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Authors: Dan Simmons

Ilión (5 page)

BOOK: Ilión
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Sí. Quince kilómetros sur-sureste había un banco entero, alzándose lentamente hacia la capa de hielo tan lánguidamente como las masas de cera lo hacían en su lámpara de lava. Mahnmut fijó su rumbo hacia el diapir más cercano y aceleró otros cinco nudos para asegurarse, si había seguridad posible dentro del alcance de los tentáculos de un kraken maduro.

Un diapir no era más que una masa de hielo cálido, calentado por las corriente de aire y las zonas gravitatorias templadas de las profundidades que se alzaba a través del mar Epsomsalt hacia la capa de hielo que una vez cubrió Europa en su totalidad y que ahora, dos mil años-t después de que llegara la compañía de trabajo criobot, aún cubría más del 98 por ciento de la Luna. Este diapir, de unos quince kilómetros de diámetro, se alzaba rápidamente acercándose a la superficie de hielo.

A los krakens no les gustaban las propiedades electrolíticas de los diapiros. Incluso evitaban tocarlos con la sonda de sus tentáculos, mucho más evitaban el contacto con sus brazos y fauces asesinas.

El sub de Mahnmut llegó a la masa en ascenso unos buenos diez kilómetros por delante del kraken perseguidor, frenó, morfeó su casco exterior para la fuerza del impacto, colocó sensores y sondas, y se hundió en la masa viscosa. Mahnmut usó sonar y EPS para comprobar las corrientes lenticulares y de navegación a unos ocho mil kilómetros sobre él: En unos minutos el diapir se fundiría con la gruesa capa de hielo, flotaría hacia arriba a través de las fisuras, lentículas y corrientes, y brotaría en una fuente de un centenar de metros de altura. Durante un breve espacio de tiempo, ese punto de Conamara Caos parecería el parque de Yellowstone de la América de la Edad Perdida, con géiseres de azufre rojo y manantiales calientes. Luego el rastro se dispersaría en la gravedad de Europa, siete veces menor que la terrestre, caería como una tormenta de nieve a cámara lenta durante kilómetros a cada lado de las lentículas de la superficie y se congelaría en la fina y artificial atmósfera de Europa (en sus cien milibares), para añadir más eflorescencias abstractas a los ya torturados campos de hielo.

Mahnmut no podía morir en términos literales (aunque en parte orgánico, «existía» más que «vivía», y lo habían diseñado para ser duro), pero decididamente no quería convertirse en parte de una fuente o en un trozo congelado de eflorescencia abstracta durante los siguientes mil años-t. Olvidó un minuto tanto al kraken como el Soneto 116 mientras realizaba los cálculos (el ascenso del diapir, el progreso del sumergible a través de la masa viscosa, el rápido acercamiento a la capa de hielo) y luego centró sus pensamientos en la sala de motores y los tanques de lastre. Si funcionaba bien, saldría por el lado sur del diapir medio kilómetro antes del impacto con el hielo y aceleraría de inmediato para una salida de emergencia justo cuando la ola de la fuente del diapir fuera forzada por la corriente. Usaría aquella aceleración de cien kilómetros por hora para mantenerse por delante del efecto fuente: el sumergible le serviría de tabla de surf durante la mitad del trayecto hasta Conamara Caos Central. Tendría que recorrer los últimos veinte kilómetros o así hasta la base sobre la superficie cuando la ola se calmara, pero no tenía otra elección. Sería una entrada bestial.

A menos que algo hubiera bloqueado la corriente por delante. O a menos que otro sumergible viniera desde Central. Eso sería embarazoso durante los pocos segundos que pasarían antes de que Mahnmut y
La Dama Oscura
fueran destruidos.

Al menos el kraken ya no tendría nada que ver. Los bichos repugnantes se negaban a acercarse a más de cinco kilómetros de la superficie de hielo.

Tras haber introducido todas las órdenes y sabiendo que había hecho todo lo que se le ocurría para sobrevivir y llegar a la base a tiempo, Mahnmut volvió a su análisis del soneto.

El sumergible de Mahnmut (al que había bautizado hacía tiempo como
La Dama Oscura
), recorrió los últimos veinte kilómetros hasta Conamara Caos Central siguiendo una corriente de un kilómetro de ancho por la superficie del mar negro bajo un cielo negro. Un Júpiter en tres cuartos asomaba, las nubes brillaban y los bancos estaban cubiertos de colores apagados mientras un diminuto Io cruzaba la cara del gigante no muy lejos del helado horizonte. A cada lado de la corriente, acantilados de hielo estriado se alzaban varios cientos de metros, sus caras peladas gris oscuro y rojo turbio contra el cielo negro.

Mahnmut se sintió nervioso mientras recuperaba el soneto de Shakespeare.

Soneto 116

No aparta a dos almas amadoras

adverso caso ni cruel porfía:

>nunca mengua el amor ni se desvía,

mides su altura, mas su esencia ignoras.

Amor no sigue la fugaz corriente

de la edad, que deshace los colores

ni supe comprender tus maravillas.

