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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte (14 page)

BOOK: Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte
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—Ahora sólo nos queda la marca de Manoel Beach. Dibújela. —Es la Bandera M.B.

Echagüe examinó las seis marcas y al cabo de un momento declaró:

—Veo que todos ellos eligieron marcas que podían alterar la de usted. Me extraña, por lo tanto, que sospeche sólo del señor Bauer. O estoy en un error muy grande o creo poder convertir su marca en cualquier de estas cuatro. Vamos a ver.

Rápidamente dibujó una debajo de otra las cuatro marcas de Bolders, Blythe, Baker y Beach, y al lado de cada una de ellas trazó la de Banning, haciendo al fin la tercera transformación:

—Veo que es usted un perito en marcas —declaró, suspicazmente, Tobías Banning.

—Nada de eso, señor —replicó Echagüe—. No sé más de lo que usted me ha enseñado al demostrarme cómo era posible transformar su marca en la de Jacob Bauer. Lo que he querido ha sido demostrarle que se precipita al sospechar del señor Bauer.

—Yo no me precipito. He encontrado aquí varias reses mías, y si bien es cierto que puedo sospechar de todos los demás, más cierto es que tengo pruebas firmísimas de que Bauer me ha robado; por lo tanto, señor…

—Echagüe —dijo César.

—Por lo tanto, señor Echagüe, usted prestará declaración, si es preciso, para demostrar ante todos que he obrado con justicia, al ahorcar a Bauer.

—¿Piensa usted hacer eso? —preguntó, horrorizado, Echagüe.

—Es la ley de la cuerda, o la ley de Lynch, si lo prefiere.

—Yo no prefiero ni una ni otra y creo…

—Me tiene sin cuidado lo que usted crea, señor Echagüe. Limítese a ver y luego a repetir lo que ha visto. Vámonos, muchachos —siguió Tobías Banning, volviéndose hacia sus hombres—. Terminemos con ese canalla.

Los compañeros de Banning dirigiéronse de nuevo hacia la casa, frente a cuya puerta estaba Bauer con las manos en alto y Banning dijo:

—Ha llegado tu momento, Jacob… Vas a danzar al extremo de una buena cuerda.

—Escucha, Banning… —empezó el estanciero.

—No quiero escuchar más que tus oraciones, y si no quieres rezarlas morirás sin ellas.

Uno de los mejicanos que acompañaban a Banning había desenrollado su lazo e hizo pasar la cuerda por una sólida rama del gran álamo que crecía en el patio del rancho. Otro de los hombres de Banning empezó a hacer el lazo que debía ahogar en la garganta de Bauer su vida, y otro, bajando violentamente las manos del hacendado, se las ató a la espalda.

César de Echagüe lamentó no haber traído ningún arma para oponerse, con algo más que la palabra, al crimen que se iba a cometer.

—Esto es una iniquidad, señor Banning —declaró—. Si ese hombre es culpable, la Ley es quien debe decidir su suerte.

—En estos momentos, señor Echagüe, yo soy la ley en este valle —repitió Banning—. He reconocido culpable a ese hombre y dicto sentencia de muerte.

—No se exponga a correr mi suerte, Echagüe —replicó Bauer, levantando orgullosamente la cabeza—. Los de mi raza también sabemos morir cuando no nos queda otro remedio. Si esos canallas, esperan verme palidecer se quedarán con las ganas. Señor Echagüe, dígale a mi hijo que he muerto como un valiente y que no trate de vengarme.

Después de decir esto, Bauer marchó hacia debajo del árbol del que pendía la cuerda destinada a ahorcarle. Uno de los mejicanos se disponía a anudarle el lazo al cuello, cuando una voz ordenó:

—¡Quietos todos! ¡El primero que se mueva recibirá un tiro en la cabeza!

Volvióse Banning con centelleante rapidez y como aún empuñaba su revólver disparó contra el que dio la orden.

Era éste un hombre de estatura mediana, recio, vestido a la moda mejicana, que se cubría la cabeza con un sombrero de picuda copa. Empuñaba un fusil de corto cañón y montaba un nervioso caballo. Sobre el pecho lucía la estrella de
sheriff
.

Fue sin duda el caballo el que le salvó la vida, pues como si adivinara el peligro que corría su amo, el animal saltó a un lado, desviándose de la trayectoria del proyectil.

Pero éste no se perdió, y fue a hundirse en el corazón de uno de los quince hombres que acompañaban al
sheriff
y que, lanzando un grito de agonía desplomóse de su caballo.

En el mismo instante, y con asombrosa velocidad, el
sheriff
levantó el fusil e hizo un disparo cuya bala fue a hundirse en el brazo derecho de Banning, que, soltando el revólver, se llevó la mano izquierda a la herida.

—Veo que tienes muy malas intenciones, Banning —rió cruelmente el
sheriff
, mientras sus hombres encañonaban a los peones de Banning, todos los cuales levantaron sus brazos al cielo y quedaron temblando como esperando ser inmolados allí mismo.

El
sheriff
no dio orden alguna de disparar, limitándose a preguntar:

—¿Ha muerto?

