el de un resplandor de antorchas que alumbrara los sinuosos senderos de un bosque.
205. Pintura literaria.
La mejor forma de representar un objeto cargado de significado es extraer, como un químico, de ese objeto los colores con los que se lo pintará, sirviéndose entonces de ellos como hace el artista; de forma que se haga surgir el dibujo de las separaciones y de las transiciones de colores. El cuadro conservará algo de ese elemento natural tan atractivo que presta su significado a dicho objeto.
206. Libros que enseñan a danzar.
Hay escritores que, como saben representar lo imposible bajo la capa de lo posible y hablar de la moral y del genio como si ambos no fuesen más que una fantasía y una arbitrariedad, despiertan un sentimiento exuberante de libertad, que hace que el hombre se ponga de puntillas y no pueda menos que empezar a danzar, a impulsos de su alegría interior.
207. Pensamientos inacabados.
Lo mismo que no sólo la edad viril, sino también la juventud y la infancia tienen un valor
en sí
y no han de ser consideradas en modo alguno como transiciones o puentes, igualmente los pensamientos que no han llegado a su total desarrollo tienen también su propio valor. Por eso no hay que enfadar a un poeta con una interpretación demasiado sutil, sino recrearse con la incertidumbre de su horizonte como si hubiese allí una vía abierta a múltiples ideas: estar en el umbral, aguardar como si se fuera a desenterrar un tesoro, como si al punto se fuera a hacer el feliz descubrimiento de unos profundos pensamientos. El poeta anticipa algo de la felicidad del pensador al descubrir una idea esencial, llenándonos así del deseo de lanzarnos hacia ella; pero surge la idea, nos roza la cabeza juguetona y despliega sus alas más bellas de mariposa; y sin embargo, se nos escapa.
208. El libro casi se convierte en hombre.
Para todo escritor constituye una sorpresa siempre nueva que su libro siga viviendo su propia vida, cuando se separa de él; tiene la misma impresión que un insecto al que se le desprende una parte de su cuerpo y ésta sigue en adelante su propio camino. Puede que olvide ese libro casi por completo, que supere las ideas que depositó en él, que incluso ya no lo comprenda y que haya perdido aquellas alas con las que emprendía el vuelo en la época en que lo concibió; sin embargo, el libro busca autores, enciende vidas, inspira miedo y alegría, engendra nuevas obras, se convierte en el alma de algunos proyectos, de ciertas acciones, en suma, aún no siendo una persona, vive como un ser dotado de alma y de espíritu. ¡Dichoso el autor que en su vejez puede decir que en sus escritos siguen viviendo todos sus pensamientos y todos sus sentimientos llenos de vida, de fuerza, de elevación y de
luz
, y que, aunque él no represente ya más que la ceniza gris, su fuego se ha salvado y propagado en todas direcciones! Si consideramos ahora que toda acción humana, no sólo un libro, acaba de algún modo produciendo otras acciones, decisiones o pensamientos, que todo lo que sucede se encadena indisolublemente a todo lo que sucederá, reconoceremos que existe una
inmortalidad
real, la del movimiento: todo lo que alguna vez fue puesto en movimiento será recogido, como un insecto en ámbar, y eternizado en el entramado total del ser.
209. Alegría en la vejez.
El pensador, así como el artista, que ha guardado en sus obras lo mejor de sí mismo, siente una alegría casi maligna al ver cómo su cuerpo y su espíritu son dañados y destruidos por el paso del tiempo, como si observara a un ladrón forzando su caja de caudales, sabiendo que está vacía y que todos sus tesoros se encuentran a buen recaudo.
210. Fecundidad serena.
Los aristócratas de nacimiento en el campo del espíritu no se dan demasiada prisa: sus creaciones brotan y caen del árbol en una tarde tranquila de otoño, sin que hayan sido deseadas, forzadas ni devoradas por otros con apremio. El ansía de estar creando sin tregua ni descanso es vulgar y manifiesta celos, envidia, ambición. Cuando se es algo, no se necesita verdaderamente hacer nada y, sin embargo, se hace mucho, Hay un tipo humano más elevado que se encuentra por encima del individuo «productivo».
