431. Adversarios amables.
La tendencia que tienen por naturaleza las mujeres a una vida tranquila y ordenada y a unas relaciones armónicas y felices, esa especie de aceite que extiende su influjo para apaciguar el mar de la vida, va involuntariamente en contra de la tendencia íntima del espíritu libre a un mayor heroísmo. Sin duda, las mujeres hacen lo que el que quita las piedras del camino por donde ha de pasar un mineralogista para que no tropiecen sus pies con ellas, cuando precisamente éste, se ha puesto en camino con
el único fin
de encontrarlas.
432. Disonancia de dos consonancias.
Las mujeres quieren servir, y encuentran en ello su felicidad; y el espíritu libre no quiere ser servido, y encuentra en ello su felicidad.
433. Jantipa.
Sócrates encontró la mujer que necesitaba, aunque tampoco la hubiera buscado de haberla conocido lo suficiente, porque el heroísmo de este espíritu libre no hubiese llegado hasta ese extremo. El hecho es que Jantipa lo impulsó siempre a cumplir su misión originaria, al hacerle su casa inhabitable e inhóspito: Fue ella quien le enseñó a vivir en la calle y a andar vagabundeando y charlando por todas partes, haciendo de él el mayor dialéctico de las calles de Atenas. Por último, él mismo acabó comparándose con un tábano que un dios hubiera puesto en la parte más alta del lomo de ese hermoso caballo que era Atenas, para no dejarle descansar nunca.
434. Ceguera para lo lejano.
Lo mismo que las madres no sienten ni ven realmente más que los sufrimientos de sus hijos, que caen dentro de su sensibilidad y de sus ojos, las mujeres de los hombres con aspiraciones elevadas no pueden soportar tampoco el ver a sus maridos sufriendo incomprensiones y desprecios, mientras que todo ello es quizás no sólo un signo de que han tomado el camino correcto en la vida, sino también la garantía de que un día
han de alcanzar
sus ambiciosos objetivos. Las mujeres intrigan siempre en secreto contra la grandeza de alma de sus maridos; tratan de frustrarles su futuro, en aras de un presente cómodo y sin preocupaciones.
435. Poder y libertad.
Por mucho que valoren las mujeres a sus maridos, respetan más aún el poder y las ideas socialmente reconocidos. Al haber estado, durante milenios, inclinadas ante todos los amos, con las manos cruzadas en el pecho, se han acostumbrado a plegarse a la opinión de otro y desaprueban toda sublevación contra el poder establecido. Del mismo modo, sin pretenderlo deliberadamente y más bien por instinto, se enganchan a las ruedas del pensamiento libre como una especie de cuña que frena su impulso de independencia, y en ocasiones exasperan a sus maridos, sobre todo cuando llegan a convencerlos de que, en el fondo, las mueve el amor que sienten por ellos. Desaprobar los medios que emplean las mujeres y respetar los motivos que los inspiran, constituyen con frecuencia una muestra de buenos modales por parte de los hombres, pero más a menudo aún una causa de su desesperación.
436. Ceterum censeo.
Da risa ver que gente sin un céntimo decreta la abolición de los derechos de sucesión, y que individuos sin hijos se dedican a dar leyes prácticas a un país. Es evidente que su navío no tiene bastante lastre para lanzarse con total seguridad al océano del porvenir. Pero resulta igualmente absurdo que quien se ha fijado como tarea alcanzar el mayor conocimiento posible y valorar la existencia en conjunto, se llene de preocupaciones personales por tener que alimentar y proteger a una familia, que cuidar a una mujer y a unos hijos, y despliegue delante de su telescopio ese tupido velo que apenas deja penetrar algunos rayos del lejano universo de las estrellas. De ahí que haya llegado a pensar que, en el terreno de las especulaciones filosóficas más elevadas, todo individuo casado resulta sospechoso.
437. Para acabar.
Hay varias clases de cicuta y el destino encuentra casi siempre la ocasión de llevar una copa de este veneno a los labios del espíritu libre, para «castigarlo», como dice luego todo el mundo. ¿Qué hacen entonces las mujeres que hay a su alrededor? Se ponen a gritar, a dar lamentos y a turbar probablemente el descanso del pensador cuando se pone su sol; es lo que hicieron en la cárcel de Atenas. «¡Critón, manda que alguien haga salir a esas mujeres!», acabó diciendo Sócrates.
438. Pedir la palabra.
El carácter demagógico y el propósito de influir en las masas son hoy comunes a todos los partidos; en virtud de ese propósito, todos sienten la necesidad de convertir sus principios en grandes necedades de las dimensiones de un fresco para poder pintarlas en las paredes. Nada de esto se puede cambiar y hasta resulta superfluo levantar el dedo para oponerse a ello; ya que en esta cuestión cabe aplicar aquella frase de Voltaire que dice: «Cuando el populacho se pone a razonar, todo está perdido». Una vez consumado este hecho, hay que resignarse a la nueva situación, como nos resignamos cuando un temblor de tierra desplaza las viejas lindes, devastando los contornos y la configuración del suelo, modificando el valor de la propiedad. Además, si de lo que se trata en lo sucesivo es de que toda política haga la vida soportable al mayor número posible, creo que es a esa mayoría a quien toca también decidir qué es lo que entiende por una vida soportable, y si se cree con la suficiente inteligencia para hallar igualmente los medios adecuados para conseguir ese fin, ¿de qué servirá dudar de ello?
