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Authors: Dan Simmons

Ilión (4 page)

BOOK: Ilión
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—Hazlo pues —replica Aquiles—. Ya es hora de que tengamos un caudillo de verdad.

El rostro de Agamenón se vuelve púrpura.

—Bien. Echemos una negra nave al mar y llenémosla de remeros y de sacrificios para los dioses... llévate a Criseida si te atreves... pero tú tendrás que realizar los sacrificios, oh, Aquiles, ejecutor de hombres. Pero entérate, me cobraré una recompensa... y esa recompensa será tu hermosa Briseida.

El hermoso rostro de Aquiles se contrae de furia.

—¡Insolente! ¡Vas armado de desvergüenza y cubierto de avaricia, cobarde con cara de perro!

Agamenón da un paso adelante, suelta su cetro y echa mano a la espada.

Aquiles lo imita gesto por gesto y agarra el pomo de su propia espada.

—¡Los troyanos nunca nos han hecho ningún daño, Agamenón, pero tú sí! No fueron los lanceros troyanos quienes nos trajeron a esta orilla, sino tu propia avaricia... Estamos combatiendo por ti, colosal montón de vergüenza. Te seguimos hasta aquí para recuperar tu honor de los troyanos, el tuyo y el de tu hermano Menelao, un hombre que ni siquiera puede conservar a su esposa en el dormitorio...

Menelao da un paso al frente y echa mano a
su
espada. Los capitanes y sus hombres gravitan en torno a un héroe u otro, así que el círculo se rompe, dividiéndose en tres campos: los que pelearán por Aquiles, los que pelearán por Agamenón, y los que están cerca de Odiseo y Néstor, que parecen lo suficientemente disgustados para matarlos a ambos.

—Mis hombres y yo nos marchamos —grita Aquiles—. Volvemos a Ptía. Es mejor ahogarse en un barco vacío de vuelta a casa, derrotado, que quedarse aquí y perder la honra llenando la copa de Agamenón y aumentando el botín de Agamenón.

—¡Bien, vete! —grita Agamenón—. ¡Adelante,
deserta
! Nunca te he pedido que te quedes y luches por mí. Eres un gran soldado, Aquiles, pero, ¿qué tiene eso de especial? Es un don de los dioses y no tiene nada que ver contigo. ¡Te encantan la batalla y la sangre y dar muerte a tus enemigos, así que toma a tus lánguidos mirmidones y márchate! —escupe Agamenón.

Aquiles se estremece de furia. Está claro que se siente dividido entre la urgencia por girar sobre sus talones, tomar a sus hombres y marcharse de Ilión para siempre, y el abrumador deseo de desenvainar la espada y abrir a Agamenón como si fuera una oveja sacrificada.

—Pero entérate, Aquiles —continúa Agamenón, reduciendo su grito a un terrible susurro que oyen los centenares de hombres congregados—, te quedes o te marches, renunciaré a mi Criseida porque el
dios
, Apolo, insiste... ¡pero me quedaré a tu Briseida a cambio, y todos los hombres sabrán cuan superior es Agamenón al niño mimado de Aquiles!

Aquí Aquiles pierde el control y desenvaina su espada. Así podría haber terminado la
Ilíada
, con la muerte de Agamenón o la muerte de Aquiles, o la de ambos; los aqueos hubiesen regresado a casa, Héctor hubiese disfrutado de su vejez e Ilión hubiese permanecido en pie durante un millar de años y tal vez rivalizado con la gloria de Roma. Pero en este instante la diosa Atenea aparece tras Aquiles.

La veo. Aquiles se da la vuelta, el rostro torcido, y obviamente la ve también. Nadie más puede verla. No comprendo esta tecnología de capas de invisibilidad, pero funciona cuando yo la uso y les funciona a los dioses.

