—He decidido tomar los hábitos, Laurita —soltó Agustín.
Laura lo miró llena de espanto, mientras trataba de pensar en una frase contundente que lo hiciera cambiar de parecer, que le abriera los ojos y lo enfrentara a su error. Él no había nacido para llevar hábito ni para vivir entre las sombras de un convento.
—No podremos salir de paseo los domingos —intentó, pero se dio cuenta de que a Agustín no se lo movía un músculo de la cara—. Ni tampoco podrás estar con tus amigos ni jugar al billar en el café de los Plateros —probó esta vez, sin mayor esperanza, pues Agustín seguía inmutable.
—Nada de eso importa ahora, Laurita —expresó el muchacho, y su voz sonó tan tranquila y segura que Laura tuvo la certeza de que nada lo conmovería—. Lo único que deseo que sepas es que te quiero y que nunca dejaré de quererte. Y como sé que tú también me quieres, estoy seguro de que no te opondrás a que yo haga esto que deseo desde hace mucho tiempo.
Agustín no lo supo, porque Laura escondió bien sus sentimientos para no defraudarlo, pero esa tarde dejó el convento con el corazón hecho trizas. La casa ya no fue la misma sin él, ella tampoco. Incluso el adusto general Escalante, a quien aparentaba no importarle, se tornó meditabundo e introvertido, y pasaba más horas en su estudio con una botella de coñac como única compañía. Magdalena también echaba de menos las maneras contemporizadoras de su hijastro y su conversación entretenida. María Pancha, que culpaba al general de la decisión de Agustín, se retiró a los interiores de la casa y prácticamente no se mostraba durante el día. Una sombra pareció cernirse sobre la familia Escalante.
Con el tiempo, Laura entendió que no había sido Agustín quien dejó a la familia sino que la familia lo había abandonado a él. Desde entonces se afanó en mantener vivo el contacto con su hermano. Quería que Agustín supiera que al menos ella se interesaba, que al menos ella aún lo quería profundamente. Le enviaba largas cartas relatándole sus cotidianeidades, canastas repletas de manjares que Agustín entregaba a los mendigos, libros que robaba de la biblioteca del general, roscas en la época de Pascuas y budines con pasas y nueces para Navidad, prendas de lana para el invierno —estaba segura de que el convento de San Francisco era, sobre todo, un sitio gélido en los meses invernales— y camisas muy costosas de lino para el verano. Lo visitaba cada vez que ella y María Pancha lograban sortear la custodia de Magdalena y obtener los difíciles permisos del convento, pues hasta que no se ordenara, el contacto con los de afuera se retaceaba.
Laura había hecho de todo en aquella época, lo haría también ahora para llegar al convento de Río Cuarto y asistirlo en su enfermedad, así tuviera que pelearse con medio país. Le importaba un comino su madre, sus tías, su abuela y la familia Montes completa. Con respecto a su padre, hacía tiempo que no lo veía y ya se había acostumbrado a no tomarlo en cuenta. Él se ocupaba de sus negocios en Córdoba —eufemismo que Magdalena invocaba para disfrazar una separación de años— y Laura vivía en Buenos Aires, bajo la tutela de sus abuelos. La distancia y el tiempo hacían lo suyo, y casi no recordaba que le debía respeto y consideración. En realidad, Laura jamás había experimentado ese miedo cerval que atenazaba a la mayoría cada vez que el general Escalante pegaba unos cuantos gritos o fruncía el entrecejo. A su padre, ella había sabido domeñarlo. Cierto era que se habían encontrado en un punto de la vida del general en el cual el hombre venía «con el caballo viejo y cansado», como solía aceptar el mismo Escalante. Le escribiría avisándole de la enfermedad de Agustín, porque sabía que nadie de la familia lo haría, pero no esperaría respuesta y seguiría adelante con su plan
—No llores, María Pancha —pidió Laura más bien imperiosamente, y la negra se secó las lágrimas con el mandil—. Necesito que lleves esta carta ahora mismo. Es para Julián.
—¡Para cartas de enamorados estoy yo! —se mosqueó María Pancha, y le puso la esquela de nuevo en la mano.
—¡Qué enamorado ni que ocho cuartos! Julián es mi amigo, no mi enamorado, y porque es mi amigo, lo necesito ahora. Llévale la carta y espera la respuesta. Tiene que ver con Agustín —agregó.
—No voy si no me dices de qué se trata.
—Mi madre no quiere que viaje a Río Cuarto. Le pediré ayuda a Julián.
—¡Ay, Laura! —exclamó María Pancha, y miró al cielo raso—. ¿Por qué presiento que estás por meterte en un gran lío?
—¡Deja de hacer tanta alharaca! ¿Acaso no quieres estar con Agustín? —La mujer asintió—. Entonces, ayúdame y no me pongas obstáculos en el camino. Ya tengo y de sobra con el cuarteto de brujas.
