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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte (11 page)

BOOK: Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte
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»E1 asesinato de Carreras tiene todas las trazas de haber sido involuntario. El falso
Coyote
no pensaba en asesinar, sino sólo en robar y en echar las culpas sobre el señor Echagüe. Falló el intento. Murió el alcalde y luego fue necesario matar a Overbeck; porque había descubierto algo muy importante. ¿Qué había descubierto? Yo lo sé; pero lo diré luego. Pasemos ahora al crimen más importante: El asesinato de su excelencia el gobernador de California.

»Confieso, señores, que yo ya sospechaba del asesino, sobre todo cuando vi la letra escrita por Overbeck antes de morir. Una «C». ¿Qué significaba? ¿La inicial del
Coyote
? No, significaba otra cosa. Otro nombre.

»Si estudiamos los tres crímenes veremos algo muy curioso que debiera haber enfocado en seguida las sospechas de usted, comandante. ¿Qué persona estuvo presente en el lugar de las tres muertes? Haga memoria mientras yo continúo.

»E1 gobernador Curtis fue amenazado de muerte, al parecer, por mí. ¿Qué interés podía yo tener en matarlo? Ninguno. Por muchos gobernadores que yo llegara a matar, nunca podría terminar con todos ellos. El general Curtis no me había hecho ningún daño ni tenía yo motivos de odio contra él. Pero el general estorbaba a alguien. Existe en este país un pleito entre los que desean abolir la esclavitud y los que prefieren que continúe. En realidad nadie piensa en los negros, sino en sus manejos políticos y comerciales. Pero sea lo que sea, lo cierto es que tan pronto como se abre un nuevo territorio cerca del Sur, ya se llame Kansas o California, Norte y Sur se disputan su posesión. California no se ha visto libre de esa contienda. Los abolicionistas ganaron el primer combate y colocaron de gobernador al general Curtis; pero los esclavistas se han adjudicado el segundo encuentro al eliminar a Curtis y poner en su puesto a Lafargue. Si en la lucha no estuvieran pisoteando a un inocente, o sea al señor Echagüe, yo no intervendría. Pero como su vida corre peligro, creo que debo ayudar a los compatriotas.

»Su excelencia recibió una sentencia de muerte y la sentencia se ha cumplido. ¿Cómo? De una forma muy sencilla; pero tan ingeniosa que si el asesino no hubiera querido remarcar bien su coartada, quizá me hubiese desconcertado a mí también.

»Repasen bien los acontecimientos de ayer noche. El gobernador se retira a su despacho después de citar a don César. Como quiere arreglar algunos detalles, se encierra en el despacho y trabaja unos minutos, mientras el señor Echagüe espera fuera. Pasa el tiempo, no abre, llama el señor Echagüe con los nudillos a la puerta. No recibe contestación y, creyendo, sin duda, que ha ocurrido algo grave, el señor Echagüe trata de ir en busca de socorro. Mientras tanto llega el sargento Clemens. Llama a la puerta, hace un ruido terrible, y nadie contesta. Sin embargo, el ruido sería capaz, casi, de ser oído por un sordo; pero no por un muerto. Por eso el gobernador no responde. Al ruido que arma el sargento, acuden varias personas, entre ellas usted, comandante, y todos ven cómo el sargento echa abajo la puerta y se encuentra con que el gobernador ha sido asesinado. ¡Misterio profundo! Y lo hubiera sido casi total, si el sargento Clemens, al querer explicar su comportamiento, no hubiera cometido el error de quererse explicar demasiado. No hacía falta tanta prolijidad, sargento. Usted había leído la carta que escribió el supuesto
Coyote
. Sabía la amenaza que pesaba sobre el gobernador. Sin embargo, según su propia declaración, que yo escuché desde sitio seguro, cuando usted echó abajo la puerta creyó, de buena fe, según dijo, que el gobernador Curtis estaba dormido. ¿Es cierto que le creyó dormido, sargento Clemens?

