Read Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte Online

Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte (17 page)

BOOK: Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte
6.48Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

César quedó pensativo. Al fin, volviéndose, se dirigió de nuevo junto a Lucy, que seguía arrodillada junto a su padre.

—Señorita —dijo—. ¿Puede atenderme un momento?

—¿Qué? —preguntó Lucy, como si estuviera muy lejos de allí.

—¿Qué quiere usted que se haga con el cuerpo de su padre? Habría que enterrarlo, y si me permite aconsejarla, le diré que ningún sitio mejor que éste. Aquí murió y aquí podrá descansar en paz.

Había un extraño imperio en la voz del californiano. Más que preguntar parecía exigir u ordenar.

—Como quiera —murmuró la joven—. Ahora ya tanto da.

Con un ademán, César indicó a Philip que le siguiera, y los dos fueron a reunirse con el enterrador, a quien pidieron unas herramientas para cavar una fosa.

—Ése es trabajo mío —protestó el hombre.

Philip sacó una moneda de veinte dólares y se la entregó, diciendo:

—Ya está pagado; pero es mejor que lo hagamos nosotros.

Durante una hora, César y Philip se turnaron en la tarea de ahondar la sepultura. Lucy parecía no darse cuenta de nada. Cuando al fin, ya casi de noche, los dos hombres se acercaron a ella, los miró sobresaltada.

—¿Ya? —preguntó.

César asintió con la cabeza.

—Sí, señorita. Es mejor que lo hagamos en seguida.

Lucy fue a levantarse, pero de pronto, cayendo de nuevo de rodillas junto a su padre, abrazó el cuerpo, ya frío, como si quisiera defenderlo contra todo nuevo ultraje; después, lentamente, se puso en pie y volvióse de espaldas. Sólo cuando el cadáver estuvo dentro de la sepultura acudió a ella y con un fino pañuelo cubrió el rostro, después arrancó ramas verdes y las interpuso entre el cuerpo y la tierra.

Una rama seca y resinosa sirvió para alumbrar el final de la fúnebre ceremonia. Philip había hecho una cruz con dos rectas ramas y en una de ellas escribió César:

LO MATÓ LA VIOLENCIA

Cuando todo hubo terminado, César propuso:

—Señorita Lucy, ¿quiere acompañarme al pueblo? Mi esposa la atenderá. Mañana podrá decidir lo que usted quiera.

En aquellos momentos la muchacha encontró un gran alivio en que otros se cuidaran de decidir por ella. Sin despedirse de Philip, acompañó a César y montó en el caballo de éste.

****

Grana era un pueblo nuevo, situado al este del lago Owen, en las últimas tierras feraces antes de llegar al desierto en el que se encontraba el Valle de la Muerte. En realidad estaba formado por dos hileras paralelas de casas que formaban una sola calle en la cual se centralizaba todo el comercio, viviendas y lugares de diversión del pueblo.

A las nueve de la noche, hora en que César y Lucy llegaron allí, el lugar palpitaba de vida. Cuando César y Leonor llegaron allí, aquella mañana, el pueblo les pareció un enorme felino durmiendo plácidamente al sol. Muchas cabezas se volvieron para contemplar a la joven y a su acompañante, y aunque no los oyó, César adivinó los cuchicheos que se cruzaron entre los hombres y las mujeres que llenaban la calle.

Del interior de las tabernas y salas de baile llegaban ecos de música, de canciones alegres, de indiferencia ante el dolor. Con gran alivio llegaron al fin al hotel donde esperaba Leonor.

La joven, inquieta por la tardanza de su marido, permanecía a la puerta del hotel y, al ver a su esposo, corrió ansiosa hacia él, preguntando, con una mirada, quién era aquella mujer que le acompañaba.

—Han matado a su padre —explicó en voz baja César—. Luego te daré más detalles. Se buena con ella.

