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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte (6 page)

BOOK: Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte
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De buena gana César hubiera inventado una mujer; pero inventar no es crear, y Monterrey no era Los Ángeles, donde tenía numerosos amigos capaces de ayudarle en todo.

—Lo siento, pero no puedo hablar. Lo único que puedo decir es que al volver de la entrevista me crucé con uno de sus oficiales. No recuerdo quién era, pues no pude verle la cara.

El oficial encargado por Curtis de dar la voz de alarma adelantóse para confirmar las palabras de César, afirmando no sólo haberse cruzado con él, sino también haber tropezado con el joven.

Al oír estas palabras, César recordó otro encontronazo, y declaró:

—También otra persona tropezó conmigo unos segundos antes. Si dicha persona quisiera confirmar mis palabras, se demostraría algo más.

Nadie acudió a declarar en favor de César, que, sonriendo levemente, comentó:

—Por lo visto, soñé el tropiezo.

—Quizá —replicó severamente Curtis—. Pero aunque su declaración hubiera sido probada, quedan demasiados cabos sueltos para que tenga ninguna importancia; Sabemos positivamente que fue visto usted cerca de la puerta principal unos tres o cuatro minutos después de cometerse el crimen. Eso quiere decir que pudo usted cometerlo e ir hasta allí. ¿Puede decirnos qué hizo luego?

—Contemplé los fuegos artificiales.

—¿En compañía de quién?

—Eran lo bastante hermosos para no necesitar compañía.

El oficial que había confirmado su encuentro con César carraspeó y, cuando hubo recibido permiso para decir lo que, sin duda, consideraba importante, declaró:

—Creo conveniente llamar la atención acerca de lo extraño que resulta que el señor Echagüe se entretuviera contemplando los fuegos artificiales a pesar de haberle dicho yo que se había asesinado al señor alcalde.

—¿Le dijo usted eso, teniente?

El oficial asintió con la cabeza, agregando:

—El señor Echagüe habló de que, sin duda, se iba a registrar a todos los invitados, por si se encontraba en ellos alguna prueba de la identidad del
Coyote
.

Un murmullo de asombro corrió por la sala. El gobernador volvióse hacia César y le preguntó:

—¿Es cierto que dijo usted eso?

Echagüe se encogió de hombros.

—No puedo dejar por mentiroso a un oficial —dijo—. Sí, creo que dije algo por el estilo.

—¿Por qué?

—No sé. Estoy seguro de que debí hablar por hablar.

—Ya sé que tiene usted fama de hablar por hablar, señor Echagüe —replicó severamente el general Curtis—; pero en esta ocasión, creo que si habló de más lo hizo inconscientemente. Sin darse cuenta de que le estaban escuchando. ¿Dónde estuvo desde el momento que habló con el teniente Barrow hasta que se le vio en el jardín?

—Estuve en el jardín.

—¿Quién le vio?

—Eso no puedo decirlo yo. ¿Me vio alguien en el jardín? —preguntó César, dirigiéndose a los invitados.

—Yo le vi camino de la pérgola —indicó uno de los invitados.

—¿Cuánto rato hacía que habían terminado los fuegos artificiales? —preguntó Curtis.

El otro meditó unos instantes y, por fin, murmuró:

—Cuatro o cinco minutos.

—Entonces su declaración no prueba nada, pues en ese tiempo el señor Echagüe tuvo tiempo de salir del guardarropa con mi capa y sombrero, despojarse de ambas prendas, deshacerse del producto del robo y reunirse con el resto de los invitados. No quiero asegurar, don César, que sea usted
El Coyote
; pero sí voy a decirle que quedará usted detenido hasta que se comprueben muchos puntos.

—¿Cree el señor gobernador que yo iba a molestarme en robar unas joyas que, a mucho valer, no valdrán más de cinco mil pesos, cuando mi renta mensual es treinta veces superior?

—Yo no creo nada, señor Echagüe —respondió Curtis—. He aprendido a no dejarme llevar de mis opiniones personales y creer, en cambio, en lo positivo.

—Lamento no poder presentarle ningún testigo que pruebe mi coartada. Estoy a sus órdenes, señor gobernador.

De pronto, el soldado que César recordaba como amigo de Charlie MacAdams avanzó unos pasos y dijo unas palabras al oído del comandante. Éste replicó en voz baja y el soldado asintió vivamente. César, que seguía atentamente la escena, se dijo que aquel hombre iba a echar una piedra más contra él.

—¿Qué ocurre? —preguntó el gobernador cuando el comandante, después de escuchar lo que había dicho el soldado, avanzó hacia él.

—Excelencia, el soldado Clifton Overbeck me dice que puede hacer unas declaraciones acerca de la culpabilidad del señor Echagüe.

—Bien, que se adelante —indicó el general Curtis.

El soldado avanzó con paso firme y se cuadró ante su superior.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó el gobernador.

—Clifton Overbeck, mi general —respondió el soldado.

—Veo que pertenece usted a mi escolta, ¿no es cierto?

