448. Un tono demasiado elevado en los exhortos.
Teniendo en cuenta que una situación crítica (como los vicios de una administración o la corrupción y el favoritismo en las corporaciones culturales o políticas) se describen en términos sumamente exagerados, dicha descripción pierde sin duda la oportunidad de impresionar a los espíritus perspicaces, pero produce una impresión mayor en los otros (a quienes una exposición precisa y mesurada habría dejado indiferentes). Pero como tales espíritus sin perspicacia alguna son evidentemente la mayoría y disponen de una voluntad más fuerte y de un deseo de actuar más impetuoso, esta exageración acaba generando investigaciones, sanciones, promesas y reorganizaciones. En este sentido, es útil pintar un cuadro exagerado de las situaciones críticas.
449. Los causantes aparentes del estado del tiempo en la política.
Lo mismo que la gente supone tácitamente que quien sabe del asunto y predice con un día de antelación el estado del tiempo es el causante de que llueva o de que haga sol, personas incluso cultas y eruditas incurren en una superstición cuando atribuyen a los grandes hombres de Estado todos los cambios y coyunturas importantes que se producen durante su mandato como si fueran obra suya, siendo evidente que los han barruntado antes que los demás y que han basado sus cálculos en ese saber; en consecuencia, también ellos pasan por ser los causantes de la lluvia y del buen tiempo y esta creencia constituye un instrumento nada despreciable de su poder.
450. Las concepciones antigua y moderna del gobierno.
Distinguir entre el gobierno y el pueblo como si se tratara de dos ámbitos separados de poder que negocian hasta ponerse de acuerdo, uno fuerte y elevado y otro débil y bajo, revela un sentimiento político heredado de otros tiempos y que hoy, en
la mayoría
de los Estados, sigue correspondiendo exactamente a la realidad histórica de las relaciones de poder. Cuando Bismarck, por ejemplo, considera que la forma constitucional es un compromiso entre el gobierno y el pueblo, habla de acuerdo con un principio cuya razón de ser se encuentra en la historia (añadiendo, claro está, la pizca de sinrazón sin la que no puede existir nada humano). Por el contrario, ahora pretenden enseñarnos, según un principio que se han sacado de la cabeza y que esperan que hará historia por sí sólo, que el gobierno no es sino un órgano del pueblo, y no una «alta» instancia, previsora y venerable, en relación con una «baja» instancia, habituada a la modestia. Antes de aceptar esta definición de la idea de gobierno, hoy por hoy antihistórica y arbitraria, aunque más lógica, consideremos al menos las consecuencias, porque la relación existente entre el pueblo y el gobierno representa el tipo de relación más fuerte y es la forma que configura las relaciones entre el profesor y el alumno, el amo y el criado, el padre y la familia, el oficial y el soldado, el patrón y el aprendiz. Actualmente, por la influencia de la forma constitucional de gobierno que las implica, todas estas relaciones se han transformado un tanto: se
han convertido
en compromisos. Pero una vez que esta concepción tan reciente se haya adueñado totalmente de los cerebros, ¡cuánto habrá de mortificarse, deformarse y cambiar de nombre y de naturaleza! Bien es cierto que haría falta un siglo para ello. Y es que en esta cuestión nada hay
más
deseable que prudencia y una evolución lenta.
451. La justicia como reclamo de los partidos.
Es posible que nobles representantes de la clase dirigente (aunque no muy perspicaces por cierto) asuman el compromiso siguiente: «Vamos a tratar a todos los hombres como iguales». En este sentido,
es posible
una concepción de carácter socialista basada en
Justicia
, aunque sólo, como he dicho, en el seno de la clase dirigente, que en este caso
ejerce
la justicia a la vez que realiza actos de sacrificio y de renuncia. Por el contrario,
reivindicar
la igualdad de derechos, como hacen los socialistas de la clase sometida, no es ya algo que emane de la justicia, sino de la avidez. Pero ¿creen que significa justicia el rugido de la fiera a la que retiramos un trozo ensangrentado de carne después de habérselo enseñado?