Leonor comprendió en seguida, y acercándose a Lucy la ayudó a desmontar, haciéndola entrar en el hotel y llevándola a su habitación. César dejó el caballo en manos de uno de los mozos del hotel, que era el que se lo había alquilado y luego, entrando en el establecimiento, pidió al dueño:

—Quiero un cuarto contiguo al que ocupo ahora.

Había dificultades, pues los dos cuartos inmediatos estaban ocupados ya; pero un par de monedas de oro allanaron los obstáculos, y, una hora después, César podía instalarse en la habitación deseada.

Antes había ido a visitar al médico de Grana, un viejo con aspecto de todo menos de médico, que tras mucho buscar en un armario donde guardaba una colección de polvorientos frascos de productos farmacéuticos, pudo dar al californiano unos polvos que, a menos que él se equivocara mucho, harían, dormir veinticuatro horas seguidas a la persona que los tomara.

—Sólo los he usado una vez; pero dieron buen resultado —afirmó.

Cuando César entró en el cuarto destinado a su mujer y a él, encontró a Lucy Banning tendida en un viejo sillón de crin. Tenía la mirada perdida en los trágicos recuerdos de unas horas antes y apenas se dio cuenta de que había entrado César. Sin embargo, cuando el joven le ofreció un vaso lleno de té frío, no demostró extrañeza y bebió maquinalmente, sin darse tampoco cuenta de lo que tomaba.

—¿Quiere acostarse? —propuso Leonor.

Fue necesario repetir la pregunta y, al fin, Lucy asintió con la cabeza.

César salió, y poco después, Leonor reunióse con él, en el otro cuarto.

—Ya duerme —dijo—. ¡Pobre chiquilla! ¿Qué ha ocurrido?

César le explicó detalladamente lo sucedido.

—¡Qué horror! —exclamó Leonor cuando su marido hubo terminado.

En aquel momento sonaron unos disparos en la calle y, al asomarse a la ventana, vieron en medio del arroyo un hombre caído de bruces mientras otro, que todavía empuñaba un revólver, se convencía, a puntapiés, de que su bala había sido certera; luego se guardó el arma y volvió a entrar en la taberna de donde había salido. El cadáver quedó tendido en el polvo, sin que nadie pareciera sentir demasiado interés por él.

—¡Y ellos creen que están civilizando esta tierra! —exclamó Leonor.

—Es inevitable —replicó César—. Toda creación ha de ser violenta para provocar una reacción igualmente violenta que termine con la violencia. Es la eterna ley.

—Dirás que no es ley.

—Ahora no; pero luego vendrá. Acuéstate, cuida de esa pobre muchacha mientras yo voy a hablar con alguien.

César abrió una maleta de tela de alfombra y de un falso fondo extrajo un traje de tela muy fina. Se lo puso. Era negro. De uno de sus bolsillos sacó un antifaz negro también y se lo colocó de forma que fuera imposible perderlo; después se ciñó dos revólveres y un cuchillo de afilada hoja. Por ultimo se cubrió la cabeza con un sombrero mejicano, distinto del que había usado aquella tarde, y completó su atavío con un sarape a modo de capa.

—Por Dios, ten mucho cuidado —suplicó Leonor.

César le acarició las mejillas, replicando:

—Ya es hora de que
El Coyote
intervenga en Grana. Adiós.

Salió al pasillo, después de asegurarse de que estaba desierto, y, deslizándose hasta una ventana que daba a la parte posterior de la casa, salió por ella; gateando por un tejadillo saltó al fin al suelo y se perdió entre los árboles.

Caminó un buen rato protegido por la vegetación y, por fin, llegó junto a un viejo roble. Una vez allí lanzó un prolongado aullido de coyote. Al cabo de un minuto lo repitió y casi al momento una sombra surgió de entre la maleza. Era un hombre que avanzó con paso firme hasta el árbol. Era el mismo que había impedido a César de Echagüe empuñar el revólver de Lucy Banning.