—No creo que sea obligación mía contestar a su pregunta.

—Puede que tenga usted razón; pero sé que el comandante Fisher recuerda sus palabras, aunque, por lo visto, no advirtió nada extraño en su declaración. Pues bien. Yo pregunto: ¿Es lógico que el sargento Clemens, que sabía que una amenaza de muerte pesaba sobre el gobernador Curtis, creyese, después de haber aporreado la puerta, que el gobernador estaba dormido? Creo que todos cuantos vieron al gobernador caído de bruces sobre la mesa pensaron, al momento, que estaba muerto. Sólo el sargento Clemens, el único hombre que estuvo en el escenario de los tres crímenes, creyó que estaba dormido.

—¿Qué insinúa usted? —preguntó, despectivo, Clemens.


El Coyote
nunca insinúa, señor mío.
El Coyote
afirma que usted mató a Carreras, a Overbeck y a Curtis.

—¿Cómo pudo matar al gobernador? —preguntó Smithers.

—De una manera muy sencilla y delante de infinidad de testigos. Echando abajo la puerta del despacho, entrando en él y hundiendo una daga, ideal para esos trabajos, en la nuca del gobernador.

—Señor
Coyote
—dijo Clemens—. No creo que usted y yo debamos discutir sobre ese punto, ya que sus acusaciones son tan falsas como su personalidad, pues el verdadero
Coyote
está en la cárcel. Usted quiere ayudarle y para ello recurre a un disfraz. Pero ya que estamos en plan de discutir ¿puede decirme cómo, si el gobernador Curtis no estaba ya muerto cuando yo llamé a la puerta, no me oyó?

—La respuesta es muy sencilla, opio. Opio en gran cantidad, adquirido en San Francisco y vertido en la cafetera especial del gobernador. El señor Curtis era muy aficionado al café y ayer noche tomó una cantidad enorme de esa infusión. El opio no tardó en hacerle efecto y en cuanto estuvo en su despacho y bajó la vista sobre la mesa, quedó dormido como un tronco. Usted, que había cuidado de verter el opio en la cafetera, aprovechando un descuido muy lógico del camarero, dejó pasar el tiempo preciso para que el opio hiciera todo su efecto. Entonces subió con el mensaje que usted se encargó de hacer retrasar y aporreó la puerta, llamó al gobernador, hizo ruido, y luego, cuando vio que se acercaban los testigos, derribó la puerta y como tiene un brazo muy fuerte, clavó el puñal sin necesidad de dejarlo caer de muy alto. Todos los que le vieron entrar en el despacho, vieron, también, a Curtis caído de bruces sobre la mesa. Nadie sospechó la verdad. Quizá ni los que le pagaron para que cometiese el crimen.

—No estamos ante un tribunal —intervino Fisher—. Pero ya que ha presentado una acusación tan excelente, ¿puede decirme por qué mató el sargento Clemens al soldado Overbeck?

—Desde luego. El crimen fue cometido para cerrar los labios de Overbeck. Éste procedía, como el capitán Smithers, de la guarnición de Los Ángeles, y me extraña, capitán, que no haya reconocido aún en el sargento Clemens a un antiguo superior suyo. Overbeck fue más sagaz.

—No comprendo —murmuró Smithers.

—Overbeck fue muy sagaz —siguió
El Coyote
—. Incluso al ser asesinado comprendió de donde procedía el golpe y empezó a escribir un nombre que empieza con «C».

—¿Qué nombre? —preguntó Fisher, interesado a su pesar.

—Con un mismo principio, Overbeck hubiera podido escribir dos nombres: Clemens y…

Sonriendo burlonamente,
El Coyote
levantó uno de los revólveres y siguió, dirigiéndose al sargento:

—¿Quiere que lo diga?

Clemens se había puesto en pie y su mano derecha avanzaba lentamente hacia la culata de su revólver. Era el único de todos los presentes que iba armado.

