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Authors: Dan Simmons

Ilión (94 page)

BOOK: Ilión
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En el flanco derecho aqueo, más cerca del océano, una hilera tras otra de hombres armados vuelven sus cascos encrestados para mirar a su caudillo y el más viejo de los capitanes aqueos presente este día, el sabio Néstor, domador de caballos. Néstor se ha colocado por delante de todos los demás en el flanco derecho, con una capa roja y bien visible en su carro de cuatro caballos, así que será el primero en este flanco en caer o el primero en abrirse paso a través de la línea de batalla de los inmortales. En los carros cercanos, obviamente ansiosos por entrar en combate con su padre, están los hijos de Néstor: Antíloco, el buen amigo de Aquiles, y su hermano, más alto y más guapo, Trasimedes.

Un centenar más de capitanes están aquí este día, cada uno llevando su orgulloso nombre y el orgulloso nombre de su padre, liderando juntos a miles de hombres más, cada uno de esos hombres defienden nobles nombres e historias complejas, cada uno llevando los orgullosos nombres de sus padres a la batalla por la gloria y la vida, o para llevárselos consigo a la Casa de la Muerte, este día.

A la derecha de los aqueos, desplegados por la orilla sin ningún orden concreto, silenciosos y verdes, hay varios miles de
zeks
, los hombrecillos verdes que han salido de sus barcazas y faluchos y esbeltos barcos de vela del Océano de Tetis y el Mar Interior del Valle Marineris y están presentes este día por razones conocidas sólo por ellos mismos, y quizá por su avatar Próspero y el dios simpar llamado Setebos. Esperan mudos a lo largo de la orilla, y ni los griegos ni los troyanos ni los dioses inmortales se les han enfrentado todavía.

Un kilómetro mar adentro, tras los
zeks
, las velas capturan el rosado atardecer marciano y los remos reflejan el brillo dorado del mar: hay más de un centenar de barcos aqueos. Ahora las velas están sueltas, los remos en alto, y los escudos y las lanzas cubren los costados de los navíos. Crestas amarillas, rojas, púrpura y azules, y los brillantes remates de los cascos son todo lo que puede verse de los más de tres mil combatientes aqueos de esos barcos. En el espacio que hay entre los barcos, negros alerones con punta sobresalen de los mares dorados. Visibles sólo por sus periscopios y la parte superior de sus negras velas metálicas, tres submarinos de misiles balísticos de los moravecs del Cinturón surcan el mar marciano.

A lo largo de tres kilómetros tras los troyanos y aqueos, en tierra, está la infantería de los moravecs del Cinturón: veintisiete mil soldados-escarabajo acorazados de negro, con armas pesadas y ligeras. Las baterías de artillería energética y balística rocavecs se despliegan hasta quince kilómetros tras las líneas del frente, sus proyectores y tubos apuntando al Olimpo y los inmortales congregados. Por encima de todas las líneas humanas y moravecs revolotean y corren ciento dieciséis aparatos voladores, algunos en modo invisible, otros todavía tan osadamente negros como cuando fueron avistados por primera vez. En la órbita, según han informado los moravecs del Cinturón, hay sesenta y cinco naves de combate rodeando Marte en órbitas que van desde apenas un pelo por encima de la atmósfera marciana a varios millones de kilómetros más allá de Fobos y Deimos. El comandante militar moravec sobre el terreno ha informado al moravec europano Mahnmut, quien ha traducido a Aquiles y Héctor, que todo tipo de bombas, misiles, campos de fuerza y armas de energía de esas naves están cargados y preparados. El informe no significa nada para los héroes y no le han hecho caso.