Al cabo de tantas décadas, había llegado a odiar aquel soneto. Era una de esas cosas que los humanos recitaban en las bodas allá en la Edad Perdida. Era cursilón. Era un pasteleo. No era buen Shakespeare.

Pero encontrar los microregistros de los escritos críticos de una mujer llamada Helen Vendler (una crítica literaria que había vivido y escrito en uno de esos siglos —el XIX o el XX o el XXI; los sellos temporales del registro eran vagos en ese aspecto—), dio a Mahnmut la clave para traducir el soneto. ¿Y si el Soneto 116 no era, como había sido interpretado durante tantos siglos, una pegajosa afirmación, sino una violenta negativa?

Mahnmut volvió a repasar sus «palabras clave» anotadas en busca de apoyo. En la primera estrofa: «no, ni, nunca, ni, sin». Luego, en los dos tercetos: «no, no, ni». Reflejaban el nihilista «nunca, nunca, nunca, nunca, nunca» del rey Lear.

Era definitivamente un poema de negación. ¿Pero qué negaba?

Mahnmut sabía que el Soneto 116 formaba parte del ciclo del «Hombre joven», pero también sabía que la expresión «Hombre Joven» era poco más que un añadido de años posteriores y más recatados. Los poemas de amor no iban dirigidos a un hombre, sino «al joven»: ciertamente un muchacho, probablemente no mayor de trece años. Mahnmut había leído las críticas de la segunda mitad del siglo XX y sabía que tales «expertos» interpretaban literalmente los sonetos como auténticas cartas homosexuales del dramaturgo Shakespeare. Pero Mahnmut también sabía, por obras más eruditas de épocas anteriores y de la última parte de la Edad Perdida, que esa interpretación literal motivada políticamente era pueril.

Shakespeare había estructurado un drama en sus sonetos, Mahnmut estaba seguro de ello. «El joven» y la posterior «Dama Oscura» eran personajes de ese drama. Había tardado años en escribir los sonetos; no eran el producto del calor de una pasión, sino de la madurez creativa de Shakespeare. ¿Y qué estaba explorando en estos sonetos? El amor. ¿Y cuáles eran las «verdaderas opiniones» de Shakespeare sobre el amor?

Nadie lo sabría jamás. Mahnmut estaba seguro de que el bardo era demasiado listo, demasiado cínico, demasiado sigiloso para mostrar sus verdaderos sentimientos. Pero obra tras obra, Shakespeare describió cómo los sentimientos fuertes (incluido el amor) convertían a las personas en idiotas. Shakespeare, como Lear, amaba a sus Locos. Romeo había sido el Loco de la Fortuna, Hamlet el Loco del Destino, Macbeth el Loco de la Ambición, Falstaff... bueno, Falstaff no era el Loco de nada... pero se volvió loco por el amor del príncipe Enrique y murió con el corazón roto cuando el joven príncipe lo abandonó.

Mahnmut sabía que el «poeta» del ciclo de sonetos, que a veces aparece como «Will», no era (a pesar de la insistencia de tantos obtusos eruditos del siglo XX) el Will Shakespeare histórico sino más bien otra creación dramática del dramaturgo/poeta para explorar todas las facetas del amor. ¿Y si este «poeta» era, como el infeliz conde Orsino de Shakespeare, el Loco del Amor? ¿Un hombre enamorado del amor?

A Mahnmut le gustaba esta interpretación. Sabía que la relación de «dos almas amadoras» entre el poeta mayor y el joven, no era de carácter homosexual, sino una auténtica comunión de sensibilidades, una faceta del amor honrada en días muy anteriores a los de Shakespeare. En apariencia, el Soneto 116 era una declaración evidente de ese amor y su permanencia, pero si en realidad era una negativa...

Mahnmut vio de pronto dónde encajaba. Como tantos grandes poetas, Shakespeare empezaba sus poemas antes o después de que empezaran. Pero si éste era un poema de negación, ¿qué estaba negando? ¿Qué le había dicho el joven al poeta mayor, tan cegado de amor que necesitaba una refutación tan vehemente?

Mahnmut apartó los dedos de su manipulador primario, tomó su stylus y escribió en la placa:

Querido Will:

Por supuesto que a ambos nos gustaría que el enlace de dos almas amadoras que tenemos, ya que los hombres no pueden compartir el matrimonio sacramental de los cuerpos, fuera tan real y permanente como el verdadero matrimonio. Pero no puede ser. La gente cambia, Will. Las circunstancias cambian. Cuando las cualidades de las personas o las propias personas desaparecen, el amor desaparece también. Te amé una vez, Will. Te amé de verdad, pero has cambiado, eres distinto, y por eso ha habido un cambio en mí y una alteración en nuestro amor.

