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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte (3 page)

BOOK: Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte
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Una exclamación de asombro escapóse de todos los labios, porque el enmascarado vestía el respetado hábito de los franciscanos. Sin embargo, el revólver que empuñaba era tan significativo como el antifaz, y tanto Curtis como Carreras exclamaron a la vez:

—¡
El Coyote
!

El falso fraile inclinóse y sonrió.

—Veo que me reconocen —dijo con burlón acento—. Sin duda el señor gobernador no me esperaba, pues de lo contrario me habría enviado una invitación. Al no hacerlo me ha obligado a un difícil esfuerzo y casi no sé cómo he podido llegar hasta aquí. Pero he llegado. Nada detiene al
Coyote
. Y cuando no hay otro remedio siempre queda el recurso de adoptar el santo hábito de Francisco de Asís y atravesar las puertas murmurando latines y soltando bendiciones. No, no se mueva, señor gobernador. Sé que no lleva usted armas y cometería una locura tratando de resistir. No deseo matarle porque sólo conseguiría que viniera otro peor que usted. Pero, si me obliga a ello, dispararé.

—¿Qué quiere? —jadeó Julián Carreras.

—Muy poca cosa —replicó
El Coyote
—. Las joyas que adornan a esas damas. En realidad no las necesitan, y estarán aún más hermosas sin ellas. Espero que no me obligarán a emplear la violencia…

Cerrando los puños y lanzando una imprecación, Julián Carreras lanzóse contra el enmascarado. En el mismo instante estallaron los primeros cohetes y el cielo se pobló de luces. Si alguno de los invitados a la fiesta oyó la detonación del revólver que empuñaba
El Coyote
, debió de confundirla con el estallido de uno de los cohetes; pero los que se encontraban en la pérgola, no tuvieron ninguna duda acerca de la realidad del disparo, y la esposa de Julián Carreras lanzó un grito de espanto cuando vio caer al suelo a su marido. Mientras ella acudía en inútil intento de socorrerle,
El Coyote
arrancó violentamente las joyas que lucían las otras damas, las guardó en uno de los amplios bolsillos de su hábito; luego acercándose al gobernador, le despojó del reloj de oro y de la condecoración.

—La guardaré como recuerdo —dijo.

—¡Asesino! —gritó Curtis.

El Coyote
echóse a reír.

—Puede llamarme lo que quiera; pero le advierto que algún día le haré una visita en Sacramento y quizá me lleve algo de más valor que este relojito.

La esposa de Carreras se levantó en aquel momento y, alzando los puños, chilló:

—¡Maldito seas! ¡Aunque me cueste la vida haré que te ahorquen…!

El Coyote
la detuvo con un violento golpe descargado con el cañón de su largo revólver, y la pobre mujer se desplomó, sin sentido, sobre el cuerpo de su esposo.

Levantando la voz para dominar el estruendo de las continuas detonaciones, el enmascarado advirtió:

—Señor gobernador, señoras, les prevengo que si intentan seguirme dispararé contra ustedes. Sé la suerte que me espera si me detienen y no pienso dejar que me cojan. Buenas noches y terminen felizmente la fiesta.

Calándose más la capucha del hábito y escondiendo el revólver dentro de la amplias mangas,
El Coyote
abandonó la pérgola, atravesando un macizo de laureles. Cuando, repuesto de la impresión sufrida, el general Curtis se lanzó tras él, comprendió que era ya demasiado tarde, y que
El Coyote
, conocedor sin duda de todos los rincones del jardín, tenía una gran ventaja sobre quien intentase perseguirle.

Retrocediendo, el gobernador regresó a la pérgola y corrió hacia la escalera que conducía al parque. Apenas hubo bajado por ella vio a uno de sus oficiales.

—¡
El Coyote
ha estado aquí y ha asesinado al alcalde! —le dijo en voz baja—. Corra a dar la voz de alarma y que rodeen la casa. Nadie debe salir sin ser registrado. Si alguien intenta huir, que disparen sobre él.

El oficial no esperó a que le dieran más instrucciones ni explicaciones. Corriendo dirigióse hacia la puerta principal. Por el sendero vio llegar con indolente paso a César de Echagüe, que en aquel momento acababa de tropezar con un hombre que iba en dirección opuesta.

—¡Qué barbaridad! —exclamó en voz alta, dirigiéndose al otro, que había seguido su camino sin pedir, siquiera, perdón—. Podría…

Antes de que terminase fue casi derribado por el oficial, que le pidió un rápido perdón, a la vez que se llevaba la mano derecha a la gorra y reanudaba en seguida la marcha hacia la entrada del palacio, donde estaba reunida la escolta del gobernador, compuesta de medio centenar de soldados de caballería, armados de pesados y largos sables y de cortos fusiles. Dirigiéndose a ellos el oficial ordenó con voz potente:

—¡Rodead en seguida el palacio y disparad sobre quien intente huir sin obedecer la voz de alto!

