Humano demasiado humano (14 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

BOOK: Humano demasiado humano
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¿Cómo ejercer una influencia en estas terribles incógnitas? Lo preguntaban e investigaban con angustia, porque, ¿no habrá acaso un medio de regular esas potencias, es decir, una ley o una tradición como las que nos regulan a nosotros? La reflexión del hombre que cree en la magia y en el milagro conduce a
imponer una ley a la naturaleza
; y por decirlo en pocas palabras, el culto religioso es fruto de esa reflexión. El problema que ese individuo se plantea se halla estrechamente relacionado con éste otro: ¿cómo la raza
más débil
puede dictar leyes a la
más fuerte
, regirla, guiar sus acciones (respecto a la más débil)? Lo primero que se le ocurre es utilizar el medio más inocente de sujeción, que es la que se produce cuando nos ganamos la
simpatía de
alguien. Mediante súplicas y ruegos, sometiéndose a diversas obligaciones y a hacer ofrendas con regularidad o realizando ceremonias de alabanza, es posible ejercer también una coacción sobre las potencias de la naturaleza, una vez ganadas sus simpatías: el amor ata a otros y nos ata. Después se pueden esta
blecer acuerdos
en los que las partes se obliguen recíprocamente a una conducta determinada, se dan las garantías pertinentes y se intercambian los respectivos juramentos. Existe, no obstante, una forma de sujeción más importante aún: la de la magia y los hechizos. Del mismo modo que, con la ayuda del hechicero, el hombre sabe cómo hostigar a un enemigo más fuerte y hacer que se le rinda y cómo actúan a distancia los filtros amorosos, el individuo más débil cree igualmente poder doblegar a los poderosos espíritus de la naturaleza.

El medio principal que utiliza la magia es hacerse con algo que pertenezca a alguien, ya sean cabellos, uñas, un poco de comida de su mesa, su propia imagen o su nombre. Una vez en posesión de tales cosas, el individuo puede comenzar el hechizo, ya que el presupuesto fundamental es que a todo lo espiritual corresponde algo corporal en virtud de lo cual se puede encadenar, dañar o destruir a un espíritu; el elemento corporal proporciona el asidero para influir en lo espiritual. Por tanto, del mismo modo que un individuo puede influir en otro, cabe también influir en cualquier espíritu de la naturaleza, ya que éste tiene también un elemento corporal por donde se lo puede atrapar. La misteriosa semejanza existente entre un árbol y el germen del que ha brotado, parece demostrar que un mismo espíritu configura a ambas formas, ya sean grandes o pequeñas. La piedra que empieza a rodar de pronto tiene un cuerpo en cuyo interior se agita un espíritu; si hay en un llano un bloque de piedra, parece imposible que haya sido llevado allí por una fuerza humana, por lo que hay que pensar entonces que ha llegado allí por sí mismo, esto es, que alberga un espíritu en su interior. Todo lo que tiene cuerpo, puede ser hechizado, lo que vale también para los espíritus de la naturaleza. Si un dios está directamente ligado a su imagen, podemos ejercer en él una coacción totalmente directa (no dándole de comer, flagelándolo, etc.). En China, la gente, para conseguir el beneficio de un dios que los ha abandonado, llenan su imagen de cadenas, la rompen en pedazos y la arrastran por las calles entre el barro y las basuras, diciéndole: «¡Espíritu perruno! Te albergamos en un magnífico templo, te embellecimos y te alimentamos; hemos hecho sacrificios en tu honor y, sin embargo, has sido ingrato». Semejantes medidas de coacción contra imágenes de los santos o de la Virgen, cuando éstos no cumplen con su deber, como en épocas de peste y de sequía, se siguen produciendo en nuestro siglo en países católicos.

Todas estas relaciones mágicas con la naturaleza generan numerosas ceremonias; por último, cuando éstas adquieren un carácter caótico, los hombres se esfuerzan en ordenarlas y sistematizarlas, de forma que se crea asegurar la marcha favorable de todo el curso de la naturaleza, especialmente del gran ciclo anual, mediante el correspondiente desarrollo de un sistema de procedimiento. El sentido del culto religioso es ordenar y disponer la naturaleza en beneficio del hombre,
imprimirle una legalidad que antes no tenía
, mientras que actualmente se quiere
conocer
la legalidad de la naturaleza para penetrar en ella. En suma, el culto religioso se basa en la idea de hechizo que un individuo puede hacer a otro y el hechicero es más antiguo que el sacerdote. Pero también se basa en otras ideas que, además de distintas, son más refinadas, como las relaciones de simpatía entre los individuos, la existencia de la benevolencia, de la gratitud, de la atención que se presta a quien suplica, de los pactos entre enemigos, de la concesión de garantía, del derecho a la protección de la propiedad. Hasta en los estadios más inferiores de la civilización, el hombre no se halla frente a la naturaleza en la situación de un esclavo impotente, no es necesariamente un pasivo siervo suyo. En el estadio religioso
griego
, sobre todo respecto a los dioses del Olimpo, hasta cabe pensar en la coexistencia de dos castas: Una más noble y poderosa; y otra menos noble, aunque ambas se corresponden mutuamente por su origen, son de
una misma
especie y no se avergüenzan la una de la otra. En esto consiste la nobleza de la religiosidad griega.