211. Aquiles y Homero.
Siempre sucede como con Aquiles y Homero; uno tiene la experiencia y el sentimiento vital, y el otro los
describe
. Un verdadero escritor no hace más que poner palabras a la pasión y a la experiencia de otros; es artista porque es capaz de adivinar muchas cosas partiendo de lo poco que ha experimentado. Los artistas no son ni mucho menos hombres de grandes pasiones, aunque a menudo se las
den
de tales con el sentimiento inconsciente de que se concederá más crédito a su pasión fingida si su propia vida testimonia su experiencia en la materia. Basta con dejarse llevar, no ser dueño de uno mismo, dar rienda suelta a la ira y a la concupiscencia y todo el mundo exclamará al punto: ¡qué apasionado es! Pero la pasión que causa profundos estragos, la pasión que roe y que a menudo devora al individuo reviste otra forma de seriedad; quien la experimenta no la describirá seguramente en novelas ni en obras dramáticas o musicales. Los artistas suelen ser individuos
licenciosos
, en la medida en que no son artistas; pero esto es otra cuestión.
212. Dudas antiguas sobre la acción que ejerce el arte.
¿Será verdad, como quería Aristóteles, que la tragedia purifica el miedo y la compasión del auditorio, hasta el punto de que éste vuelva a su casa más frío y sosegado? ¿Qué las historias de fantasmas hacen menos cobardes y supersticiosos a quienes las escuchan? Bien es cierto que en determinados fenómenos físicos, como la capacidad amorosa, la satisfacción de una necesidad produce una sedación y un debilitamiento pasajero del instinto. Pero el miedo y la compasión no son, en este sentido, urgencias de determinados órganos que piden ser satisfechas. Y a la larga, el ejercicio de la satisfacción
refuerza
incluso el instinto, a pesar de esas periódicas sedaciones. Es posible que, en casos aislados, la tragedia modere y purifique el miedo y la compasión; pero en conjunto pueden no obstante verse aumentados por el efecto de la tragedia, por lo que, pese a todo, tendría razón Platón al pensar que la tragedia nos hace por lo general más temerosos e impresionables. El propio poeta trágico se sentiría, entonces, necesariamente afectado por una visión lúgubre y angustiosa del mundo y tendría un alma tierna, excitable, proclive al llanto; lo mismo que sería conforme a la opinión de Platón que los poetas trágicos, y como ellos las ciudades enteras que tanto se deleitan con sus obras, degeneraran hasta caer en una desmesurada sin freno, continuamente creciente. Pero ¿qué derecho tiene nuestra época a dar una respuesta a la gran pregunta de Platón sobre la influencia moral del arte? Aún cuando tuviéramos el arte, ¿dónde estaría su influencia,
cómo
nos influiría realmente ese arte?
213. Placer por lo absurdo.
¿Cómo puede encontrar el hombre placer en lo absurdo? Porque este es el caso siempre que se produce la risa en el mundo; cabe decir incluso que casi siempre que se da la felicidad, existe el placer por lo absurdo. La aparición de lo contrario a la experiencia, la conversión de lo práctico en gratuito, de lo necesario en arbitrario, pero de forma que esa situación no nos acarree ningún mal y que, por exuberancia, sólo se nos presente una vez, constituye para nosotros un motivo de regocijo que nos libera en efecto momentáneamente de la sujeción a la necesidad, de la subordinación a lo útil y a lo practico, a quienes tenemos de ordinario por amos implacables; gozamos y reímos cada vez que lo previsto (que suele suscitar preocupaciones e inquietudes) estalla sin herirnos. Es la alegría de los esclavos en las fiestas saturnales.
214. Ennoblecimiento de la realidad.
Del hecho de que los hombres vieran una divinidad en la inclinación erótica y la sintieran obrar en ellos con gratitud y veneración, este afecto se fue impregnando a lo largo de las épocas de una serie de ideas más elevadas, siendo, en consecuencia, ennoblecido efectivamente de un modo considerable. Gracias a este arte de la idealización, ciertos pueblos supieron convertir sus enfermedades en poderosos auxiliares de la cultura; por ejemplo, los griegos, que en los primeros siglos padecieron graves epidemias de enfermedades nerviosas (del tipo de la epilepsia y del baile de San Vito), formaron de ellas el tipo magnífico de la bacante. Los griegos no poseían en modo alguno una salud a toda prueba; su secreto fue venerar la enfermedad como algo divino, siempre que esta estuviera dotada de
poder