Julián Riglos era
habitué
del café de Marcos, a la vuelta de la Plaza de la Victoria, a pasos del fragor y gentío de la Recova Nueva. Le gustaba pasar las últimas horas de la tarde sentado en la misma mesa, cerca de la ventana, polemizando con sus amigos, algunos tan aristocráticos como él, otros sin tantos blasones, pero con carisma e inteligencia suficientes para granjearse la simpatía del resto. Algunos no eran mozalbetes ya y hasta podían contar sus peripecias durante la época de Rosas, cuando la palabra muerte se escribía en una bandera roja como la sangre que se vertía casi a diario en San Benito de Palermo y en la Plaza de la Victoria. Se relataban anécdotas que a veces resultaban inverosímiles. Uno de estos parroquianos aseguraba que a su padre, por unitario, lo habían fusilado en Santos Lugares y luego le habían enviado a su madre, como presente, la cabeza en una caja con sal. Muchos habían pasado esos años en el exilio y guardaban una antología interminable de relatos que a Julián le fascinaba escuchar.
Hacía más de veinte años que Juan Manuel de Rosas había caído en Caseros al enfrentarse con las tropas del general Urquiza, y Julián, un joven de veintiuno en ese entonces, que estudiaba leyes en Madrid, poco sabía de todo aquello. Por eso disfrutaba las conversaciones del café en las que recogía información valiosa para el libro de historia argentina que escribía desde hacía algún tiempo. El trabajo resultaba arduo, porque siendo la Argentina un país tan joven, existían poca bibliografía y crónicas. Además, por momentos la trama de los hechos políticos se presentaba compleja y enmarañada, difícil de entender y peor aún de explicar. Solía permanecer despierto hasta altas horas de la noche reclinado sobre su escritorio, la vela prácticamente consumida y la casa en completo silencio, escribiendo con frenesí las ideas que como luces de relámpago le venían a la mente. Debía retenerlas en ese instante sino desaparecían tan deprisa como habían llegado. Un momento después, repentinamente cansado, dejaba la pluma en el tintero, cerraba el cuaderno de notas y se ponía a pensar en Laura Escalante.
El visitaba a Catalina del Solar para la época en que conoció a Laura. Fue un encuentro casual. Una niña de no más de trece años que caminaba de la mano de su criada por la calle del Potosí lo dejó como petrificado cuando la vio desde su mesa en el café de Marcos. Se notaba que no era de la ciudad, miraba a su alrededor con fascinación y sorpresa, le comentaba a la criada y le señalaba los edificios y a los transeúntes como si aquello fuera parte de un mundo ignoto que se le revelaba esa mañana. Le brillaban los ojos oscuros, y las mejillas sonrosadas acentuaban su condición de niña. Los bucles color de trigo rebotaban sobre sus hombros al ritmo de un paso retozón.
Julián arrojó unas monedas sobre la mesa y dejó el lugar sin despedirse. La habría alcanzado y preguntado el nombre si el gesto de la criada que la acompañaba hubiese sido menos hostil. Era una negra de buena estampa: alta, delgada aunque con grandes pechos y caderas redondeadas; caminaba muy erecta, como desafiando; la mota al rape mostraba una cabeza de huesos perfectos, y las facciones no resultaban tan primitivas como las de otros africanos. «Quizá, —pensó Riglos—, sangre blanca corre por sus venas.» Calculó que rondaría los cuarenta. Llevaba un mandil impoluto y estaba bien calzada, lo que le llamó la atención. Con una mano conducía a la niña, mientras con la otra aferraba una canasta vacía. Iban de compras al mercado.
Julián las siguió lo que duró el trayecto, preguntándose a cada paso si había perdido la cabeza: él, todo un hombre de treinta y cinco años, con cuestiones importantes que zanjar en su bufete, persiguiendo a una mocosa y a su sirvienta. Pero a medida que se les acercaba y que conseguía observar con detalle a la niña, incluso oírle la voz, se le acallaba el raciocinio y continuaba guiado por un deseo irresistible de tocarle la piel de la mejilla.
Enfilaron rumbo al barrio de la Merced, donde vivía lo más granado de la sociedad. Al pasar frente a la iglesia de San Ignacio, la niña bajó el rostro y se persignó. Tomaron por la antigua calle de la Santísima Trinidad, recientemente nombrada como “de San Martín”, y, antes de cruzar la de Cangallo, entraron en casa de los Montes, una de las familias más tradicionales de Buenos Aires. De hecho, Julián conocía a don Francisco Montes y a su mujer Ignacia, al resto de la parentela también. Se preguntó, muy intrigado para entonces, quién podría ser aquel ángel.
Fue la misma Catalina del Solar, su prometida, la que lo puso al tanto de que Magdalena Montes, la menor de don Francisco, casada con el general José Vicente Escalante, pasaba una temporada en casa de sus padres junto a su hija.
—Una temporada más bien larga ya que se comenta que dejó Córdoba porque no andan bien las cosas con el general —agregó doña Luisa, la madre de Catalina, que, si bien mujer afable y cariñosa, poseía el mal hábito de interesarse por el lado oscuro de la vida de las personas y darlo a conocer sin el más mínimo sentido de la discreción.