César de Echagüe volvió atrás y acercándose al excitado oficial le preguntó:

—¿Qué sucede? ¿A qué viene este afán de estropear la hermosa fiesta? ¿Es que nos han reunido aquí para sacrificarnos como si fuésemos abencerrajes?

El oficial dirigió una mirada de disgusto al californiano y luego replicó:

—La fiesta ha sido ya estropeada, señor Echagüe.
El Coyote
ha estado o está aquí y ha asesinado al alcalde, don Julián Carreras. Estamos tomando las medidas oportunas para que no pueda huir.

—Supongo que ahora registrarán a todos los invitados para ver si encuentran sobre alguno de ellos las pruebas de que es
El Coyote
, ¿no?

—Esa orden la dará, en todo caso, su excelencia el gobernador —replicó el oficial—. Con su permiso, señor Echagüe, iré a verificar el cumplimiento de las órdenes recibidas.

Mientras el militar, después de un breve saludo, se alejaba, César dirigióse, lentamente, hacia el centro del jardín. Al entrar en un estrecho sendero a ambos lados del cual crecían altísimos laureles, el joven hundió las manos en los bolsillos de su chaquetilla. Por un momento pareció estremecerse; pero siguió andando hasta llegar debajo del único farolillo que iluminaba el sendero, tan propicio para los enamorados. La luz de la vela que ardía dentro del farol era suficiente para permitir a César ver lo que acababa de sacar del bolsillo izquierdo. Era un trozo de tela negra con dos agujeros en el centro, es decir, un tosco pero práctico antifaz. El joven lo extendió y dentro de él aparecieron cinco o seis alhajas de mujer. César las estuvo contemplando unos instantes y luego, encogiéndose de hombros, murmuró:

—Lamento tener que abandonaros, pequeñas.

Volviendo a envolverlas con el antifaz alargó la mano por entre los laureles y dejó caer el paquete al suelo, contra el que chocó con sordo golpe. Hecho esto siguió su camino y, evitando el encuentro con los demás invitados, entró en el palacio, dirigiéndose hacia la habitación que servía de guardarropa.

Como esperaba, ninguno de los sirvientes que debían vigilar las prendas dejadas allí por los invitados se encontraba en el lugar. Sin duda estaban todos contemplando la culminación de los fuegos artificiales. Era una imprudencia descuidar la vigilancia, pero ¿quién de los distinguidos invitados del gobernador iba a descender hasta la bajeza de robar una capa de terciopelo, o de buen paño inglés, o de raso adornado con plumas? Tampoco podía temerse que hubiera alguien capaz de robar el sombrero del señor de Echagüe, adornado con un cintillo de trenzadas hebras de oro purísimo. Ni mucho menos que tratara de llevarse uno de los sombreros de copa hechos traer de Londres.

César de Echagüe hizo todas estas reflexiones mientras se deslizaba dentro del cuarto guardarropa, iluminado por una lamparilla de aceite perfumado. No tardó en ver dónde estaba su californiano sombrero y su rica capa de paño. Dirigiéndose recto hacia ambas prendas, pasó la mano por la banda del sombrero, sin encontrar nada. Luego cogió la capa y de dentro de ella extrajo un revólver de largo cañón. El percutor del arma estaba caído sobre un pistón ya quemado, indicio bien claro de que el arma había sido disparada una vez.

Escondiendo el revólver dentro de su faja, César de Echagüe iba a deslizarse fuera del guardarropa cuando un rumor de voces y la cesación de los estallidos de los cohetes le indicaron que los criados volvían, después de haber visto quemarse el último cohete.

Era ya demasiado tarde para tratar de huir sin ser visto, pues el guardarropa quedaba en un largo y recto pasillo iluminado con demasiada intensidad.

César cogió una de las capas que colgaban de las perchas y descolgó un sombrero de copa. Cubrióse con la primera, se encasquetó el segundo y, bien embozado, empuñó el revólver. En seguida, y cuando ya las voces de los criados sonaban casi junto a la puerta del vestidor, apagó de un soplo la lamparilla y deslizóse hacia la entrada.

Se abrió la puerta y dos hombres y dos mujeres dispusiéronse a entrar en el guardarropa.

—Se ha apagado la luz —dijo uno de los hombres—. Tendremos…

No pudo seguir hablando porque desde las tinieblas del interior llegó el inconfundible chasquido del percutor de un revólver mientras una voz muy autoritaria, a pesar de verse algo ahogada por el embozo, ordenaba:

—Entren los cuatro sin gritar ni tratar de huir. Si obedecen no les ocurrirá nada malo.

Al mismo tiempo, para dar mayor énfasis a la orden, una mano armada de un largo Colt salió de entre las tinieblas y apareció junto a la jamba de la puerta, iluminada por el reflejo de las luces del corredor.

En cuanto vieron la confirmación de sus temores, los cuatro sirvientes se apresuraron a entrar en el guardarropa.

