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Authors: Dan Simmons

Ilión (7 page)

BOOK: Ilión
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—Cola de Golondrina Tigre Occidental —dijo Harman, y añadió—:
Pterourus rutulus
.

Daeman no comprendió las dos últimas palabras, pero se quedó mirando al hombre mayor, sorprendido.

—¡Usted las colecciona también!

—¡Qué va! —Harman tocó una imagen familiar, dorada y negra—. Monarca.

—Sí —dijo Daeman, confundido.

—Almirante Rojo, Fritilaria Afrodita, Campo de Media Luna, Azul Común, Dama Pintada, Febo Parnasiana —dijo Harman, tocando una imagen cada vez. Daeman conocía dos o tres nombres.

—Entiende usted de mariposas —dijo.

Harman negó con la cabeza.

—Nunca se me había ocurrido que los tipos distintos de mariposa tuvieran nombre, hasta ahora.

Daeman miró la mano gruesa del hombre.

—Tiene usted la función lectora.

Harman volvió a negar con la cabeza.

—Nadie tiene ya esa función palmar. Como tampoco nadie tiene la función comunicadora o de la geoposición ni los accesos de datos ni puede autofaxearse en los nódulos.

—Entonces... —empezó a decir Daeman, y se detuvo confundido. ¿Se estaba burlando de él aquella gente por algún motivo? Había venido a pasar el fin de semana en Ardis Hall con buenas intenciones (bueno, con la intención de seducir a Ada, pero todo por diversión), y ahora este.... ¿juego malicioso?

Como si notara su creciente furia, Ada le puso los delgados dedos sobre la manga.

—Harman no tiene la función lectora, Daeman
Uhr
—dijo suavemente—. Recientemente ha aprendido a
leer
.

Daeman se la quedó mirando. Aquello no tenía más sentido que celebrar el nonagésimo noveno cumpleaños o farfullar sobre la Brecha Atlántica.

—Es una habilidad —dijo Harman en voz baja—. Como aprender los nombres de las mariposas o sus fabulosas técnicas como... conquistador de damas.

Esta última frase hizo que Daeman parpadeara.
¿Tan conocida es mi otra afición?

Hannah intervino.

—Harman ha prometido enseñarnos este truco... a leer. Podría sernos útil. Tengo que aprender a moldear antes de hacer más y quemarme.

¿Moldear?
Daeman no imaginaba qué tenía eso que ver con quemarse o adquirir la función lectora. Se lamió los labios y dijo:

—No tengo ningún interés en estos juegos. ¿Qué quieren de mí?

—Necesitamos encontrar una nave espacial —dijo Ada—. Y hay motivos para creer que puedes ayudarnos.

6
Olimpo

Cuando termina mi turno la noche del enfrentamiento entre Aquiles y Agamenón, me teleporto cuánticamente de vuelta al complejo escólico del Olimpo, grabo mis observaciones y análisis, transfiero los pensamientos a una piedra verbal y la llevo a la pequeña habitación blanca de la musa, que da al Lago de la Caldera. Para mi sorpresa, la musa está allí, hablando con uno de los otros escólicos.

El escólico se llama Nightenhelser y es un hombretón amigable que, según he sabido a lo largo de los cuatro años que lleva residiendo aquí, vivió y enseñó en una universidad y murió en el Medio Oeste americano a principios del siglo XX. Al verme en la puerta, la musa pone fin a su conversación con Nightenhelser y lo despide, haciéndolo salir por la puerta de bronce hacia la escalera mecánica que baja en espiral por el Olimpo hasta nuestros barracones y el mundo rojo de abajo.

La musa me indica que me acerque. Dejo la piedra verbal en la mesa de mármol que tiene delante y retrocedo, esperando ser despedido sin una palabra, como es la dinámica habitual entre los dos. Sorprendentemente, ella toma la piedra verbal mientras sigo aquí y la rodea con la mano cerrando los ojos para concentrarse. Yo espero. Confieso que estoy nervioso. Tengo el corazón desbocado y las manos, unidas a la espalda mientras permanezco de pie en una especie de parodia profesional de la posición de descanso de un soldado, sudorosas. Decidí hace años que los dioses no pueden leer la mente, que su increíble percepción de los pensamientos humanos, héroes y escólicos por igual, proviene de alguna ciencia avanzada en el estudio de los músculos faciales, movimientos oculares y demás. Pero podría estar equivocado. Tal vez son telépatas. Si es así (y si se molestaron en leerme la mente durante mi momento de epifanía y decisión en la playa después del enfrentamiento entre Agamenón y Aquiles), entonces soy hombre muerto. Otra vez.