—Me alegro de que decida hacer eso —siguió
El Coyote
—. Ha vuelto a perder usted, general Clarke.

El falso sargento desenfundó su revólver e hizo un disparo al mismo tiempo que
El Coyote
disparaba una de sus armas. La bala de Clemens fue a hacer añicos un gran espejo. La del
Coyote
se alojó en el corazón de su adversario, que se desplomó sin pronunciar ni una palabra, pero con los ojos dilatados por el asombro. Durante un momento quedó de rodillas, luego, cayó de bruces, y fue a quedar de espaldas.

—Tenía que acabar así —murmuró
El Coyote
—. Hemos ahorrado trabajo al verdugo.

—¿Ha dicho usted que ese hombre era el general Clarke? —preguntó Smithers.

—Sí, capitán. Usted siguió a sus hombres antes del gran escándalo que provocó su degradación. Arránquele la barba postiza y reconocerá en el sargento Clemens al general Clarke.

Como temiendo cometer un sacrilegio, el capitán inclinóse sobre el cadáver y tiró suavemente de la barba. Ésta era, realmente, postiza, y cedió sin dificultad.

Al ver el rostro que aparecía, Smithers lanzó una exclamación.

—¡El general Clarke!

—Sí —prosiguió
El Coyote
—. Era él. Overbeck le reconoció y quiso descubrir a don César la verdadera identidad del sargento; pero Clarke se enteró de lo que iba a ocurrir y utilizando la daga que había sacado del tronco de la parra donde la dejó clavada don César, organizó una trampa para cazar al
Coyote
y, al mismo tiempo, deshacerse de Overbeck. Mientras sus hombres encerraban los caballos él subió al reservado y, sin ninguna dificultad, asesinó de una puñalada a Overbeck. ¿Quién iba a sospechar nada? Cuando llegó
El Coyote
cargó con todas las culpas.

»Los motivos de ese desgraciado eran muy numerosos. Por mi culpa él tuvo que abandonar el cargo de jefe de las fuerzas de ocupación de Los Ángeles. Destrocé su vida y juró vengarse. Él fue quien cortó las orejas al señor Adams y cometió varios robos importantes. Quería echar mucho barro sobre
El Coyote
. Luego, de acuerdo con los del Sur, aceptó asesinar al gobernador. Consiguió hacerlo, pero no ha podido recibir el premio que esperaba. Registren su alojamiento y hallarán en él muchas pruebas de que no les he mentido.

—Pero el general Clarke estaba declarado en rebeldía —tartamudeó Fisher.

—Ya ha sido juzgado y ejecutado —replicó
El Coyote
—. Ahora, caballeros, les digo adiós. Presenten mis respetos a don César de Echagüe y sáquenlo pronto de la cárcel. En cuanto a usted, comandante, empiece a preparar sus excusas.

El Coyote
se puso en pie, guardó los revólveres y, retrocediendo de espaldas, salió del salón. Los que quedaron dentro le oyeron cerrar con llave la puerta, y unos segundos después, escucharon el galope de un caballo.

****

El carcelero vio entrar de nuevo a Leonor de Acevedo, quien, con voz llorosa, pidió:

—Quiero ver a mi esposo. ¡Pobrecito! ¡Qué injusta he sido con él! Aquella mujer era una prima suya.

Como al decir esto tiró sobre la mesa una bolsa llena de monedas de oro, el carcelero se apresuró a abrir la reja y la puerta de la celda.

Esta vez no se oyeron gritos ni imprecaciones, y diez minutos después, Leonor pidió que volvieran a abrir. Salió jurando a su marido no apartarse de su lado y volver cada día a verle; luego, con paso lento salió de la prisión y volvió a la casa que ocupaba en Monterrey.

—¿Ha tenido éxito? —preguntó Martínez.

—Todo resuelto —contestó Leonor, dejándose caer en un sillón—. El culpable era el general Clarke. Ha muerto. Esta vez el disparo del
Coyote
ha sido certero.