En la misma zona llana, cerca de Aquiles, a la derecha de Odiseo y los Atridas pero apartados, están Mahnmut, Orphu y Hockenberry. Mahnmut ha echado antes un vistazo a los ejércitos congregados y, con la ayuda del comandante troyano Périmo, inmediatamente ha dirigido un carro con el que traer a Orphu a través del túnel cuántico, arrastrando al ioniano flotante detrás como si fuera, en palabras del propio Orphu, «una grúa de tráfico con un cepo». Mahnmut no sabía qué era eso exactamente (sus bancos de datos sobre la Edad Perdida no eran tan obsesivamente completos como los de Orphu) pero se ha prometido averiguarlo algún día. Si sobrevive.

El escólico Thomas Hockenberry, licenciado en clásicas, va vestido con la capa, la armadura y la ropa de un capitán troyano, y aunque parece entusiasmado al contemplar todo eso, por lo visto también tiene ciertos problemas para estarse quieto. Mientras los miles de guerreros que siguen al noble Aquiles esperan casi inmóviles que los últimos componentes de cada ejército, humanos e inmortales, se reúnan, Hockenberry no para de pasar el peso de un pie a otro.

—¿Algún problema? —susurra Mahnmut en inglés.

—Creo que hay algo moviéndose dentro de mis calzones —responde Hockenberry con un susurro también.

Los ejércitos están congregados. El silencio es asombroso: no hay ruido alguno en ningún bando. Se oye sólo el lento susurro de las lejanas olas en la playa, el ocasional relincho de un animal sujeto a un carro de batalla, el suave sonido de la brisa marciana entre los acantilados del Olimpo, el siseo en el aire de los carros voladores y el agudo zumbido de los cazas-avispa, el ocasional choque inadvertido y suave de bronce sobre bronce cuando algún soldado cambia de postura, y el poderoso y omnipresente sonido negativo de decenas de miles de hombres ansiosos que intentan acordarse de respirar con normalidad.

Zeus da un paso al frente, atravesando la
égida
como un gigante que pasa a través de una cascada.

Aquiles se acerca a la tierra de nadie para enfrentarse al Padre de los Dioses.

—¿TIENES ALGO QUE DECIR ANTES DE QUE TÚ Y TU ESPECIE MURÁIS? dice Zeus en tono tranquilo pero tan amplificado que llega hasta el último rincón del campo, incluso hasta los hombres de las naves griegas en el mar.

Aquiles se detiene, mira por encima del hombro a las masas de hombres que tiene detrás, se vuelve, mira más allá de Zeus hacia el Olimpo y las masas de dioses que tiene delante, y luego dobla el cuello para mirar al altísimo Zeus.

—Rendíos ahora —dice Aquiles—, y respetaremos las vidas de vuestras diosas para que puedan ser nuestras esclavas y cortesanas.

64
Ardis Hall

Daeman durmió durante dos días y dos noches, despertando solo cuando Ada le daba de comer caldo y Odiseo lo bañaba. Despertó de nuevo brevemente la tarde en que Odiseo lo afeitó, pasando una cuchilla recta por su barba correosa, pero Daeman estaba demasiado cansado para hablar o escuchar a nadie. Tampoco prestó atención a los rugidos en el cielo cuando los meteoritos regresaron la noche siguiente y luego a la otra. No despertó cuando un trozo pequeño de algo que viajaba a varios miles de kilómetros por hora golpeó el prado situado tras la casa, exactamente en el lugar donde Odiseo había enseñado durante semanas. El impacto abrió un cráter de cinco metros de diámetro y casi tres de profundidad y rompió todas las ventanas que quedaban en Ardis Hall.

Daeman despertó a media mañana del tercer día. Ada estaba sentada al borde de la cama (resultó que era su propia cama) y Odiseo se apoyaba en el marco de la puerta, cruzado de brazos.

—Bienvenido, Daeman
Uhr
—dijo Ada en voz baja.

—Gracias, Ada
Uhr
—respondió Daeman. Su voz era ronca y le pareció que tenía que usar una cantidad inusitada de energía sólo para croar unas pocas palabras—. ¿Y Harman? ¿Y Hannah?