No, advierto inmediatamente, esto es algo más. Los dioses han detenido otra vez el tiempo. Es su forma favorita de hablar a sus humanos favoritos sin que los demás los oigan, pero yo lo he visto unas cuantas veces. Agamenón tiene la boca abierta (veo su saliva flotando en el aire), pero no se oye ningún sonido, no hay ningún movimiento de mandíbula ni muscular, ningún parpadeo de esos ojos oscuros. Lo mismo sucede con todos los hombres del círculo: están congelados, embelesados o abstraídos, petrificados. En el cielo, un ave marina se sostiene inmóvil en pleno vuelo. Las olas se encrespan pero no rompen en la orilla. El aire es tan denso como jarabe y todos nosotros estamos inmovilizados como insectos en ámbar. El único movimiento en este universo detenido proviene de Palas Atenea, de Aquiles y (aunque sólo se note porque me inclino hacia delante para oír mejor) de mí.

La mano de Aquiles reposa todavía en el pomo de su espada, extraída a medias de su hermosa vaina repujada, pero Atenea lo ha agarrado por el largo pelo y lo ha obligado a volverse hacia ella, así que él no se atreve a desenvainarla del todo. Hacerlo sería desafiar a la misma diosa.

Pero los ojos de Aquiles arden, más locos que cuerdos, grita en medio del denso y viscoso silencio que acompaña estas paradas temporales:

—¿Por qué? ¡Maldición, maldición, por qué ahora! ¿Por qué vienes a mí ahora, diosa, Hija de Zeus? ¿Has venido a ser testigo de mi humillación ante Agamenón?

—¡Cede! —dice Atenea.

Si nunca han visto ustedes a un dios o a una diosa todo lo que puedo decir es que son más grandes que la vida (literalmente, ya que Atenea debe medir dos metros diez), y más hermosos y sorprendentes que ningún mortal. Supongo que sus laboratorios nanotecnológicos y de ADN recombinante los hicieron así. Atenea combina cualidades de belleza femenina, presencia divina y poder puro de un modo que yo ni siquiera sabía que fuese posible antes de encontrarme devuelto a la existencia a la sombra del Olimpo.

Su mano sigue engarfiada en el pelo de Aquiles, y lo obliga a inclinar la cabeza hacia atrás y a apartarse del petrificado Agamenón y sus lacayos.

—¡Nunca cederé! —grita Aquiles. Incluso en este aire congelado que atenúa y apaga todo sonido, la voz del ejecutor de hombres es fuerte—. ¡Ese cerdo que se cree rey pagará su arrogancia con la vida!

—Cede —dice Atenea por segunda vez—. Hera, la diosa de blanca armadura me envía desde los cielos para detener tu cólera.
Cede
.

Puedo ver un destello de vacilación en los ojos enloquecidos de Aquiles. Hera, la esposa de Zeus, es la aliada más fuerte de los aqueos en el Olimpo y protectora de Aquiles desde su extraña infancia.

—No luches ahora —ordena Atenea—. Aparta la mano de la espada, Aquiles. Maldice a Agamenón sí quieres, pero no lo mates. Haz lo que ordenamos ahora y te prometo una cosa: sé que ésta es la verdad, Aquiles, veo tu destino y conozco el futuro de todos los mortales: obedécenos ahora y un día serán tuyos deslumbrantes regalos como recompensa por esta afrenta. Desafíanos y muere ahora mismo. Obedécenos a ambas, a Hera y a mí, y recibe tu recompensa.

Aquiles hace una mueca, se zafa, parece hosco pero vuelve a envainar la espada. Contemplarlos a Atenea y a él es como contemplar dos formas vivas entre un campo de estatuas.

—No puedo desafiaros a ambas, diosa —dice Aquiles—. Es mejor que un hombre se someta a la voluntad de los dioses, aunque su corazón se rompa de cólera. Pero es justo entonces que los dioses oigan las plegarias de ese hombre.

Atenea esboza la más leve de las sonrisas y desaparece de la existencia (TCeándose de vuelta al Olimpo) y el tiempo continúa su marcha.