Han manifestado que
quieren ser
los artífices de su felicidad, de su desgracia; y si ese sentimiento de autonomía, ese orgullo por las cinco o seis ideas que albergan en la cabeza y que pregonan, les hacen, realmente, la vida tan agradable como para soportar con alegría las consecuencias fatales de su estrechez de espíritu, ya no hay gran cosa que objetar, siempre y cuando esa estrechez no llegue a exigir que
todo
entre, en este sentido, dentro de la política y que
todo el mundo
haya de vivir y de actuar según ese criterio. En primer lugar, hay, en efecto, que permitir que algunos se abstengan de la política y que se queden un tanto al margen; porque también a éstos los impulsa el ansia de autonomía y pueden sentir asimismo cierto orgullo guardando silencio cuando hay muchos que hablan demasiado o cuando simplemente se habla demasiado. En segundo lugar, hay que tolerar que esos pocos no se tomen totalmente en serio la felicidad de la mayoría, ya se trate de pueblos enteros o de sectores sociales, y que se permitan de vez en cuando una sonrisa irónica, porque su seriedad está en otra parte, su felicidad se define de otro modo, su meta no se deja tomar por esas torpes manos que no tienen más que cinco dedos. Por último, y esto es lo que más difícilmente se les concederá, aunque debe permitírselas también, salir de cuando en cuando de su taciturna soledad y probar una vez más la fuerza de sus pulmones; entonces, como quien se ha extraviado en un bosque, se llaman para hacerse reconocer y animarse mutuamente: lo que, naturalmente, hace que algunas de las cosas que propagan suenen mal a los oídos de aquellos a quienes no van destinadas. Una vez dicho esto, vuelve a reinar el silencio en el bosque, un silencio tan profundo que deja oír con más claridad que nunca los silbidos, los zumbidos y el revolotear de los innumerables insectos que viven en ese bosque, por arriba y por abajo.
439. La Cultura y la Casta.
No puede nacer una cultura superior más que en aquellas sociedades en donde existan dos castas claramente diferenciadas: la de los trabajadores y la de los ociosos, capaces de verdadero ocio; o, con palabras más fuertes, la casta del trabajo forzado y la casta del trabajo libre. El reparto de la felicidad no es un punto de vista fundamental cuando se trata de crear una cultura superior; pero el hecho es que la casta de los ociosos tiene una mayor capacidad de sufrimiento, que sufre más, que su alegría de vivir es menor y que su tarea es más pesada. Si se produce un intercambio entre las dos castas, de forma que los individuos más obtusos y menos inteligentes de la casta superior son relegados a la casta inferior, y a su vez los seres más libres de ésta tienen acceso a la otra, se logra un estado más allá del cual no se ve más que el mar abierto de las aspiraciones ilimitadas. Esto es lo que nos dice la voz agonizante del pasado; pero ¿habrá hoy oídos que la oigan?
440. En virtud de la sangre.
La ventaja que, en virtud de su sangre, tienen hombres y mujeres sobre los demás y que les confiere el derecho indudable de disfrutar de una estima más elevada son dos artes que la herencia ha ido perfeccionando cada vez más: el arte de mandar y el arte de obedecer con orgullo. En nuestros días, allí donde el mando constituye una parte del trabajo diario (como en el mundo de las grandes empresas comerciales y de las grandes industrias), se produce un hecho similar al de esas familias que tienen ese arte «en virtud de su sangre», pero les falta la noble actitud al obedecer, que en aquéllas compone un legado de la vida feudal y que no logra echar raíces en el clima de nuestra cultura.
441. La subordinación.
La subordinación, a la que tanta importancia se concede en el Estado de militares y de funcionarios, no tardará en perder su crédito, como ya lo ha hecho la táctica peculiar de los jesuitas; y cuando ya no sea posible esa subordinación, no se seguirán logrando efectos sumamente asombrosos, por lo que el mundo se verá empobrecido. Ahora bien, no puede menos que desaparecer, porque desaparece su fundamento, esto es, la fe en la autoridad absoluta, en la verdad definitiva; incluso en los Estados militares no basta la coacción física para producirla, porque se requiere la adoración hereditaria de la dignidad principesca como algo sobrehumano. En un estado social
más libre
, no se da más que una sumisión sujeta a ciertas condiciones, en virtud de un contrato recíproco, es decir, con todas las reservas del interés personal.