—Me extraña, doctor Riglos —prosiguió la matrona—, que no recuerde a Laurita Escalante, la niña que protagonizó semejante escándalo dos años atrás, cuando pasaba unas vacaciones en casa de sus abuelos. Usted debe de recordar aquel suceso. Ella y su primo Romualdo...
—Mamá —se impacientó Catalina—, el doctor Riglos no tiene por qué recordar las travesuras de cada niña de esta ciudad.
—¡Vaya travesura! —bufó doña Luisa.
En los preparativos para el festejo por el día de la Independencia que su padre organizaba cada año, Julián se encargó personalmente de la invitación para los Montes. La llevó un miércoles a las cuatro de la tarde, hora en que la señora Ignacia abría su salón a las visitas. Para su gran desencanto, no halló al ángel de bucles color de trigo entre las mujeres que se apoltronaban en la
bergére
con bastidores y agujas de bordar en las manos. Lo invitaron a sentarse y beber chocolate. Conversaron de nimiedades hasta que Julián se dirigió a Magdalena para preguntarle por su hija.
—Me han comentado que es una niña muy bonita —dijo, tratando de sonar lo más casual posible.
—Y muy malcriada —agregó doña Ignacia.
—¿Cómo se llama? —insistió Julián.
Se escuchó una vocinglería, luego un correteo en el patio y en el pasillo. La conversación se interrumpió y las mujeres intercambiaron miradas de vergüenza. Magdalena soltó el bordado con gesto de indignación, apenas sí se disculpó y caminó a paso rápido hacia los interiores de la casa. Antes de que llegara a la puerta, un torbellino de muselina rosa y bucles de oro irrumpió en la sala y terminó en sus brazos. Era el ángel. Julián se puso súbitamente de pie.
—¡Mamita! —exclamó la niña, con la voz y el semblante más alegres que Julián recordaba haber escuchado y visto.
—Despacio, hija —ordenó la madre, refrenando las ganas de zamarrearla—. ¿No ves que el doctor Riglos ha tenido la deferencia de visitarnos?
—¡Compórtate, niña! —exclamó la abuela Ignacia, sin tantos remilgos para ocultar el fastidio.
—Discúlpela, doctor Riglos —suplicó Magdalena, mientras guiaba a Laura hacia el interior de la sala—. En Córdoba no teníamos posibilidad de departir en buena sociedad. Mi hija no está acostumbrada.
Julián reparó en la conjugación en pasado del “teníamos” y barruntó que la visita de la señora Escalante a casa de sus padres se prolongaría por tiempo indefinido, tal y como la señora Luisa del Solar había presagiado. Julián olvidó rápidamente sus conjeturas y enfocó la atención en la niña, que parecía una adorable muñeca de porcelana, de esas que había visto en Brujas tiempo atrás. Notó particularidades que no había tenido oportunidad de advertir aquella mañana en el Centro. Algunas pecas le moteaban la nariz, pequeña y recta. Le encantó la forma de los labios, aunque pensó que de seguro resultarían demasiado gruesos para los gustos de la época. Llevaba un vestido sencillo de muselina rosa pálido y botines blancos con los cordones desatados.
—Le presento a mi hija, doctor Riglos. Su nombre es Laura
—Un verdadero placer, señorita Laura. —E hizo el ademán de besarle la mano.
—Te pareces a mi hermano Agustín, aunque él es más guapo que tú. Estudia para ser sacerdote. De la orden de San Francisco. Por eso ahora soy más devota de San Francisco que de cualquier otro santo. María Pancha me mostró una iglesia que está aquí cerca que se llama San Francisco, y ahí iré a misa todos los domingos. Mi hermano me enseñó a decir cosas en latín. Sé decir:
Alea jacta est,
que es
—...lo que dijo Julio César al cruzar el Rubicón —completó Julián, y debió sofrenar la risotada que le trepaba por la garganta ante la expresión de Laura.
—¿Tú también sabes latín?
—¡Deja de tutear al doctor Riglos! —habló tía Soledad al ver que doña Ignacia se encontraba incapacitada de pronunciar palabra; el descaro de su nieta había conseguido dejarla muda.
—Y por supuesto que el doctor Riglos sabe latín —agregó tía Dolores—. Cualquier hombre decente lo sabe.
—Llamen a María Pancha. Que se lleve a esta niña —ordenó Ignacia, al recobrar el habla.
Sin hacer el menor caso a las reprimendas y órdenes, Laura se sentó al lado de Julián. Lo miró de hito en hito, a sabiendas de que no debía hacerlo. Aquel hombre, tan parecido a su hermano mayor, era lo más interesante que había conocido en Buenos Aires.
—Dime, Laura —empezó Julián—, ¿sabes el significado de lo que tan bien has dicho en latín?
—Por favor, doctor Riglos, no le haga caso —intervino Magdalena—. Laura es una impertinente. Ya vendrá la criada y se la llevará.
—Nada de eso, señora Escalante —se atrevió a contradecir Julián—. Creo que su hija es una jovencita muy simpática y culta.
—Significa: «La suerte está echada» —respondió Laura, con aire de orgullo.