Agamenón está terminando su arenga.

Con la espada envainada, Aquiles se planta en el centro del círculo.

—¡Tú, pellejo borracho! —exclama el ejecutor de hombres—. Tú con tus ojos de perro y tu corazón de ciervo. Tú, «caudillo» que nunca nos has guiado a la batalla ni has puesto emboscadas con los mejores aqueos; tú, que careces del valor para saquear Ilión y por eso debes saquear las tiendas de su ejército; tú, «rey» que gobierna sólo a los más abyectos de nosotros. Te prometo, te juro solemnemente que este día...

Los cientos de hombres que me rodean toman aire como si fueran un solo hombre, más sorprendidos de esta promesa de maldición que si Aquiles hubiera simplemente atravesado a Agamenón como a un perro.

—Te juro que algún día todos los aqueos echarán de menos a Aquiles —grita el ejecutor de hombres, tan fuerte que detiene los juegos de dados a un centenar de metros en el campamento—. ¡Todos ellos, todos tus ejércitos! Pero entonces, Atrida, por mucho que te aflijas, no podrás hacer nada para socorrerlos, aunque muchos sucumban y perezcan a manos de Héctor, ejecutor de hombres. Y ese día desgarrarás tu corazón y te lo comerás, desesperado, pesaroso por haber deshonrado al mejor de todos los aqueos.

Y con eso Aquiles se vuelve sobre su famoso talón y sale del círculo, internándose en la oscuridad entre las tiendas y levantando la grava de la playa. Tengo que admitirlo: es un mutis cojonudo.

Agamenón se cruza de brazos y sacude la cabeza. Otros hombres comentan su sorpresa. Néstor se adelanta para pronunciar su discurso de en-los-días-de-la-guerra-con-los-centauros-todos-permanecimos-juntos. Esto es una anomalía (Homero hace que Aquiles esté todavía presente cuando Néstor habla), y mi mente escólica toma nota de ello, pero mi atención está muy, muy lejos.

Es entonces, al recordar la mirada asesina que Aquiles le ha lanzado a Atenea justo antes de que ella, tirándole del pelo, lo obligara a someterse, que se me ocurre el plan de acción más audaz, más obviamente condenado al fracaso, más suicida y maravilloso. Por un instante me cuesta respirar.

—Biante, ¿te encuentras bien? —pregunta Oro, a mi lado.

Miro al hombre, desconcertado. Momentáneamente no puedo recordar quién es él ni quién es «Biante», olvidada mi propia identidad morfeada. Sacudo la cabeza y me aparto del círculo de gloriosos guerreros.

La grava cruje bajo mis pies sin el heroico eco del mutis de Aquiles. Camino hacia el agua y lejos de miradas indiscretas me despojo de la identidad de Biante. Si alguien me viera ahora vería al maduro Thomas Hockenberry, con gafas y todo, lastrado por el absurdo atuendo de un lancero aqueo, con lana y piel cubriendo mi equipo morfeador y mi armadura de impacto.

El océano está oscuro.
Oscuro como el vino
, pienso, pero no me hace gracia.

Tengo la abrumadora necesidad, no por primera vez, de usar mi capacidad de invisibilidad y mi arnés de levitación para salir volando de aquí, para revolotear sobre Ilión una última vez, para contemplar sus antorchas y sus habitantes condenados, y luego volar hacia el sureste a través del mar oscuro como el vino (el Egeo), hasta llegar a las islas y el continente griegos que todavía no lo son. Podría ver cómo están Clitemnestra y Penélope, y Telémaco y Orestes. El profesor Thomas Hockenberry, de niño y de hombre, siempre se llevó mejor con las mujeres y los niños que con los varones adultos.

Pero estas mujeres y niños protogriegos son más asesinos y están más sedientos de sangre que ningún varón adulto que Hockenberry conociera en su otra vida incruenta.

Dejo el vuelo para otro día. De hecho, lo descarto por completo.