112. Una consideración sobre ciertos objetos sagrados de la antigüedad.

En la combinación de lo burlesco y hasta de lo obsceno con el sentimiento religioso, observamos cuántos sentimientos se han perdido para nosotros; se ha desvanecido el sentimiento de que puede darse dicha asociación, y sólo concebimos que pudo existir históricamente en las fiestas de Deméter y Dionisos, en los Juegos de Pascua y en los misterios cristianos; pero aún reconocemos lo sublime unido a lo burlesco y cosas afines, y lo conmovedor fundido con lo ridículo, algo que tal vez una época posterior ya no comprenderá.

113. El Cristianismo como antigualla.

Cuando en una mañana de domingo oímos repicar las viejas campanas, nos preguntamos: ¿Es posible? Esto se hace por un judío crucificado hace dos mil años, que se decía Hijo de Dios, sin que se haya podido comprobar semejante afirmación. Seguramente la religión cristiana es, en nuestros tiempos, una antigualla que perdura desde una época muy remota, y el hecho de que se crea en esa afirmación, con lo rigurosos que nos hemos vuelto a la hora de exigir pruebas de las aseveraciones, quizá sea la parte más antigua de esa herencia. Un dios que engendra hijos con una madre mortal; un sabio que recomienda que no se trabaje ni que se administre justicia, sino que nos preocupemos por los signos del inminente fin del mundo; una justicia que toma al inocente como víctima propiciatoria; un individuo que invita a sus discípulos a beber su sangre; oraciones e intervenciones milagrosas; pecados cometidos contra un dios y expiados por ese mismo dios; el miedo al más allá cuyo portón es la muerte; la figura de la cruz como símbolo en una época que ya no sabe su significado infamante… ¡Qué escalofrío nos produce todo esto, como si saliera de la tumba de un remoto pasado! ¿Quién iba a pensar que se seguiría creyendo en algo así?

114. Lo que el Cristianismo no tiene de griego.

Los griegos no veían a los dioses homéricos por encima de ellos, es decir, como amos, ni tampoco se veían ellos por debajo de los dioses, como siervos, al igual que los judíos. No veían en esos dioses sino el reflejo de los ejemplares más logrados de su propia estirpe; es decir, como un ideal y no como lo contrario de su propio ser. Se consideraban emparentados unos con otros, vinculados por un interés recíproco, por una especie de alianza. Cuando el hombre se provee de tales dioses, adquiere una idea noble de sí mismo y se sitúa en una relación similar a la existente entre la baja y la alta nobleza. En cambio, los pueblos itálicos tenían una religión propia de campesinos, en permanente angustia ante potencias y espíritus torturadores, malignos y arbitrarios. Allí donde entraban en retroceso los dioses del Olimpo, la vida griega se hacia también más sombría y angustiada. El Cristianismo, por el contrario, aplastaba y destruía al hombre totalmente, haciéndolo caer en la más absoluta abyección, en una profunda ciénaga, para hacer que brillara luego un repentino resplandor de misericordia divina; el hombre, sorprendido y aturdido ante tamaña indulgencia, lanzaba un grito extasiado y creía albergar por un instante en su seno a todo el cielo. Todas las invenciones psicológicas del Cristianismo conducen a este exceso enfermizo del sentimiento y a una corrupción inevitable y profunda de la cabeza y del corazón; lo que quiere es aniquilar, destruir, aturdir y embriagar; y lo único que no quiere es la
medida
. Por eso el Cristianismo es, en su sentido más profundo, bárbaro, asiático, innoble: en suma, no griego.

115. La ventaja de ser religioso.

Hay honrados comerciantes y personas muy sensatas a quienes la religión les pone la aureola de una humanidad más elevada: éstos hacen bien en ser religiosos, porque ello los embellece. Quienes no comprenden bien el manejo de las armas, incluyendo entre éstas la palabra y la pluma, se convierten en individuos serviles. La religión cristiana les resulta de gran utilidad, puesto que, además de embellecerlos admirablemente, convierte su servilismo en una virtud propiamente cristiana. Las personas cuya vida diaria transcurre entre el tedio y la monotonía se vuelven fácilmente religiosas. Pero aunque esto sea comprensible y excusable, no les da derecho a exigir que sean religiosos quienes no llevan una vida tan vacía y monótona.

116. El cristiano corriente.

Si el Cristianismo estuviese en lo cierto al afirmar que hay un dios vengativo, que el hombre está en pecado y que existe la predestinación y el peligro de condenarse eternamente, seria una señal de debilidad y de falta de carácter no hacerse sacerdote, apóstol o misionero y no dedicarse exclusivamente, con horror y temblor, a buscar la propia salvación. Sería absurdo, así, perder de vista un beneficio eterno a cambio de una comodidad efímera. Dado el supuesto de que
cree
en todo esto, el cristiano corriente es un personaje lamentable, un individuo que, en realidad, no sabe ni contar hasta tres y que, teniendo en cuenta esta incapacidad mental para contar, no merece ser castigado tan duramente como lo asegura el Cristianismo.