452. La propiedad y la justicia.
Cuando los socialistas declaran que, en la humanidad actual, el reparto de la propiedad es el resultado de innumerables injusticias y actos de violencia, y rechazan en conjunto toda obligación respecto a algo que tiene una base tan injusta, no ven sino un aspecto parcial de la cuestión. Todo el pasado de la cultura antigua se basa en la violencia, la esclavitud, el engaño y el error; pero nosotros como herederos de todas esas situaciones y concreciones de ese pasado entero, no podemos dejar de solidarizarnos con él por decreto, ni permitirnos siquiera suprimir una sola parcela del mismo. El sentimiento de injusticia está incrustado también en el alma de los no poseedores, los cuales ni son mejores que los poseedores ni tienen ningún privilegio moral, porque sus antepasados fueron también en algún momento poseedores. Lo que necesitamos no son nuevos repartos violentos, sino un cambio gradual de nuestros sentimientos, de forma que se fortalezca nuestro espíritu de justicia y se debilite el de violencia.
453. El timonel de las pasiones.
El hombre de Estado despierta pasiones públicas para beneficiarse de la pasión contraria que éstas suscitan. Pongamos un ejemplo: un estadista alemán sabe muy bien que la Iglesia católica no tendrá nunca los mismos proyectos que Rusia y que preferirá incluso aliarse con los turcos antes que con ésta; por otra parte sabe que toda posibilidad de alianza entre Francia y Rusia constituye una amenaza peligrosa para Alemania. Por tanto, si logra que Francia sea el baluarte y el reducto de la Iglesia católica, habrá suprimido ese peligro durante largo tiempo. Le interesa, entonces, mostrarse lleno de odio hacia los católicos y recurrir a actos de hostilidad de todo tipo para convertir a los papistas en una potencia política apasionada, que será hostil a la política alemana y que tendrá naturalmente que confundir su causa con la de Francia, adversaria de Alemania. Ese hombre tendrá como objetivo la catolización de Francia tan necesaria como Mirabeau veía en la descatolízación la salvación de su patria. De este modo, un Estado pretenderá la obnubilación de millones de cerebros de otro Estado para sacar ventaja de ello. Es la misma disposición de ánimo que le va a prestar apoyo a la forma republicana de gobierno en un Estado vecino, el «desorden organizado», como dice Merimée, por el único motivo de creer que esta forma de gobierno aumenta la debilidad, la división y la incapacidad para guerrear del pueblo.
454. Los espíritus peligrosos entre los revolucionarios.
Entre los que sueñan con una transformación de la sociedad hemos de distinguir los que quieren conseguir algo para sí mismos y los que lo desean para sus hijos y nietos. Estos últimos son peligrosos, porque tienen la fe y la buena conciencia del desinterés. A los otros se les puede dar un hueso a roer, y la sociedad dominante es siempre lo bastante rica y avispada para hacerlo. El peligro empieza cuando los objetivos se vuelven impersonales; los revolucionarios movidos por intereses impersonales tienden a considerar que todos los defensores del orden establecido tienen intereses personales y a sentirse, por consiguiente, superiores a ellos.
455. Valor positivo de la paternidad.
Quien no tiene hijos tampoco tiene derecho pleno a deliberar con otros sobre las necesidades de un Estado constituido. Es preciso haber arriesgado, junto con los demás, aquello que más se quiere, porque sólo eso crea un vínculo sólido con el Estado; es preciso preocuparse por la felicidad de nuestros descendientes, para que lleguen a interesar de un modo justo y natural las instituciones y su transformación. El desarrollo de la moral superior depende del hecho de tener hijos; ello es lo que destruye las disposiciones egoístas del padre o, más exactamente, lo que amplia su egoísmo en el sentido de la duración y le lleva a perseguir seriamente metas que van más allá de su existencia individual.