—Sí, mi general.

—¿Puede usted prestar alguna declaración que aclare el punto que estamos tratando?

—Sí, mi general.

—Hable usted, Overbeck.

Con voz firme y la mirada fija en el pecho del general, Clifton Overbeck declaró:

—Esta noche, mi general, yo estaba de guardia en el lado norte del jardín de esta casa. Es un sitio muy oscuro y se me encargó que vigilara con mucha atención. Unos minutos antes de que se encendiera el castillo de fuegos artificiales, vi acercarse dos sombras. Aunque venían de la parte más concurrida del jardín y no podía tratarse de salteadores, agucé todo lo posible la vista y, como se detuvieron entre unos laureles, procuré acercarme para ver lo que hacían. Di unos pasos y oí unas voces en español. Una de ellas era de mujer. La otra, de hombre. Como todavía no estoy muy fuerte en el idioma de los californianos, no pude entender de qué hablaban. Luego se encendió el castillo de fuegos artificiales y a su luz pude reconocer al señor Echagüe. Estaba de cara a mí y la dama me volvía la espalda. No queriendo ser indiscreto, me retiré.

Un nuevo murmullo resonó entre la concurrencia. Numerosas sonrisas iluminaron los rostros de los californianos. En cambio, el de Curtis se ensombreció.

—¿Cómo puede asegurarse que se trataba del señor Echagüe? —insistió el gobernador—. La luz de unos cohetes no me parece suficiente para identificar tan bien a una persona a quien se ve por primera vez…

—Perdone, mi general —interrumpió Clifton Overbeck—. En el año mil ochocientos cincuenta y uno estuve de guarnición en Los Ángeles. Allí vi numerosas veces al señor Echagüe. Esta noche, al reconocerle en el jardín, pensé que no podía ser él, pues tenía fama de huir de las mujeres. Por ello me aseguré bien. Comprobé que su voz era la misma y que no había variado físicamente lo más mínimo. Si alguna duda me quedaba, se ha desvanecido ahora, oyendo su declaración y su voz.

—¿Y quién era la mujer? —pregunta Curtis.

—No pude verle la cara, mi general —replicó Overbeck. Agregando en seguida—: Aunque hubiera podido reconocerla, respetaría la discreción del señor Echagüe.

—Está bien —gruñó Curtis—. Supongo que sus palabras libran de toda culpa al señor Echagüe. Comandante, ¿puede usted responderme de la honradez del soldado Overbeck?

El comandante respondió afirmativamente, asegurando que Overbeck estaba, propuesto para el ascenso a cabo.

—Bueno, queda usted libre de sospechas, señor Echagüe —declaró Curtis, como si no se alegrara mucho de ello—. Una vez más,
El Coyote
ha sido más fuerte que nosotros.

César se puso en pie y al pasar junto al soldado, dijo en voz alta:

—Muchas gracias, amigo Overbeck. Creo que le debo algo así como la vida.

En voz baja, casi sin mover los labios, el soldado replicó:

—Búsqueme mañana, a las diez de la noche, en la taberna de Jacinto. Tengo que decirle algo, señor
Coyote
.

César volvióse hacia el gobernador y preguntó:

—¿Podría agradecer con un regalo el favor que me ha hecho este soldado?

—Cuando un soldado cumple con su deber no necesita premio —replicó el gobernador.

—Está bien —suspiró César. Luego, volviéndose hacia el soldado, le tendió la mano y dijo—: Lamento no poderle dar otra cosa que la mano. De todas formas, muchas gracias. —Y en voz baja, agregó—: Hasta mañana, gran mentiroso.

Capítulo III: La cita con la muerte

César de Echagüe se estaba arreglando frente al espejo colocado sobre la cómoda. Durante su estancia en Monterrey, había aceptado alojamiento en casa de un amigo que tenía negocios urgentes en Méjico y, por tanto, había podido cederle toda su casa. Como servidumbre, César había llevado, desde los Ángeles, a su fiel Julián Martínez. En aquellos momentos, el capataz del rancho de San Antonio miraba consternado a su amo.

—¿Qué te ocurre? —preguntó César, mirando a su servidor.

—Nada, mi amo. No me ocurre nada.

—¿Qué piensas?

—No pienso nada.

—Piensas que ayer noche me libré por verdadero milagro, ¿no?

—Mi amo se expuso mucho.

—Sí, me expuse mucho —murmuró César.

—Por fortuna, aquel soldado…

—Aquel soldado mintió, Martínez.

—Pero… —la consternación del capataz aumentó.

—Sin duda, quiere cobrar a buen precio el favor que me hizo. Esta noche he de verle. Llevaré mil pesos en oro.

—¿Sabe quién es usted?

—Claro que lo sabe. Estaba en Los Ángeles cuando terminamos con el general Clarke. Ha ido uniendo datos y sucesos y ha comprendido quién soy. Cuando me recordó que me había hecho un favor, me llamó por mi nombre. Me dio a entender, sin ningún género de dudas, que sabía que yo era
El Coyote
. Es más, sus últimas palabras fueron: «Tengo que decirle algo, señor
Coyote

—Entonces, está usted a su merced.