El Joven

Mahnmut miró la carta y se echó a reír, pero su risa se apagó en cuanto advirtió cómo cambiaba esto todo el Soneto 116. Ahora, en vez de una afirmación de amor perpetuo, el soneto se convertía en una violenta negativa a las calabazas del joven, en una argumentación en contra de un abandono tan egoísta. La nueva lectura del soneto era:

No, no aparta a dos almas amadoras

adverso caso ni cruel porfía (como tú afirmas):

nunca mengua el amor ni se desvía,

y es uno sin mudanza a todas horas.

Mahnmut apenas podía contener su nerviosismo. Todo en el soneto y en el ciclo entero de sonetos encajaba ahora. Quedaba poco de este amor del enlace de «dos almas amadoras» (poco más que furia, acusaciones, incriminaciones, mentiras y más infidelidades), todo lo que sería mostrado en el Soneto 126, donde «El Joven» y el amor ideal mismo serían abandonados por los placeres descarados de la «Dama Oscura». Mahnmut transfirió consciencia a su virtual y empezó a codificar una e-nota para su fiel interlocutor en la última docena de años-t. Orphu de Io.

Sonaron cláxons. Las luces parpadearon en la visión virtual de Mahnmut. Durante un segundo pensó:
¡El kraken!
, pero el kraken nunca subiría a la superficie ni entraría en una corriente abierta.

Mahnmut guardó el soneto y sus notas, borró la e-nota de la cola de salida y abrió los sensores externos.

La Dama Oscura
estaba a cinco kilómetros de Caos Central y en la región de control remoto de los hangares submarinos. Mahnmut dirigió la nave a la Central y estudió los acantilados de hielo que tenía delante.

Desde el exterior, Conamara Caos parecía igual que el resto de la superficie de Europa: un amasijo de cordilleras de presión que se alzaban heladas doscientos o trescientos metros, la masa de hielo bloqueando el laberinto de corrientes abiertas y lentículas negras, pero luego los signos de habitabilidad se volvían visibles: la boca negra de los hangares submarinos abriéndose, los ascensores moviéndose por la cara de los acantilados, más ventanas visibles en la superficie del hielo, luces de navegación pulsando y parpadeando en lo alto de los módulos de superficie, los habitáculos y las antenas y, muy por encima de donde el acantilado terminaba, contra el cielo negro, varias lanzaderas interlunares atracadas en la pista de aterrizaje.

Naves espaciales aquí en Caos Central
. Muy inusitado. Mientras Mahnmut terminaba de atracar, fijaba en modo de espera las funciones de su nave y empezaba a separarse de los sistemas del sumergible, pensaba:
¿Para que demonios me han llamado?

Terminado el atraque, Mahnmut revivió el trauma de limitar sus sentidos y su control a los torpes confines de su cuerpo más o menos humano y dejó la nave, caminó sobre el hielo iluminado de azul y tomó el ascensor de alta velocidad hasta los habitáculos situados en las alturas.

5
Ardis Hall

Una comida para una docena de personas sentadas a la mesa bajo el árbol iluminado por linternas: venado y jabalí silvestre, trucha de río, ternera de los rebaños de ganado que pastaban entre Ardis y los prados lejanos, caldos de los viñedos de Ardis, maíz fresco, calabaza, ensalada y guisantes del huerto, y caviar faxeado desde algún lugar.

—¿De quién es el cumpleaños y quién cumple Veinte? —preguntó Daeman mientras los servidores repartían la comida entre la docena de comensales de la larga mesa.

—Es mi cumpleaños, pero no celebro mis Veinte —respondió el hombre guapo y de pelo rizado llamado Harman.

—¿Disculpe? —Daeman sonrió sin comprender. Aceptó un poco de calabaza y pasó el cuenco a la dama que tenía al lado.

—Harman está celebrando su cumpleaños anual —dijo Ada desde la cabecera de la mesa. Daeman estaba físicamente agotado, pero qué hermosa estaba ella con aquel bronceado y la túnica de seda negra.

Daeman sacudió la cabeza, todavía sin comprender. Los cumpleaños anuales pasaban inadvertidos, no se celebraban.

—Así que no están celebrando un Veinte cumpleaños esta noche —le dijo a Harman, haciendo un gesto con la cabeza al servidor flotante para que volviera a llenar su copa de vino.

—Pero celebro mi cumpleaños —insistió Harman con una sonrisa—. El nonagésimo noveno.

Daeman se detuvo, asombrado, y luego miró en derredor rápidamente, pensando que se trataba de una especie de broma de aquel grupo de provincianos: desde luego una broma de mal gusto. Nadie bromeaba con sus noventa y nueve años. Daeman sonrió débilmente y esperó el remate de la broma.

—Harman habla en serio. —dijo Ada animadamente. Los demás invitados guardaron silencio. Desde el bosque se oyó la llamada de las aves nocturnas.

—Yo... lo siento —consiguió decir Daeman.

—Me muero de ganas por llegar. Tengo un montón de cosas que hacer.

—Harman recorrió caminando ciento cincuenta kilómetros de la Brecha Atlántica el año pasado —dijo Hannah, la joven amiga de pelo corto de Ada.

Daeman ahora estaba seguro de que se estaban quedando con él.

—No se puede recorrer caminando la Brecha Atlántica.

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