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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte (4 page)

BOOK: Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte
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—Éste es Tomás, mi mayordomo —presentó Ortega—. Tomás, el señor Echagüe quiere hacerte unas preguntas.

—A sus órdenes, don César —respondió el mayordomo, repitiendo el saludo—. ¿Me permite preguntarle cómo está su esposa?

—Está perfectamente, Tomás.

—Le ruego le transmita mis respetos, señor.

—Así lo haré, Tomás. Sin embargo, antes quisiera preguntarte una cosa. ¿Están aquí todos los servidores de don Pedro Ortega?

—No, señor. Faltan Clementina, Pepita, Nicolás y Francisco.

—¡Ah! Conque faltan cuatro criados. ¿Y dónde debieran estar esos ausentes servidores?

—En el guardarropa, señor.

—¿No se les ha avisado? —preguntó el señor Ortega.

—Jacinta fue a llamarlos; pero encontró el guardarropa cerrado, señor. Supuso que habían venido ya hacia aquí. Luego los soldados no nos dejaron salir.

—Supongo, Tomás, que Nicolás o Francisco, no sé exactamente cuál de los dos, es alto, ancho de espaldas, con el cabello rizado y algo canoso, ¿verdad?

—Perdón, señor —replicó el mayordomo—. Le suplico perdone mi contradicción; pero Nicolás es delgado, de cabello muy liso y muy negro. Y en cuanto a Francisco, nadie sabe por qué es rubio y pequeño. Tampoco tiene el cabello rizado.

—Pero… alguien habrá, entre la servidumbre, que tenga el cabello rizado —objetó César.

—Evelio, señor —respondió el mayordomo.

—¿Y dónde está ese Evelio? —preguntó César.

—Ahí, señor.

Y con un movimiento de cabeza Tomás indicó a un jovenzuelo que no tendría más de dieciocho años, que estaba a pocos pasos de él.

—No… No es ése —murmuró César.

—Perdón, señor —protestó Tomás—. Ése es Evelio. Lo sé mejor que nadie.

—Sí, ya sé que lo sabes —sonrió César de Echagüe—; pero he querido decir que ése no es el criado que yo he visto esta noche. ¿No hay otro?

—No, señor. Excepto Clementina, Pepita, Nicolás y Francisco, todos los demás están aquí.

—Creo que ha perdido la apuesta, amigo Echagüe —rió el señor Ortega.

—Sí, tendré que pagarle los cien pesos —sonrió a su vez César—. Amigo Tomás, has hecho ganar cien pesos a tu amo. Si hubiera habido entre la servidumbre un criado alto, ancho de hombros, fornido, de cabellos rizados y grises, hubiera ganado yo.

Tomás pareció profundamente apenado. Dirigiéndose a César le dijo:

—Le suplico, don César, que perdone mi culpa al no haber contratado un criado que respondiera a esa descripción. Le prometo que en su próxima visita a esta casa, habrá un criado así. Aunque tenga que enviarlo a buscar a San Francisco.

—Te lo agradeceré —rió César—. Y si antes supieses algo de él, te ruego me lo comuniques.

El mayordomo prometió hacerlo así y César y el dueño de la casa volvieron hacia donde antes habían estado.

—Aquí van los cien pesos —dijo el joven, sacando del bolsillo cinco monedas de oro de a veinte dólares cada una y tendiéndolas a su anfitrión que, sonriendo algo avergonzado, vaciló entre guardarlas y devolverlas. Al fin, comprendiendo que César de Echagüe consideraría una ofensa que él rechazara aquel dinero, lo guardó asegurando:

—En realidad le robo este dinero, amigo César. Sabía perfectamente que estaba usted en un error.

—Le aseguro, amigo Ortega, que doy muy a gusto esos cien pesos. Me ha convencido usted de una cosa que ya sospechaba.

—¿Qué sospechaba usted? —preguntó, extrañado, don Pedro Ortega.