—Están mejor los dos —dijo Ada, Daeman nunca se había fijado en lo perfectamente verdes que eran los ojos de la joven—. Harman se ha levantado de la cama y está abajo comiendo, y Hannah está aprendiendo a caminar de nuevo. Ahora mismo está en el jardín delantero, tomando el sol.

Daeman asintió y cerró los ojos. Sintió la abrumadora necesidad de mantenerlos cerrados y volver a dormir y a soñar. Dolía menos así y en aquel momento el brazo derecho le dolía y le ardía terriblemente. De repente abrió los ojos y apartó las sábanas de ese brazo, con la terrible certeza de que le habían amputado el miembro mientras dormía y que lo único que sentía era el dolor fantasma de un brazo fantasma.

El brazo estaba rojo, hinchado, cubierto de cicatrices, la herida de la terrible mordedura de Calibán cosida con un grueso hilo, pero el brazo seguía allí. Daeman intentó moverlo, agitar los dedos. El dolor lo hizo jadear, pero los dedos se habían movido, el brazo se había levantado un poco. Lo dejó caer sobre la sábana y se quedó boquiabierto durante un rato.

—¿Quién lo ha hecho? —preguntó un momento más tarde—. Los puntos. ¿Los servidores?

Odiseo se acercó a la cama.

—Lo hice yo —dijo el fornido bárbaro.

—Los servidores ya no funcionan —dijo Ada—. En ninguna parte. Los fax-nódulos todavía siguen operativos, y nos llega esa noticia de todas partes; los servidores no funcionan, los voynix se han ido.

Daeman frunció el ceño, tratando de comprender lo que eso significaba, pero incapaz de hacerlo. Harman entró en la habitación, usando un bastón para caminar. Daeman vio que el hombre conservaba la barba, aunque parecía que se la había recortado. Se sentó en una silla junto a la cama y agarró el brazo izquierdo de Daeman. Daeman cerró los ojos un instante y luego devolvió el fuerte apretón. Cuando abrió los ojos, los tenía llorosos. La fatiga, pensó.

—La tormenta de meteoritos está pasando, es un poco menos violenta cada noche —dijo Harman—. Pero ha habido bajas. Muertos. Más de un centenar de personas murieron en Ulanbat solamente..

—¿Muertos? —repitió Daeman. La palabra no había tenido ningún significado desde hacía mucho, mucho tiempo.

—Habéis tenido que aprender a enterrar de nuevo —dijo Odiseo—. Se acabó el faxear a una feliz eternidad como posthumanos inmortales en los anillos e y p. La gente está quemando a sus muertos y tratando de atender a los heridos.

—¿Y Cráter París? —consiguió decir Daeman—. ¿Mi madre?

—Está bien —respondió Ada—. La ciudad no fue alcanzada. Tenemos corredores que vienen cada día con noticias. Envió una carta, Daeman: tiene miedo de faxear hasta que las cosas no se tranquilicen. Le pasa a mucha gente. Sin los servidores y los voynix y con la energía desconectada en todas partes, la mayoría de la gente no quiere viajar a menos que sea absolutamente necesario.

Daeman asintió.

—¿Por qué está desconectada la energía pero los fax-nódulos siguen funcionando? ¿Dónde están los voynix? ¿Qué está ocurriendo?

—No lo sabemos —dijo Harman—. Pero la lluvia de meteoritos no ha provocado... ¿cómo lo llamó Próspero? Un evento de extinción de Especies. Podemos alegrarnos de eso.

—Sí —dijo Daeman, pero en lo que estaba pensando era:
¿Así que Próspero y Calibán y la muerte de Savi fueron reales, no fue todo un sueño?
Movió el brazo derecho y el dolor respondió a su pregunta.

Hannah entró, vestida con una sencilla bata blanca. Parecía que ya había una leve pelusilla en su cuero cabelludo. Su cara parecía más humana y viva en todos los aspectos. Se acercó al lado de la cama de Daeman, cuidando de no tocarle el brazo, y se inclinó y lo besó firmemente en los labios.