He visto a escólicos que disgustaron a la musa, que no es en modo alguno una de los dioses más importantes. Hace unos años (el quinto año de asedio, en realidad), había un escólico del siglo XXVI, un asiático regordete e irreverente con el poco habitual nombre de Bruster Lin. Y aunque Bruster Lin era el erudito más brillante y reflexivo de todos nosotros, su irreverencia fue su final. Literalmente. Después de uno de sus comentarios más irónicos, referido al combate mano a mano entre Paris y Menelao (el vencedor se lo lleva todo) con lo que el resultado de aquel combate singular habría zanjado la guerra. La lucha a muerte entre el amante de Helena de Troya y su esposo aqueo (orquestada delante de dos ejércitos animando, con Paris hermoso con su armadura dorada y Menelao temeroso con el ojo puesto en los negocios) nunca llegó a consumarse. Afrodita vio que su amado Paris iba a ser convertido en carne picada, así que bajó y lo apartó del campo de batalla y lo llevó de vuelta con Helena, donde, como los liberales infructuosos de todas las épocas, Paris se mostró mejor guerrero en la cama que en el campo de batalla. Así que después de uno de los divertidos comentarios de Bruster Lin sobre el episodio Paris-Menelao, la musa (a quien no le hizo gracia) chasqueó los dedos y los billones y trillones de obedientes nanocitos del cuerpo del indefenso escólico se condensaron y explotaron hacia afuera en un gigantesco salto nanolemming, despedazando al todavía sonriente Bruster Lin en un millar de jirones sangrantes delante del resto de nosotros y enviando su cabeza aún sonriente a nuestros pies, mientras permanecíamos firmes.

Fue una seria lección que nos tomamos al pie de la letra. Nada de comentarios. Nada de hacer chistes con el serio asunto del deporte de los dioses. El precio de la ironía es la muerte.

La musa abre los ojos y me mira.

—Hockenberry —dice, su tono el de una burócrata de mi siglo a punto de despedir a un oficinista de rango medio—, ¿cuánto tiempo llevas con nosotros?

Sé que la pregunta es retórica, pero cuando te interroga una diosa, aunque sea una diosa menor, uno responde incluso a las preguntas retóricas.

—Nueve años, dos meses, dieciocho días, diosa.

Ella asiente. Soy el escólico superviviente más antiguo. O, más bien, soy el escólico que ha sobrevivido más tiempo. Ella lo sabe. Tal vez este reconocimiento oficial de mi longevidad es mi elegía antes de ser eliminado con una explosión de nanocitos.

Siempre había enseñado a mis estudiantes que había nueve musas, todas hijas de Mnemosine: Cléis, Euterpe, Talía, Melpómene, Terpsícore, Erato, Polimnia, Urania y Calíope, cada una patrona, al menos según la tradición griega posterior, de una expresión artística como la flauta o la danza o la narración o el canto heroico. Pero en mis nueve años, dos meses y dieciocho días sirviendo a los dioses como observador en las llanuras de Ilión, he informado, visto y oído sólo a una musa: esta alta diosa que está sentada delante de mí tras la mesa de mármol. Con todo, a causa de su voz estridente, siempre he pensado que es Calíope, aunque el nombre significaba originalmente «la de la voz hermosa». No puedo decir que esta musa solitaria tenga una voz hermosa (es más un claxon que un órgano a mis oídos), pero desde luego he aprendido a saltar cuando ella dice «rana».

—Sígueme —dice, levantándose de manera fluida y saliendo por la puerta privada de su blanca habitación de mármol.

La sigo de un salto.

La musa tiene el tamaño de los dioses: es decir, más de dos metros pero perfectamente proporcionada, menos voluptuosa que algunas de las diosas pero con la constitución de una triatleta femenina del siglo XX, e incluso en la gravedad reducida del Olimpo, tengo que esforzarme para mantener el ritmo mientras ella cruza los verdes jardines entre los edificios blancos.

Se detiene ante un nexo de carro. Digo «carro» y es vagamente parecido a un carro: bajo, levemente en forma de herradura, con un hueco a un costado que permite a la musa montarse. Pero carece de caballos, riendas y auriga. Se aferra a la barandilla y me llama.

Vacilante, con el corazón latiendo salvajemente ahora, subo y me sitúo a un lado mientras la musa pasa sus largos dedos por una cuña de oro que podría ser una especie de panel de control. Las luces parpadean. El carro zumba, chasquea, es envuelto de pronto por una red de energía, y se eleva del suelo girando a medida que asciende. De repente un par de «caballos» holográficos aparecen delante del carro y galopan como si estuvieran tirando del carro a través de él. Sé que los caballos holográficos obedecen a la necesidad griega y troyana de identificación, pero la sensación de que son animales reales tirando de un carro real a través del cielo es muy fuerte. Me agarro a la barra de metal y me sujeto, pero no hay ninguna sensación de aceleración, aunque el disco de transporte se agita y se sacude, gira una vez a treinta metros sobre el modesto templo de la musa y luego acelera hacia la profunda depresión del Lago de la Caldera.

¡El carro de los dioses!
, pienso y achaco el indigno pensamiento a la fatiga y la adrenalina.

He visto estos carros un millar de veces, por supuesto, volando cerca del Olimpo o sobre las llanuras de Ilión mientras los dioses corren de un lado a otro ocupándose de sus asuntos sagrados, pero siempre desde el suelo. Los caballos parecen más reales desde ese ángulo y el propio carro parece más insustancial cuando vas en él, volando a treinta metros sobre la cima de una montaña (volcán, en realidad) que ya de por sí se eleva unos veinticinco mil metros por encima del suelo del desierto.