—Pues sospechaba que no tenía usted ningún sirviente que fuese algo fuerte y de cabellos rizados y grises.

—¿Se burla usted de mí?

—Al contrario. Pero le advierto, amigo mío, que de haberlo querido hubiese podido oponer a la declaración de su mayordomo el testimonio de su excelencia el gobernador de California. Si no me engaño, antes de poco el propio general Curtis le preguntará lo mismo que yo.

—¿Trata de decir que mi mayordomo y yo hemos mentido? —preguntó, con intenso rubor, don Pedro Ortega.

—Nada de eso —sonrió Echagüe—. Pero esta noche ha tenido usted, sin saberlo, un criado tal como yo se lo he descrito. Usted no lo sabía. Su mayordomo tampoco lo sabía; y quizá sus sirvientes tampoco lo sabían; pero la realidad sigue en pie.

—No comprendo…

—No se esfuerce. Ahí viene el señor gobernador. Oigamos lo que tiene que decirnos.

No parecía muy alegre ni satisfecho el general Curtis. Dirigió una sombría mirada a los allí reunidos y por fin preguntó:

—¿Están aquí todos los invitados y los habitantes de la casa?

La pregunta había sido hecha, implícitamente, a don Pedro Ortega, por lo cual éste avanzó hacia el gobernador y contestó:

—Sólo faltan cuatro de mis criados.

—¿Qué criados?

—Los que tenían a su cargo el guardarropa.

—Que los busquen.

—El guardarropa estaba cerrado —explicó Ortega.

—Que lo abran y comprueben si están dentro o no —dictó el gobernador—. Que alguien acompañe a los soldados.

El propio mayordomo de los Ortega guió a un oficial y a cuatro soldados hasta el guardarropa. Vieron en seguida que la llave estaba en la cerradura, y el mayordomo la abrió, convencido de que dentro encontraría, descuartizados, a los cuatro sirvientes. En vez de ello los encontró vueltos de espaldas a la puerta y tan inmóviles que tanto Tomás como los soldados sospecharon, por un momento, que fuesen maniquíes o estuvieran petrificados.

—¿Qué significa esto? —preguntó el mayordomo.

Al reconocer su voz, las dos muchachas y los dos hombres se volvieron y comenzaron a explicar a la carrera todo lo malo que les había ocurrido. Al fin el oficial cortó la algarabía e hizo salir a los cuatro prisioneros, a quienes guió hasta el salón.

—Estaban encerrados en el guardarropa, excelencia —anunció al gobernador—. Parece ser que un enmascarado les obligó a entrar allí y los encerró.

La atención del gobernador y de todos los presentes centróse en los cuatro sirvientes. Tanto los criados como las doncellas estaban visiblemente asustados.

—Habrá que tomar nota de lo que digan —indicó Curtis—. Quizá sus declaraciones nos sirvan de algo. Señor Ortega. ¿Cuál es el más inteligente de esos cuatro?

El dueño de la casa se volvió hacia Tomás, como traspasándole la pregunta del gobernador. El mayordomo se permitió indicar que, sin ser ninguna lumbrera, Pepita era la más despierta.

—Bien, Pepita —empezó el gobernador—. ¿Cómo te llamas?

—Pepita González, excelentísimo señor —contestó la doncella.

El gobernador volvióse hacia el oficial que estaba tomando nota del interrogatorio. Vio que había anotado el nombre de la doncella y volviéndose de nuevo hacia ella, continuó preguntando:

—¿Qué edad tienes?

Pepita dio su edad, que era lo bastante escasa para no necesitar disimulo, explicó luego que estaba al servicio de don Pedro desde que tenía once años y aseguró que siempre se había portado perfectamente, como podía atestiguar el señor Tomás.

—Está bien —interrumpió el general Curtis—. Explícanos ahora lo que ocurrió con ese enmascarado.