—Gracias, Daeman, gracias —dijo cuando el beso terminó. Le tendió un diminuto nomeolvides que había arrancado del jardín y él lo aceptó torpemente con la mano izquierda.

—No hay de que —-respondió Daeman—. Me ha gustado ese beso.

Era verdad. Era como si él, Daeman, el mujeriego más ansioso del mundo, nunca hubiera recibido un beso antes.

—Esto es interesante —dijo Hannah, mostrando un paño turín que tenía en la otra mano—. Lo encontré junto a la mesa del viejo roble, pero ya no funciona. Lo intenté con otros dos. Nada. Ni siquiera los turín funcionan ahora.

—O tal vez el drama de la batalla entre griegos y troyanos se ha terminado —-dijo Harman, llevándose a la frente los circuitos bordados en el paño y apartándolo luego—. Tal vez la historia del turín se ha acabado.

Odiseo contemplaba por la ventana el cielo azul y el césped verde, pero ahora se volvió hacia la pequeña reunión.

—No lo creo —dijo—. Sospecho que la guerra de verdad acaba de empezar.

—¿Sabes algo sobre el drama turín? —preguntó Hannah—. Creía que habías dicho que nunca te habías puesto debajo del paño.

Odiseo se encogió de hombros.

—Savi y yo distribuimos los paños turín hace casi diez años. Traje el prototipo de... muy lejos.

—¿Por qué? —preguntó Daeman.

Odiseo abrió la mano.

—La guerra se acercaba. Los seres humanos de la Tierra tenían que aprender algo sobre la guerra, su terror y su belleza. Y tenían que aprender algo sobre la gente del relato: Aquiles, Héctor, los otros. Incluso yo.

—¿Por qué? —preguntó Hannah.

—No somos parte de ella —dijo Ada.

Odiseo se cruzó de brazos.

—Lo seréis. No estáis todavía en el primer frente de batalla, pero se acerca. Tomaréis parte en este conflicto lo queráis o no.

—¿Cómo podemos tomar parte? —preguntó Ada—. No sabemos combatir. Ni siquiera queremos aprender a hacerlo.

—Unos sesenta de los jóvenes de ambos sexos que se han quedado sabrán algo de lucha dentro de unas semanas —dijo Odiseo—. Será cosa suya que quieran luchar o no cuando llegue el momento. Como siempre. —Señaló a Harman—. Lo creas o no, vuestro sonie puede repararse. He estado trabajando en él y puedo tenerlo en el aire dentro de una semana o diez días.

—No quiero ver ninguna lucha —dijo Ada—. No quiero estar en ninguna guerra.

—No —dijo Odiseo—. Tienes razón en no querer.

Ada bajó el rostro como para combatir las lágrimas. Cuando apoyó la mano cerrada en la cama. Daeman acercó los dedos a los suyos, y le tendió el nomeolvides de Hannah. Luego volvió a quedarse dormido.

Despertó en la oscuridad y la luz de la Luna y había una forma sentada junto a la cama. ¡Calibán! Daeman alzó instintivamente el brazo derecho, cerrando el puño, y el dolor llenó sus párpados de luces.

—Tranquilo —dijo Harman, inclinándose hacia él para enderezarle el brazo vendado—. Tranquilo, Daeman.

Daeman jadeaba, intentando no vomitar de dolor.

—Creía que eras...

—Lo se— dijo Harman.

Daeman se sentó en la cama.

—¿Crees que está muerto?

El hombre de las sombras negó con la cabeza.

—No lo sé. He estado preguntándome... pensando. En los dos.

—¿En los dos? —dijo Daeman—. ¿Te refieres también a Savi?

—No... quiero decir, sí, pienso mucho en ella... pero estaba pensando en Próspero. En el holograma de Próspero que dijo que sólo era un eco de una sombra o lo que fuera.

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