—Buenas noches —saludó
El Coyote
.

—Buenas noches, jefe —replicó el hombre.

—¿Tienes noticias?

—Sí. Se han incautado de las tierras de Banning para pagar la indemnización a Kirkland. Han inventado una falsa familia que a su vez venderá las tierras a quien dé más por ellas.

—¿Qué mas?

El hombre bajó la voz y habló rápidamente al oído de su jefe. Formaba parte de la agrupación de servidores y agentes que
El Coyote
iba reuniendo para su justiciera misión. Cuando terminó de hablar,
El Coyote
dijo:

—Muy bien, Ripley. Siga vigilando. Si ocurriese algo avíseme. Pero evite descubrir su juego como ha hecho esta tarde con Echagüe. No debió prevenirle.

El otro miró, sobresaltado, a su jefe.

—¿Cómo ha sabido…? —tartamudeó.

—No se preocupe.
El Coyote
lo sabe todo.

—Es que quieren deshacerse de él.

—Ya lo sé. Le defenderemos. ¿Qué han planeado contra él?

—Mañana le provocarán. Saben que ha venido comisionado por el señor Greene.

—¿Quién lo ha descubierto?

—No sé; pero su plan era obligarle a que saliera en defensa de Banning. Le salvó el no llevar armas.

—Bien. Si ocurriese algo deje una nota en este árbol y luego dispare tres tiros contra cualquier cosa.

—Ya recuerdo las instrucciones que me dio.

—¿Qué es lo que sabemos de la ciudad de Ryan?

—Se está levantando en pleno Valle de la Muerte. Pero si siguen muriendo sus dueños, pronto no será de nadie.

—Es verdad. En el Valle de la Grana ocurren cosas que no se comprenden como no sea mirando hacia el Valle de la Muerte. Adiós, Ripley. Guárdese.

—Adiós, jefe —replicó el hombre, desapareciendo en la oscuridad. Un momento después,
El Coyote
montaba en un caballo que encontró atado a una pequeña encina y, picando espuelas, alejóse en dirección a las tierras de pastos.

Por un momento pensó en Calex Ripley, el hombre a quien había salvado la vida unos meses antes y que estaba dispuesto a servirle hasta la muerte, a pesar de ignorar por completo su verdadera identidad.

—Yo ya no puedo trabajar solo —murmuró, mientras se alejaba de Grana—. Para mi nueva lucha necesito soldados abnegados y heroicos.

A poca distancia aulló un coyote; pero éste era legítimo, y sus ojos brillaron, fosforescentes, en las tinieblas de la pradera.

Capítulo IV: Soy
El Coyote

El jinete acercóse al rancho, manteniéndose de cara al viento. Quería evitar que los perros que suelen guardar los ranchos, donde la carne es abundante y sobra siempre comida para ellos, le descubrieran y diesen la voz de alarma.

Podía haberse ahorrado la precaución, pues, al desmontar bajo un frondoso sauce cuyas ramas besaban la tierra ofreciendo excelente protección para el hombre o caballo que se quisiera ocultar entre ellas, vio, tendidos en el suelo, dos grandes perros lobos. Lo hinchado de sus vientres y la espuma que había brotado de sus bocas indicaba con toda claridad cuál había sido la causa de su muerte.

—Veneno —murmuró el desconocido.

Y como todos los hombres habituados a vivir solos los momentos de peligro, agregó en voz baja:

—¿Habré llegado demasiado tarde?