Se refería a aquel de sus hombres que recibió la bala destinada a su jefe. Uno de los jinetes desmontó y, arrodillándose junto al caído, anunció, un momento después:

—Sí, jefe. Lo atravesó limpiamente.

—Bien, bien, señor Banning. Supongo que ya se dará cuenta de lo que acaba de hacer. Ha matado a uno de mis comisarios, sin que haya habido provocación alguna. Y, lo que es peor, pensaba matarme a mí.

—He obrado en defensa propia —replicó, orgullosamente, Banning.

—¿En defensa propia? —preguntó el
sheriff
—. ¿Estamos acaso invadiendo sus tierras, señor Banning? ¿Hemos intentado robarle algo? Sin embargo, yo juraría que está usted en las tierras del señor Bauer. Y por lo que veo, pensaba usted colgar al bueno del señor Bauer de una incómoda percha.

—El señor Bauer, como usted le llama, es un miserable cuatrero —declaró Banning.

—¡Ah! ¡Caramba, caramba! —rió el
sheriff
—. El señor Bauer es un terrible, quiero decir, un miserable cuatrero, ¿no? A lo mejor el señor Bauer ha robado tres cabezas de ganado al honrado señor Banning, ¿no?

—He encontrado dos.

—¿Ha encontrado dos nada más?

El
sheriff
hablaba con estremecedora ironía. Parecía un enorme gato divirtiéndose con un apurado ratón.

—¿Y cómo no ha encontrado la tercera res? ¿Es que tenía prisa en terminar y no ha buscado bien? Sin embargo, usted debiera conocer perfectamente su ganado. ¿Cómo no si a todos los ha criado usted? Es curioso que yo, el
sheriff
Esley Carr, que nada sabe del ganado de don Tobías Banning y mucho menos del de don Jacob Bauer, sepa que las tres cabezas de ganado que el señor Banning ha perdido son una vaca blanca y negra, con un cuerno astillado, y dos bueyes rojos con los cuernos despuntados. ¿No era eso lo que usted buscaba, don Tobías?

—No le entiendo —gruñó Banning, haciendo una mueca de dolor a la vez que se apretaba más el brazo herido.

—¿No me entiende? Bien. Veo que le acompañan cinco de sus hombres, y entre ellos veo a Mick Strauss. Da un paso adelante, Mick, pues quiero hablarte.

El llamado Mick Strauss era un hombre corpulento, vestido como los norteamericanos y armado con dos revólveres y un largo cuchillo. En aquellos momentos procuraba alegar las manos todo lo posible de las culatas de sus revólveres.

—¿Qué quiere, Esley? —gruñó.

—¿Me conoces? —preguntó el
sheriff
.

—Sí, señor.

—Si me conoces debes saber que mi palabra vale tanto como la de un emperador o quizá más, ¿no es cierto?

—Eso he oído decir.

—¿Sabes si tengo buena puntería?

—Dicen que sí.

—Y lo acabo de demostrar, ¿no?

—Bueno,
sheriff
, desembuche de una vez y deje de darse bombos.

—Dame uno de tus revólveres.

Strauss desenfundó el revólver que pendía sobre su cadera izquierda y lo entregó al
sheriff
. Éste descargó tres de los compartimentos del cilindro y luego, haciendo girar el arma en torno del dedo índice, agregó:

—Estas armas suelen ser eficaces, como máximo, a cincuenta metros. Aun a esa distancia, sólo un tirador muy bueno y muy práctico en el uso del arma que se emplee, puede dar en el blanco. Más allá resultan ya inofensivas. ¿No es cierto?

—No soy perito en armas,
sheriff
.

—Ya lo sé. Pero quiero que te enteres bien de las posibilidades de salvación que hay para ti. Si tú echaras a correr ahora y yo disparase contra ti, la bala no saldría porque el percusor caería sobre un depósito vacío. El segundo tiro fallaría por las mismas causas. El tercero tampoco saldría, y sólo el cuarto disparo iría acompañado de una detonación, de un fogonazo y de una bala de plomo dirigida a tu espalda. Si por entonces estabas ya fuera de mi alcance, estarías vivo. Si te hubieras retrasado recogiendo alguna flor, caerías muerto o herido.

—Pero yo no pienso huir —sonrió Strauss.

—¿No? Pues entonces tendrías que comparecer ante un tribunal que te acusaría de haber robado tres cabezas de ganado a tu amo en beneficio de don Jacobo Bauer.

—¡Yo no he…! —empezó Strauss.

—Calma, calma —advirtió Esley Carr—. No te precipites demasiado. El principal testigo de cargo contra ti sería el propio
sheriff
, que esta mañana te vio sacar las tres reses y conducirlas, cuando aún era casi de noche, al corral del señor Bauer, donde las dejaste entre las demás, volviendo luego al rancho para informar al señor Banning de que el trabajo ya estaba hecho.

—¿Qué quiere decir con esa calumnia? —rugió Banning.

—Yo no quiero decir nada. Su hombre es quien hablará. Tú tienes la palabra, Mick. Dinos la verdad y te concederé la oportunidad de escapar con vida, a pesar de que mereces la horca.

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