Pepita González contó que durante gran parte de la noche había estado ayudando a las distinguidas damas allí presentes a quitarse las capas y a reparar los desperfectos sufridos por sus maquillajes. Luego, al empezar a quemarse el castillo de fuegos artificiales, ya nadie acudió a utilizar sus servicios, por lo cual ella y su compañera Clementina, junto con Nicolás y Francisco, que estaban encargados de atender a los distinguidos caballeros, salieron a un balcón para contemplar desde allí el maravilloso efecto de los fuegos de artificio que eran quemados al otro lado del estanque, en cuyas aguas se reflejaban con un efecto de maravilla.

—Sí, sí, ya lo sé —refunfuñó Curtis—. Pero lo que a nosotros nos interesa es lo que ocurrió luego.

Pepita pareció ofendida, y con alguna sequedad, pues ella no estaba dispuesta a tolerar aires como los que se daba aquel gringo gobernador, explicó que al terminarse el hermoso castillo volvió con Clementina, Nicolás y Francisco al guardarropa y lavabo de caballeros cuando, de pronto, salió de dentro una mano armada con una pistola muy grande y una voz con acento gringo les dijo que si apreciaban la vida entrasen los cuatro allí dentro y no pronunciaran ni una palabra ni intentasen dar la voz de alarma.

—¿Y qué hicieron? —preguntó, innecesariamente, el gobernador.

—¿Qué haría el excelentísimo señor si un rufián le diese una orden con una pistola en la mano? —preguntó a su vez Pepita, sin adivinar que ponía el dedo en la llaga, pues no era ella la única que se había visto dominada aquella noche por el mismo revólver.

—Bien —refunfuñó Curtis—. Obedecieron ustedes. ¿Puede decirme ahora qué aspecto tenía ese… rufián?

—Sólo nos fijamos en la pistola, excelentísimo señor —contestó Pepita—. Yo estaba temiendo que se disparase de un momento a otro, y no tuve fuerzas para mirar nada más.

—¿Iba vestido de fraile? —preguntó Curtis—. Supongo que eso sí se fijaría.

—¿Fraile? No… Claro que no. Ningún fraile es capaz de apuntar a dos pobres muchachas con un cañón como aquél…

—¡No le pregunto si es posible o no! —rugió Curtis—. Conteste a lo que le he preguntado. ¿Vestía aquel hombre como un fraile?

—¡De ninguna manera! —Pepita González estaba indignada—. Nuestros frailes no usan pistola, señor.

—Pepita, el señor gobernador no pretende decir que se tratase de un fraile de verdad —intervino el señor Ortega—. Sólo quiere saber si iba disfrazado de fraile.

La doncella dirigió una mirada de desprecio al gobernador. Sus ojos dijeron bien claro que en su opinión el señor gobernador no había sido elegido, precisamente, por su listeza, ya que ni siquiera sabía explicar una cosa tan sencilla como aquélla.

—No, don Pedro —contestó, al fin—. Aquel hombre no iba vestido de fraile. Llevaba una capa hasta los pies y un sombrero de esos que parecen una chimenea, donde todo es copa y está recortada estúpidamente.

—Nadie te pide tu opinión acerca de los sombreros, Pepita —reprendió el dueño de la casa—. ¿Estás segura de que ese hombre llevaba capa y sombrero de copa?

—Sí, don Pedro.

—¿Y no le vieron ustedes la cara?

A la pregunta del gobernador, Pepita respondió moviendo negativamente la cabeza y diciendo:

—Yo no se la vi.

—Si alguno de ustedes vio la cara de aquel hombre puede decirlo —indicó el gobernador, dirigiéndose a los demás criados.

Clementina y Nicolás movieron negativamente la cabeza. En cambio Francisco declaró:

—Yo vi que llevaba la cara tapada con el embozo, señor.

—¿Llevaba máscara, o antifaz? —preguntó Curtis.

—No, señor; pero no se le veía más que los ojos.

—¿Le reconocerías si le vieses?