La cima del Olimpo debería carecer de aire y estar cubierta de hielo, pero el aire aquí es tan denso y respirable como veinticinco kilómetros más abajo, donde los barracones de los escólicos se agrupan en la base de los acantilados volcánicos, y en vez de hielo, la amplia cima está cubierta de hierba, árboles y edificios blancos lo suficientemente grandes y majestuosos para que la Acrópolis parezca un excusado en comparación.

La figura en forma de ocho del Lago de la Caldera, en el centro de la cima del Olimpo, tiene cerca de cien kilómetros de diámetro y la atravesamos a velocidad casi supersónica, gracias a algún campo de fuerza o algún artilugio de magia divina que impide que el viento nos arranque la cabeza al mismo tiempo que ahoga el sonido. Cientos de edificios, cada uno rodeado de hectáreas de hierba cuidada y jardines, los hogares de los dioses, supongo, rodean el lago, por cuyas aguas azules grandes autotrirremes de tres filas de remos navegan lentamente. El escólico Bruster Lin me dijo una vez que calculaba que el Olimpo tenía el tamaño de Arizona, y que su cima cultivada era aproximadamente igual a la superficie de Rhode Island. Me resultó extraño escuchar comparar cosas de aquí con estados de ese otro mundo, de ese otro tiempo, de esa otra existencia.

Agarrado a la fina barandilla con ambas manos, miro más allá de la cima de la montaña. El espectáculo es sobrecogedor.

Estamos a tanta altura que puedo ver la curvatura del mundo. Al noroeste, el gran océano azul se prolonga en ese cuerno invertido del horizonte. Al noreste se extiende la costa, y se me antoja que incluso desde esta distancia puedo ver las grandes cabezas de piedra que marcan el límite entre tierra y mar. Al norte está la guadaña del archipiélago sin nombre, apenas visible desde la orilla de nuestros barracones escólicos, y luego nada más que azul, todo el camino hasta el polo. Al sureste diviso otras tres altas cumbres volcánicas recortadas sobre el horizonte, obviamente más bajas que la del Olimpo pero, al contrario que éste, con su clima controlado, blancas de nieve. Una de ellas, supongo, debe ser el Helicón, hogar de mi musa y sus hermanas, sí es que las tiene. Al sur y suroeste, durante cientos de kilómetros, distingo una sucesión de campos cultivados, y luego bosques salvajes, y luego desierto rojo más allá, luego quizás otra vez bosques, hasta que la tierra se funde con las nubes y la neblina y por mucho que parpadee o me frote los ojos no distingo ningún detalle.

La musa hace virar nuestro carro y desciende hacia la orilla oeste del Lago de la Caldera. Ahora veo que las motas blancas que advertí al cruzar el lago son enormes edificios blancos con columnas y escalinatas al frente, adornadas con gigantescos pies y decoradas con estatuas. Estoy seguro de que ningún escólico ha visto esta parte del Olimpo... o al menos no la ha visto y ha vivido para contárnoslo a los demás.

Descendemos cerca del más grande de los gigantescos edificios, el carro toca tierra y los caballos holográficos desaparecen de la existencia con un parpadeo. Hay varios cientos más de carros celestes aparcados en la hierba.

La musa saca de su túnica lo que parece ser un medallón.

—Hockenberry, me han ordenado que te lleve a un sitio donde no puedes estar. Una de las deidades me ha ordenado que te entregue dos artículos que podrían impedir que te aplasten como a un insecto si te detectan. Póntelos.

La musa me tiende dos objetos: un medallón con una cadena y lo que parece ser una capucha de cuero. El medallón es pequeño pero pesado, como si estuviera hecho de oro. La musa extiende la mano y desliza una parte del disco en el sentido de las agujas del reloj con respecto a la otra.

—Es un teleportador cuántico personal como el que utilizan los dioses —dice en voz baja—. Puede teleportarte a cualquier lugar que visualices. Este disco TC en concreto te permite seguir el rumbo cuántico de los dioses cuando cambian de fase a través del espacio de Plank, pero nadie (excepto la deidad que me lo entregó) puede ver tu rumbo, ¿Comprendes?

—Sí —digo; la voz casi me tiembla. Yo no tendría que tener este objeto. Será mi muerte. El otro «regalo» es peor.

—Esto es el Casco de la Muerte —dice ella, colocando el casco de cuero repujado sobre mi cabeza, pero dejándolo envuelto alrededor de mi cuello como si fuera una capucha—. El Casco de Hades. Lo fabricó el propio Hades y es la única cosa en el universo que puede ocultarte de la visión de los dioses.

Parpadeo estúpidamente al oír esto. Recuerdo vagas notas eruditas sobre «el Casco de la Muerte», y me acuerdo de que el propio nombre de Hades (Äides en griego) significaba «el invisible». Pero por lo que sé, Homero menciona el Casco de la Muerte de Hades sólo una vez, cuando Atenea se lo pone para ser invisible al dios de la guerra, Ares.
¿Por qué demonios me prestaría una cosa así una diosa? ¿Qué esperan que haga por ellos?
Las rodillas me flojean sólo de pensarlo.

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