—Quédense quietos de espaldas a la puerta —siguió ordenando la voz—. No traten de volverse, pues recibirán un desagradable disparo.

La orden era innecesaria, pues ni las dos doncellas ni los criados pensaban, ni por asomo, exponerse a las consecuencias de la ira del desconocido. Sin moverse notaron cómo la puerta era cerrada, oyeron girar la llave por el exterior, se supieron encerrados, y ni aun entonces se movieron. Por el acento con que había hablado el dueño del revólver creyeron comprender que se trataba de un desagradable gringo. ¿Quiénes eran ellos, simples californianos, para intentar nada contra uno de los odiados conquistadores? La prudencia exigía desentenderse de la cuestión y dejar que fueran los propios gringos quienes expusieran sus vidas para cazar al desconocido.

Entretanto, César de Echagüe, una vez en el corredor, avanzó con cauteloso paso hasta una de las puertas que comunicaban con el jardín. La entreabrió, asegurándose de que nadie podía verle y, saliendo de nuevo a la noche, fue a ocultarse tras una gran masa de crisantemos que constituían el orgullo de los Ortega.

Durante unos segundos permaneció allí con el revólver a punto y el oído atento al menor rumor. Por fin, seguro de que nadie le había seguido ni visto, César se despojó de la capa y del sombrero y, después de borrar cuidadosamente las huellas de sus pies, dejó entre los crisantemos las dos prendas y el revólver y alejóse de aquel punto. Cuando llegó a la parte más iluminada del jardín arreglóse la chaquetilla y adoptando de nuevo su indolente expresión y caminar siguió a los invitados que acudían hacia la pérgola atraídos por los sollozos e histéricos gritos de la esposa de Julián Carreras, que, recobrando el conocimiento, trataba en vano de devolverle la vida a su marido.

Capítulo II: La culpa del
Coyote

Numerosos oficiales de la guarnición de Monterrey habíanse reunido en torno del gobernador. De entre los invitados un médico había acudido para dar la innecesaria noticia de que Julián Carreras, hasta pocos minutos antes alcalde de Monterrey, había muerto.

—Lo asesinó
El Coyote
.

Estas cuatro palabras eran repetidas por casi todos los allí presentes. Y aunque
El Coyote
era el héroe de todos los californianos, ninguno de cuantos allí estaban parecían sentir ya admiración por él. Julián Carreras había sido muy querido por todos los habitantes de Monterrey, y su asesinato no tenía justificación ni excusa alguna. Si
El Coyote
deseaba ayudar a los hijos de California, no podría hacerlo nunca valiéndose de semejantes medios.

El general Curtis, muy pálido y con voz aún temblorosa, dirigiéndose hacia los invitados dijo:

—Les ruego que entren ustedes en la casa. Ha ocurrido un suceso muy grave y necesito la colaboración de todos.

Volviéndose hacia los oficiales, agregó:

—Mientras los invitados se congregan en el salón, ustedes sírvanse buscar linternas y registrar todo el jardín hasta asegurarse de que no queda nadie en él. Es importante que ninguna persona pueda permanecer oculta entre las plantas.

Marcharon los oficiales, regresando poco después provistos de linternas de petróleo y, entretanto, los invitados se fueron dirigiendo hacia la casa, entrando en el salón donde se debía servir la cena. Las mesas habían sido ya apartadas a un lado, y sobre ellas se amontonaban gran parte de los manjares. Excepto los comerciantes norteamericanos, nadie sentía apetito y fueron muchos los que miraron con disgusto el comportamiento de aquellos hombres para quienes la muerte del alcalde de Monterrey carecía de importancia.

—¿Qué opina usted de esto? —preguntó el señor Ortega, dirigiéndose a César de Echagüe.

Éste se encogió de hombros.

—No opino nada, porque no sé nada. Por cierto, que allí veo reunidos a todos sus criados. ¿No hay más?

El dueño de la casa miró hacia el rincón que ocupaban los numerosos servidores de su hogar, o sea, unos treinta y tantos.

—Creo que faltan algunos —replico—. ¿Por qué me lo pregunta?

—Porque me ha parecido que no estaban todos —contestó César—. No veo a uno que es alto, ancho de espaldas, de cabello rizado.

—Que yo sepa no tenemos a nuestro servicio ningún criado que responda a esa descripción.

—Sin embargo, yo vi uno, y le apuesto cien pesos de oro a que por algún rincón encontraremos a ese servidor.

—Don César, es usted lo bastante rico para perder, sin lamentarlo demasiado, esos cien pesos de oro —replicó el señor Ortega, famoso por su afición al juego, afición que estaba poniendo amenaza de ruina a su importante hacienda—. Por lo tanto acepto la apuesta, porque sé que voy a ganarla. Venga.

César de Echagüe siguió al dueño de la casa, que le guió hasta donde, respetuosamente inmóviles, estaban los criados de los Ortega. Uno de ellos, tan gordo como importante, saludó con una impecable inclinación a su amo.

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