Dejó el caballo atado a una de las ramas del viejo sauce y saltando la cerca deslizóse hacia el rancho cuyos blancos muros se divisaban a unos cien metros. Caminaba con grandes precauciones, como si avanzase por terreno sembrado de botellas y temiera derribar una de ellas. Al llegar a la puerta escuchó atentamente. Dentro de la casa no se oía ningún ruido y de no haber sabido lo contrario el nocturno visitante hubiera supuesto que la casa se hallaba vacía. Tiró suavemente de la puerta, que era de tela metálica, y estaba destinada a impedir la entrada a las numerosas moscas que durante el día zumbaban en torno del rancho, atraídas por el ganado; luego empujó la otra puerta y notó al otro lado una ligera resistencia. Pasó una mano por la rendija y halló el respaldo de una silla. La apartó lentamente y al fin pudo entrar. A tientas encontró la cerradura y la llave puesta en ella. Era indudable que la persona que cerró la puerta de aquella forma lo hizo para que alguien pudiese entrar sin necesidad de llamar. El misterioso visitante cerró con llave y luego avanzó guiado por el débil resplandor que entraba por las ventanas.

No tardó mucho en encontrar lo que buscaba. Iba deteniéndose junto a cada una de las puertas ante las cuales pasaba y, por fin, al otro lado de la puerta oyó una tranquila respiración. Alguien dormía apaciblemente dentro de aquel cuarto.

Siempre pisando con las mayores precauciones, el hombre retrocedió por el pasillo que había seguido y penetró en otra estancia. El olor a manteca y a comida frita y guisada le indicó que estaba en la cocina. Un rectángulo de luz le permitió localizar la única ventana. A tientas encontró la cortina y la corrió, después cerró contra ella el batiente interior de la ventana y, una vez asegurado de que ninguna luz podía brotar hasta el exterior, el visitante sacó de un bolsillo dos objetos. Uno de ellos tintineó metálicamente cuando lo dejó sobre una mesa junto al otro.

Durante unos segundos, el hombre maniobró en la oscuridad, luego se oyó un chasquido y un haz de chispas brotó de las tinieblas, permitiendo, por un breve instante, ver todo cuanto había en la cocina. Al segundo golpe prendió una llamita en el puñado de yesca disuelto, y con él fue encendida la cerilla que el desconocido había colocado en la mesa. La luz permitió ver al que había encendido. Vestía a la mejicana y se cubría el rostro con un negro antifaz. Guardando la yesca, el eslabón y el pedernal dentro de la bolsa de cuero de donde los había sacado, el enmascarado buscó en el armario de la cocina hasta dar con lo que necesitaba. Era una linterna de las llamadas sordas. El nocturno merodeador la abrió, comprobó que tenía buena provisión de aceite y prendió la mecha, probó luego si funcionaba el mecanismo y cerró la linterna, quedando la cocina sumida en tinieblas, sin que ni un minúsculo rayo de luz descubriera la presencia de la linterna. Luego la volvió a abrir, descubriendo el reflector, y la potente luz llenó la cocina. El hombre volvió a cerrar la linterna y lanzó una suave carcajada.

De nuevo volvió al pasillo, en dirección a la puerta tras la cual había escuchado la respiración del durmiente y, después de asegurarse de que todo seguía igual que antes, comenzó a empujar la puerta. Ésta tenía los goznes bien engrasados y se abrió sin el menor ruido. El hombre entró en la habitación y cerró tras él, quedando pegado a la pared, hasta que sus ojos se habituaron poco a poco a las tinieblas.

Distintas partes de la habitación comenzaron a ofrecerse claramente a su mirada. En un lado brillaba tenuemente la luna de un gran armario. Junto a éste se veía una palangana y un jarro de porcelana blanca. De una de las paredes colgaban prendas de ropa blanca. La cama también se veía con bastante claridad, y una sombra oscura en su centro indicaba la posición de un cuerpo humano del que partía la rítmica respiración. A unos dos metros de la cama estaba la ventana.

BOOK: Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte
6.48Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

What Alice Forgot by Liane Moriarty
A Moveable Feast by Lonely Planet
Death of the Party by Carolyn Hart
While England Sleeps by David Leavitt
Angels of Wrath by Larry Bond, Jim Defelice
Beach House Memories by Mary Alice Monroe