—Tal vez. Procuraremos que calle.

Mientras hablaba, César de Echagüe terminó de vestirse y de una caja de caoba sacó un antifaz negro y se lo puso ante el espejo.

—¿Va usted a salir como
El Coyote
? —preguntó Martínez.

—Es menos peligroso eso que salir como don César de Echagüe. No me interesa que me vean cerca de la taberna de Jacinto.

César terminó de asegurarse el antifaz, luego, de un cajón de la cómoda sacó un cinto del que pendían dos largos revólveres Colt. Como hacía siempre antes de partir para alguna de sus aventuradas expediciones,
El Coyote
renovó las doce cargas de los revólveres, colocando en cada cilindro seis cebos nuevos y otras tantas cargas de pólvora y balas. Si llegaba el momento de ser precisa su utilización, las armas responderían infalibles.

Asegurado de que los revólveres estaban en orden, los guardó en las fundas. En un bolsillo guardó un cartucho de monedas de oro y, volviéndose hacia Martínez, dijo:

—Ya sabes lo que debes hacer. Si alguien viniese y preguntase por mí, di que estoy durmiendo y que por nada del mundo te atreverías a despertarme.

—Señor, ¿no se expuso ya demasiado ayer? —preguntó el capataz.

César le dirigió una extraña mirada, que terminó en una carcajada.

—No, ayer no me expuse ni la mitad de lo que voy a exponerme durante las noches que dure nuestra estancia en Monterrey. Adiós.

César de Echagüe descendió a la planta baja y, utilizando una puerta excusada, salió a unos descampados, donde ya le aguardaba un caballo. En un campanario dieron las nueve y media. Los restantes relojes repitieron aquellas notas.

Montado en el caballo que le aguardaba allí, César encaminóse, sin prisa y evitando los lugares concurridos, hacia la plaza donde estaba la taberna de Jacinto. Nadia sabía por qué se llamaba así, ya que su dueño era Clemente García y jacintos no los había habido nunca allí, ni en persona ni en flor. Sin embargo, todos llamaban a aquel establecimiento la taberna de Jacinto, y su fama, debida sobre todo a lo excelente de su vino y licores, era muy grande en Monterrey.

César llegó a la vista de la taberna cuando faltaban pocos minutos para las diez de la noche. Dejando su caballo a unos treinta metros de la taberna, encaramóse hasta una azotea de la taberna. Cada uno de sus movimientos fue realizado con la mayor cautela, teniendo en cuenta las consecuencias que podían resultar de un paso en falso.

Aunque Overbeck no había indicado el punto donde debían reunirse, era lógico suponer que el soldado no esperaba que la reunión tuviese lugar en la sala principal de la taberna, donde habría testigos más que suficientes para que al otro día todo Monterrey supiera que don César dé Echagüe y Clifton Overbeck se habían entrevistado allí. Por tanto, el soldado debía de esperarle en alguno de los reservados del primero y único piso de la taberna.

Empuñando precavidamente uno de sus revólveres,
El Coyote
abrió la trampa que conducía al interior de la casa y descendió por una escalera de madera. Una bocanada de aire enrarecido, con olor a cebollas, ajos y vino, dio de lleno contra el rostro del nocturno visitante. Durante unos minutos permaneció inmóvil, atento a los menores ruidos. Cuando sus oídos se hubieron habituado a aquel ambiente, comprendió que no había nada que temer y, habituado también a la oscuridad, avanzó lentamente por un interminable pasillo que rodeaba toda la casa y a ambos lados del cual abríanse, de trecho en trecho, habitaciones, donde se guardaban trastos viejos, o que servían de dormitorio o de punto de reunión a quienes deseaban pasar inadvertidos. Todas las habitaciones que iba encontrando
El Coyote
estaban desiertas, y ya desesperaba de que Overbeck hubiera acudido a la cita dada por él mismo, cuando, al doblar uno de los recodos del pasillo, vio una línea de luz debajo de la más cercana de las puertas.

La mano del
Coyote
oprimió con más fuerza la culata del revólver que empuñaba. Caminando como sobre cristales rotos, avanzó hacia la puerta y estuvo escuchando unos minutos. De dentro de la habitación no llegaba ningún rumor. Tal vez aquel reservado estaba dispuesto para él y para Overbeck, y de los dos él era el primero en llegar.

Empujando suavemente la puerta, César se convenció de que estaba abierta. Luego, quedando a un lado para librarse de una posible emboscada, acabó de abrir la puerta, a la vez que dirigía una rápida mirada al interior.

Al momento abandonó toda precaución y deslizóse dentro del reservado. Éste se hallaba amueblado con una mesa de ennegrecido pino, cuatro sillas y un candil de aceite. Sentado en una de las sillas y caído de bruces sobre la mesa, estaba un hombre vestido con el uniforme del Ejército de los Estados Unidos. Su kepis había caído sobre la mesa.

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