456. El orgullo por los antepasados.
Se puede con justo título estar orgulloso por tener una línea ininterrumpida de buenos antepasados que se extienda hasta el padre, pero no por la ascendencia en sí, ya que cada uno tiene la suya. Descender de buenos antepasados es lo que constituye la verdadera nobleza de cuna; basta una sola interrupción en esta cadena, es decir, un sólo antepasado malo, para que quede suprimida esta nobleza de cuna. A quien hable de su nobleza, hay que preguntarle: «¿No tienes ningún antepasado violento, codicioso, pervertido, malvado, cruel?». Si puede responder negativamente con pleno conocimiento y en conciencia, habrá que buscar su amistad.
457. Los esclavos y los obreros.
Concedemos más valor a la satisfacción de nuestra vanidad que al resto de cosas que constituyen nuestro bienestar (seguridad, puesto de trabajo, placeres de todo tipo), como se evidencia hasta extremos ridículos en el hecho de que todo el mundo (al margen de razones políticas) desee la abolición de la esclavitud y rechace con horror la idea de reducir a alguien a ese estado; pero todo el mundo debiera reconocer que los esclavos llevaban una vida más segura y feliz en todos los aspectos que el obrero moderno, que el trabajo servil era poca cosa en comparación con el del «trabajador». Se protesta en nombre de «la dignidad humana», pero lo que se encuentra debajo de este eufemismo es nuestra querida vanidad que nos lleva a considerar que no hay peor suerte que no ser tratado como igual, que ser considerado públicamente inferior. El cínico piensa de otro modo en este aspecto, porque desprecia el honor, de ahí que Diógenes fuera durante un tiempo esclavo y preceptor doméstico.
458. Los espíritus dirigentes y sus instrumentos.
Vemos a los grandes políticos y a todos los hombres en general que se ven obligados a servirse de muchas personas para llevar a cabo sus planes, actuar de dos formas diferentes: o bien eligen con gran perspicacia y cuidado a las personas que convienen a sus proyectos, y luego les dejan una libertad relativamente grande, sabiendo que el modo de ser de los elegidos los impulsará precisamente adonde quieren llevarlos; o bien hacen mal esta elección y toman incluso a quien tienen al alcance de la mano, aunque modelando después esa arcilla hasta convertirla en un objeto apropiado a sus fines. Los espíritus de este segundo tipo son más violentos, exigen también instrumentos más sumisos; su conocimiento de los hombres suele ser menor y su desprecio a los demás mayor que los de los primeros, pero la máquina que construyen funciona de ordinario mejor que la máquina salida de los talleres de los otros.
459. Necesidad de un derecho arbitrario.
Los juristas discuten si el derecho que debe acabar rigiendo a un pueblo es, o el más sistemáticamente organizado, o el más fácil de comprender. El primero, cuyo modelo inigualable es el derecho romano, resulta incomprensible al profano, que, por ello, no ve en él la expresión de su concepción del derecho. El derecho popular, el germánico, por ejemplo, era rudimentario, supersticioso, ilógico, parcialmente absurdo, pero respondía a costumbres y a sentimientos muy determinados, de carácter natural y hereditario. Sin embargo, allí donde el derecho no es ya una tradición, como en nuestro caso, no puede ser más que un
imperativo
, una coacción; dada nuestra forma de vida en la que ya no tenemos una concepción tradicional del derecho, hemos de contentarnos con un
derecho arbitrario
, como expresión de la necesidad absoluta de que exista un derecho. Lo más lógico es entonces, en todo caso, lo más aceptable, que es lo más
impersonal
; aun aceptando que la más mínima unidad de medida que se aplique a la relación entre el delito y el castigo se fija arbitrariamente en todos los casos.