442. Los ejércitos nacionales.
El mayor inconveniente de los ejércitos nacionales, tan alabados en nuestros días, radica en el derroche de hombres de cultura superior que suponen, siendo así que tales individuos sólo se dan en virtud de una feliz coincidencia de circunstancias. ¡Con qué cuidado, economía y celo deberían ser tratados, ya que se requieren enormes períodos de tiempo para crear las condiciones favorables que producen esos cerebros de tan delicada organización! Pero lo mismo que los griegos derramaban a oleadas sangre griega, así hacen hoy los europeos con la sangre europea; bien entendido que siempre se sacrifica en mayor proporción a hombres de la más elevada cultura, pese a ser la garantía de una posteridad abundante y eminente, habida cuenta de que son los que están, como jefes, en primera línea de batalla y de que se exponen en mayor medida a los peligros por ser más ambiciosos que ningún otro. En una época como la nuestra en que se impone llevar a cabo tareas distintas y más elevadas que la
patria y el honor
, ese patriotismo vulgar al estilo romano, o bien es una muestra de mala fe, o bien constituye un índice de retroceso.
443. La esperanza como arrogancia.
Nuestro orden social se fundirá lentamente, como se fundieron todos los órdenes anteriores, en cuanto los soles de nuevas ideas empiecen a producir con sus rayos un nuevo, ardor en los hombres. No cabe
desear
ese deshielo más que esperándolo; y no puede razonablemente esperarse más que creyendo que uno mismo y los que son semejantes a nosotros tenemos más fuerza en el corazón y en el cerebro que los representantes del orden establecido. De ahí que, corrientemente, esa esperanza sea una
arrogancia, un exceso de autoestima
.
444. La guerra.
En contra de la guerra podemos decir que embrutece a los vencedores y hace malvados a los vencidos. A favor de ella, que, al introducir la barbarie mediante los dos efectos mencionados y acercarnos por ello a la naturaleza, supone un sueño o una hibernación de la cultura, de los que el hombre sale fortalecido tanto para el bien como para el mal.
445. Al servicio del príncipe.
Para obrar sin detenerse ante nada, lo mejor que puede hacer un hombre de Estado es realizar su obra no por él, sino por un príncipe. Los ojos del observador quedarán tan deslumbrados por el resplandor de tamaño desinterés que no verán las perfidias y crueldades que implica la labor de todo hombre de Estado.
446. Cuestión de fuerza, no de derecho.
Para quienes tienen en cuenta la utilidad superior de cualquier cosa, el socialismo, suponiendo que sea
realmente
la rebelión de los oprimidos contra los opresores que los han estado aplastando durante milenios, no constituye una cuestión
de derecho
(con esta ridícula y cobarde pregunta: «¿hasta qué punto
se debe
ceder a sus reivindicaciones?»), sino sólo una cuestión
de poder («¿hasta qué punto se puede
hacer uso de sus reivindicaciones?»). En suma, es como si se tratara de una fuerza natural, como el vapor, por ejemplo, que o bien es sometido por el hombre a su servicio, como dios de la máquina, o bien, si la máquina es defectuosa, es decir, si el hombre al construirla cometió algún error de cálculo, hace saltar a la vez a la máquina y al hombre. Para resolver esta cuestión de poder hay que saber cuál es la fuerza del socialismo, de qué forma puede utilizarse todavía como palanca poderosa en el juego actual de las fuerzas políticas; llegado el caso, haría falta incluso hacer todo lo posible para reforzarlo. Ante toda gran fuerza (aunque fuera la más peligrosa), la humanidad debe pensar en convertirla en instrumento de sus fines. Parece que el socialismo sólo llegaría a
tener derechos
si se declarase una guerra entre los dos poderes representados por el orden antiguo el orden nuevo, y si un cálculo prudente de las posibilidades de conservación y de acuerdo entre ambas facciones produjera en ellas el deseo de firmar un tratado. Sin tratados, no hay derechos. Pero hasta hoy no ha habido en este terreno ni guerras ni tratados, por lo que tampoco hay derechos ni «deberes».
447. Utilización de la más insignificante falta de honradez.
El poder de la prensa radica en que cada individuo se siente poco sujeto a vínculos y obligaciones. Ordinariamente expresa su opinión, pero también puede no expresarla para servir a su partido, a la política de su país o a sus intereses personales. Al individuo no le cuesta demasiado soportar estos pequeños delitos de mala fe o quizás de simple silencio malintencionado, pero las consecuencias de ello son incalculables porque estos pequeños delitos los cometen a la vez muchas personas. Cada una de ellas se dice: «A cambio de estos servicios insignificantes, vivo mejor, consigo ganar lo suficiente; me resulta imposible evitar estos compromisos». Como moralmente resulta casi indiferente escribir o no una línea más o menos, tal vez incluso sin firma alguna, quien tenga dinero e influencia puede convertir cualquier opinión en una opinión pública. De ahí que, quien sabe que la mayoría de la gente es débil en cuestiones sin importancia y trata de servirse de ella para alcanzar sus fines personales, es siempre un individuo peligroso.