Francisco vaciló un momento, miró a su amo y había tal súplica en sus ojos que el señor Ortega pidió a Curtis:

—Si me lo permite, excelencia, yo interrogaré a Francisco. Sospecho que sabe algo; pero no se atreve a decirlo delante de todo el mundo.

Curtis refunfuñó algo acerca de la estupidez de aquella gente y al fin dio su venia.

—¿Reconociste al hombre aquél, Francisco? —preguntó el señor Ortega.

El criado asintió con la cabeza. César de Echagüe, que no le perdía de vista, sintió como si una afilada daga se le fuese hundiendo en la espalda. Maquinalmente empezó a preparar su fuga.

—¿Quién era? —siguió preguntando el dueño de la casa.

Francisco se inclinó a su oído y pronunció unas palabras. Al momento Ortega enrojeció hasta la raíz de los cabellos y gritó:

—¡Estás loco! ¡Imbécil! ¿Cómo se te puede ocurrir semejante estupidez?

—Le aseguro, señor… —tartamudeó el criado.

—¡Es una imbecilidad que te prohíbo repitas más! —gritó Ortega.

César de Echagüe empezó a lamentar haberse desprendido del revólver.

—Exijo que se diga el nombre que ha pronunciado ese hombre —ordenó el general Curtis.

—¡Imposible, excelencia! —dijo Ortega—. No puedo…

—¡Lo exijo! —tronó el gobernador—. No admito que se trate de proteger a nadie…

—Por favor, excelencia —pidió el dueño de la casa, que parecía profundamente abatido—. Le aseguro que se trata de una tontería de mi criado. La persona a quien ha nombrado está por encima de toda sospecha.

—Eso no ha de decirlo usted, señor Ortega. Y no olvide que está ante un tribunal que puede condenarle a la más terrible de las penas si usted se niega a hablar.

César de Echagüe había trazado ya su plan. En cuanto su amigo hablase saltaría sobre el oficial que estaba a su derecha, y le arrebataría el sable. Por fortuna, durante su estancia en La Habana había aprendido a manejar perfectamente el sable y el florete, y estaba seguro de que ninguno de los yanquis allí presentes podía competir con él.

—Excelencia —murmuró Ortega, en el colmo del abatimiento—. Mi criado dice que el hombre a quien vio en el guardarropa era…

Si en aquel momento alguien se hubiera fijado en César de Echagüe habría comparado su actitud a la de un tigre en acecho. En cuanto sonora el nombre él entraría en acción.

—¿Quién era? —preguntó Curtis—. Por Dios, señor Ortega, termine de una vez y díganos, ¿quién era aquel hombre?

—Usted, excelencia —gimió el dueño de la casa.

—¡Eh!

El asombro inmovilizó a todos, especialmente al gobernador del Estado de California y a César de Echagüe.

—¿Yo? —pudo decir, al fin, el gobernador.

—Sí, excelencia —contestó Ortega, que parecía más pequeño que nunca.

—¡Pero ese hombre está loco o borracho!

—Ya dije a vuestra excelencia… —empezó Ortega.

—Pero tendrá algún motivo para decir eso —siguió Curtis—. Hasta los locos y borrachos suelen tener sus motivos para desvariar. ¿Por qué dice usted que era yo quien le amenazó con un revólver?

La pregunta iba dirigida a Francisco, que, muy asustado logró decir, al fin:

—Llevaba su capa y su sombrero, señor. Yo fui quien guardó su capa, su sombrero y no me puedo equivocar.

Una leve sonrisa apareció en el rostro de Curtis.

—Pero ¿era yo quien llevaba aquella capa y aquel sombrero?

Francisco reflexionó unos instantes y, por fin, negó con la cabeza. Luego, muy aliviado, como si de sus palabras dependiera la suerte del gobernador, declaró:

—No señor. No podía ser usted, porque a aquel hombre la capa le tapaba los pies. Usted es más alto…

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