Las olas llegan una tras otra, con su tranquilizadora cadencia familiar.

Lo haré
. La decisión llega con la felicidad del vuelo, no, no del vuelo, sino con la excitación de ese breve instante de gravedad cero que uno pasa cuando se lanza de un lugar elevado y sabe que no va a volver a terreno sólido. Hundirse o nadar, caer o volar.

Lo haré
.

4
Cerca de Conamara Caos

El sumergible moravec de Mahnmut el europano iba tres kilómetros por delante del kraken y ganaba terreno, lo cual debería haberle dado un poco de confianza a la diminuta criatura robo-orgánica, pero como el kraken solía tener tentáculos de cinco kilómetros de largo, no lo hacía.

Era un agravio. Peor que eso, era una distracción. Mahnmut casi había terminado su nuevo análisis del Soneto 117, estaba ansioso por enviarlo por e-mail a Orphu en Io, y lo último que necesitaba era que se tragaran su sumergible. Estudió el kraken, verificó que la enorme, hambrienta y gelatinosa masa continuaba persiguiéndolo, y se interfaceó con el reactor lo suficiente para añadir otros tres nudos a la velocidad de su nave.

El kraken, que estaba literalmente fuera de pie tan cerca de la región de Conamara Caos y sus filones abiertos, no pudo mantener el ritmo. Mahnmut sabía que, mientras ambos estuvieran viajando a esa velocidad, el kraken no podría extender por completo sus tentáculos para envolver al sumergible; pero si su pequeño sub se encontraba con algo (digamos un montón grande de algas iridiscentes) y tenía que frenar, o peor aún, se quedaba atrapado en los brillantes filamentos de basura, entonces el kraken caería sobre él como un...

—Oh, bueno, maldita sea —dijo Mahnmut, abandonando cualquier intento de buscar un símil y hablando en voz alta al silencio zumbante de la estrecha cavidad medioambiental del sumergible. Sus sensores estaban conectados con los sistemas de la nave y la visión virtual le mostraba enormes masas de algas iridiscentes delante. Las brillantes colonias flotaban a lo largo de las corrientes isotérmicas, alimentándose de las venas rojizas de sulfato de magnesio que se alzaban hacia los hielos de la superficie como múltiples raíces ensangrentadas.

Mahnmut pensó
sumérgete
y el sumergible se zambulló otros veinte kilómetros, esquivando las colonias inferiores de algas apenas por unas docenas de metros.

El kraken se zambulló tras él. Si los kraken pudieran sonreír, éste habría estado sonriendo: era la profundidad a la que cazaba.

Reacio, Mahnmut eliminó el Soneto 116 de su campo visual y consideró sus opciones. Ser devorado por un kraken a menos de cien kilómetros de Conamara Caos Central sería embarazoso. Era culpa de aquellos malditos burócratas: tenían que limpiar sus submares locales de monstruos antes de ordenar a uno de sus exploradores moravec que se presentara a una reunión.

Podía matar al kraken. Pero sin ningún sumergible recolector en mil kilómetros a la redonda, la hermosa bestia sería reducida a pedazos y devorada por los parásitos de las colinas de algas luminiscentes, por los tiburones salinos, por los gusanos de tubo que flotaban libres y por otros krakens mucho antes de que una recolectora de la compañía pudiera acercarse. Sería un desperdicio terrible.

Mahnmut apartó su visión virtual lo suficiente para echar un vistazo a su enviro-nicho, como si un atisbo de su apretujada realidad pudiera darle una idea. Lo hizo.

En su consola, junto a volúmenes encuadernados en tafetán de Shakespeare y la edición Vendler, estaba su lámpara de lava: una bromita de su antiguo socio moravec Urtzeil, hacía casi veinte años-J.

Mahnmut sonrió y reajustó su virtual en todas las longitudes de banda. Tan cerca de Caos Central tenía que haber diapiros, y los krakens odiaban a los diapiros...

BOOK: Ilión
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