460. El gran hombre del vulgo.
Es fácil dar la receta para hacer que el vulgo considere a alguien un gran hombre. En todo momento proporcional a ese vulgo algo que le agrade mucho, o simplemente meterle en la cabeza que esto o aquello le agradará mucho, y dárselo después. Pero no inmediatamente: luchen con todas sus fuerzas para conseguirlo, sin ahorrar esfuerzo alguno, o finjan que lo hacen así. El vulgo debe tener la impresión de que está actuando una voluntad poderosa e incluso indomable; al menos es preciso que parezca que lo es. Todo el mundo admira una voluntad fuerte, porque nadie tiene una voluntad así y porque todo individuo se dice que, si la tuviera, ni él ni su egoísmo tendrían límites. Si entonces aparece alguien que tiene una fuerza de voluntad así y que da algo muy agradable a los demás, en lugar de satisfacer sus codiciosos deseos, el vulgo lo admirará una vez más y se felicitará a sí mismo. No importa nada que este hombre tenga, por lo demás, las mismas cualidades que el vulgo; cuanto menos vergüenza sienta el vulgo ante él, más popular será. De este modo, puede ser violento, envidioso, explotador, intrigante, adulador, rastrero, henchido de orgullo, todo ello según las circunstancias.
461. Príncipe y dios.
En muchos aspectos los hombres mantienen con sus príncipes las mismas relaciones que con su dios, puesto que es cierto que en muchos aspectos el príncipe era también el representante de un dios o al menos su gran sacerdote. Este sentimiento bastante inquietante de veneración a la vez que de temor y de pudor se ha ido debilitando considerablemente desde el pasado hasta nuestros días, pero a veces vuelve a encenderse para ser dirigido, por lo general, a personajes poderosos. El culto al genio es una supervivencia de esta veneración de los dioses y de los príncipes. Allí donde se hace un esfuerzo por elevar a simples individuos a la categoría de lo sobrehumano, surge también la tendencia a considerar a capas enteras de la población como más vulgares y viles de lo que en realidad son.
462. Mi utopía.
En un mejor orden social, habrán de atribuirse las tareas pesadas y los trabajos arduos de la vida a aquél que menos sufra, es decir, al más insensible, e ir subiendo así gradualmente hasta el hombre más sensible a las formas más nobles y sublimes de dolor, a quien una vida aliviada al extremo no impedirá, entonces, que siga sufriendo.
463. Una quimera de la teoría de la revolución.
Hay visionarios de la política y de la sociedad que derrochan toda su inflamada elocuencia en aras de un derrumbamiento total del orden establecido, creyendo que inmediatamente después se alzará por sí solo, valga la expresión, el templo más espléndido de una hermosa humanidad. En estos senos peligrosos pervive el eco de la superstición de Rousseau, que creía en la bondad de la naturaleza humana, una bondad admirable y originaria que se encuentra
sepultada
, por así decirlo, a causa de las instituciones de la cultura, de la sociedad, el Estado, la educación. Tras una serie de experiencias históricas sabemos que desgraciadamente todo derrumbamiento de este género hace que revivan cada vez las energías más salvajes y que vuelvan a suscitarse los horrores y los excesos de épocas pasadas, enterrados desde largo tiempo atrás; que, por consiguiente, un derrumbamiento de éstos puede ser una fuente de energía para una humanidad extenuada, pero nunca será un arquitecto que ordena la naturaleza humana, un artista que la perfecciona. No
fue Voltaire
, con su naturaleza moderada e inclinada a regularizar, purificar y reconstruir, sino
Rousseau
, con sus absurdas y apasionadas mentiras a medias, quien suscitó ese espíritu optimista de la Revolución contra el que exclamó: «¡Aplasten al infame!». Fue él quien ahuyentó durante largo tiempo
el espíritu de la Ilustración y del desarrollo progresivo
, ¡a cada uno de nosotros nos toca comprobar por cuenta propia si es posible evocarlo de nuevo!