117. La habilidad del Cristianismo.

Una artimaña característica del Cristianismo consiste en predicar con grandilocuencia lo absolutamente indigno, despreciable y pecador que es el hombre en general, de forma que no quepa el desprecio a los demás. El cristiano se dice: «Que peque cuanto quiera, porque no se diferenciará esencialmente de mí, que soy indigno y despreciable en grado sumo». Pero este sentimiento ha perdido su aguijón más afilado, porque el cristiano no cree en su indignidad individual; es malo como todo hombre en general, y en parte se basa en la máxima de que todos somos uno.

118. Cambio de personas.

Tan pronto como una religión se hace dominante, quienes en un principio eran prosélitos suyos, se convierten en sus enemigos.

119. El destino del Cristianismo.

El Cristianismo nació para aliviar el corazón. Ahora bien, para aliviarlo tiene antes que hacerlo sufrir. Por consiguiente, perecerá.

120. La prueba del placer.

Se considera verdadera toda opinión agradable; esta es la prueba del placer (o, como dice la Iglesia, la prueba de la fuerza), de la que todas las religiones se sienten orgullosas, cuando en realidad deberían avergonzarse de ella. Si la fe no hiciera feliz, no habría fe. ¡Qué poco valor debe tener entonces!

121. Juego peligroso.

Quien hoy albergue en su seno un sentimiento religioso, ha de dejar que éste aumente, ya que no puede hacer otra cosa. Así, su ser se va transformando gradualmente; adquieren prioridad los elementos que dependen o que están cerca de los sentimientos religiosos, y las nubes de la religión ensombrecen el ámbito de su juicio y de su sentimiento. El sentimiento no puede permanecer pasivo, quieto. De modo que ¡pónganse en guardia!

122. Los discípulos ciegos.

Aunque se conozca perfectamente el poder y la debilidad de una teoría, de un arte o de una religión, no por ello deja de ser insignificante su fuerza. El discípulo y el apóstol que no tienen ojos para ver la endeblez de su teoría, de su religión, etc., al estar cegados por la visión del maestro y por la piedad que le profesan, poseen, habitualmente mayor fuerza que él. Sin discípulos ciegos, jamás habría sido tan grande la influencia de un hombre y de su obra. Contribuir al triunfo de una idea no suele significar otra cosa que hermanarla con la estupidez, porque el peso de ésta consigue la victoria de aquélla.

123. Destrucción de las Iglesias.

No hay suficiente religión en el mundo para aniquilar a las religiones.

124. La impecabilidad de los hombres.

Una vez que se haya comprendido «cómo vino el pecado al mundo», es decir, por los errores de la razón, en virtud de los cuales los hombres se consideran recíprocamente más malos y perversos de lo que realmente son, cosa que también le sucede al individuo respecto a sí mismo, se sentirá aliviada toda la sensibilidad; y hombre y mundo aparecerán a veces revestidos de una aureola de inocencia, lo que le proporcionará un bienestar radical. En medio de la naturaleza, el hombre es siempre el niño por antonomasia, un niño que en ocasiones tiene una pesadilla dolorosa y llena de angustia, pero que, cuando abre los ojos, se ve nuevamente en el paraíso.

125. La irreligiosidad del artista.

Homero, que tan a gusto se sentía entre sus dioses, deleitándose con ellos como poeta, tuvo que ser, en todo caso, un individuo profundamente irreligioso; ante la creencia popular, una superstición pobre, burda y en parte terrorífica, actuaba de un modo tan libre como el escultor con su arcilla, con la misma desenvoltura de la que hicieron gala Esquilo y Aristófanes, y por la que destacaron, en la época moderna, los grandes artistas del Renacimiento, como Shakespeare y Goethe.

126. Arte y vigor de la interpretación falsa.

Todas las visiones, angustias, terrores y éxtasis del santo son conocidos estados enfermizos, que él, apoyándose en errores psicológicos y religiosos hondamente arraigados, no
interpreta como
tales, es decir, como enfermedades, sino de un modo totalmente distinto. Quizá ocurrió lo mismo en el caso de Sócrates, cuyo demonio no habría sido otra cosa que una enfermedad del oído, que él, según el modo de pensar dominante en la moral de su época,
explicó
de distinta manera a la actual. Otro tanto sucede con la locura y el delirio de los profetas y de los sacerdotes de oráculos. A ello han
contribuido
siempre el grado de conocimiento, la imaginación, el esfuerzo y la moral que tenían en la cabeza y en el corazón los
intérpretes
. A los logros más importantes de esos «hombres» tenidos por genios y por santos, hay que añadir la capacidad que poseyeron para rodearse de intérpretes que los
entendieron mal
, con vistas a la salvación de la humanidad.

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