A la mañana siguiente, después de cumplir los trámites necesarios, César de Echagüe, que se había afeitado el bigote y parecía más joven que nunca, fue puesto en libertad, recibiendo toda clase de explicaciones y excusas.

—Tuvo usted razón, don César —dijo Fisher—. Debo pedirle que me perdone; pero eran tantas las pruebas que había contra usted…

—No soy rencoroso, comandante —contestó el joven—. Sé que en todo momento creyó usted cumplir con su deber. En cuanto a errores, en la vida, todos cometemos alguno, más o menos grave.

—Es usted muy generoso, don César.

—Soy comprensivo, nada más.

Y sonriendo de una manera muy extraña, que ni Fisher, ni Barrow, ni Smithers comprendieron, César de Echagüe subió al coche en que le esperaba su esposa y, sentándose, perezosamente, ordenó al cochero:

—A casa, pronto. Quiero tomar un buen baño.

Viéndole alejarse, Fisher comentó:

—¡Y pensar que yo le creí
El Coyote
!

—Se necesita, realmente, mucha imaginación para creer semejante cosa —dijo Barrow.

—¡Pero había tantas pruebas contra él! —exclamó Fisher.

—Pruebas acumuladas con la intención de perjudicarle —dijo Smithers.

Y tras un breve silencio, agregó:

—Casi me alegro de que la historia del
Coyote
vuelva a ser limpia. Esos crímenes eran impropios de él.

Epílogo que es principio de otra aventura del
Coyote

Doce días habían transcurrido desde la solución del misterio que había azotado Monterrey como un asolador huracán. Edmonds Greene, el cuñado de César de Echagüe, estaba en Monterrey, sentado frente a su pariente y amigo. Leonor estaba sirviendo el café y los licores.

—Bien, César, espero que me explicarás todo lo ocurrido —declaró Greene—. ¿Qué sucedió?

—Es una historia endiablada —suspiró César—. La cosa empezó en el baile que se celebró en casa de Ortega. Quiso la casualidad que Carreras y yo discutiésemos un poco acaloradamente y que yo, para lucir mi habilidad con el cuchillo, clavara mi daga en el tronco de una gruesa parra. Apenas acababa de hacerlo, un criado me avisó que una dama deseaba verme. Bajé al sitio que el criado indicó, y tras mucho buscar no encontré la dama por ningún sitio. Pensé que se trataría de un error y regresé hacia la casa, cuando un hombre tropezó conmigo. Un momento después, tropecé con el teniente Barrow, quien me explicó que
El Coyote
acababa de asesinar a Carreras.

»A1 oír esto empecé a sospechar que se me hubiese tendido una trampa, y al meter las manos en los bolsillos tropecé con un paquetito que un momento antes no estaba allí. Busqué un sitio solitario y saqué el paquete. Contenía un antifaz negro y unas joyas. Alguien, sin duda el primero con quien tropecé, me las había metido en el bolsillo con la sana intención de que al ser registrado recayeran sobre mí las culpas.

»No era aquél momento de entretenerse y procedí a desprenderme de lo que debía acusarme: pero al hacerlo pensé que en alguna otra prenda de mi propiedad se podían haber ocultado otras cosas, y, por ello, aprovechando que la atención de todos estaba fija en el cielo, donde estallaban los cohetes, entré en el guardarropa y, al registrar mi capa, encontré en ella un revólver recién disparado.

—¿El que sirvió para matar a Carreras? —preguntó Greene.

—Sí. Decidí tirarlo también al jardín e iba a salir cuando oí que volvían los criados encargados del guardarropa. Tomé una capa, que resultó ser la del gobernador, y envuelto en ella y con la cabeza cubierta por un gran sombrero de copa, dominé a los criados, los encerré en el guardarropa, salí al jardín y una vez allí escondí el revólver, la capa y el sombrero.

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