Read Infancia (escenas de una visa en provincia) Online

Authors: John Maxwell Coetzee

Tags: #Autobiografía, Drama

Infancia (escenas de una visa en provincia) (10 page)

BOOK: Infancia (escenas de una visa en provincia)
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Ve a los
afrikaners
como una gente siempre llena de rabia porque tienen el corazón herido. Ve a los ingleses como una gente que no cae en la rabia porque vive detrás de muros y protege bien su corazón.

Esta es sólo una de sus teorías sobre los ingleses y los
afrikaners
. La excepción a la regla, por desgracia, es Trevelyan.

Trevelyan fue uno de los inquilinos que hospedaron en la casa de Liesbeeck Road, en Rosebank, la casa con el gran roble en el jardín delantero donde él fue feliz. Trevelyan tenía la mejor habitación, la de las ventanas francesas que se abrían al porche. Era joven, era alto, era simpático, no sabía hablar ni una sola palabra de
afrikaans
, era inglés de los pies a la cabeza. Por las mañanas Trevelyan desayunaba en la cocina antes de salir a trabajar; regresaba por las noches y cenaba con ellos. Pese a estar en la otra punta de la casa, cerraba su habitación con llave; pero no había nada de interés en ella, excepto una máquina de afeitar
Made in America
.

Su padre, aun siendo mayor que Trevelyan, se hizo amigo suyo. Los sábados escuchaban la radio juntos, el programa de C. K. Friedlander, que retransmitía los partidos de rugby desde Newlands.

Después llegó Eddie. Eddie era un niño de color de siete años oriundo de Ida's Valley, cerca de Stellenbosch. Vino a trabajar para ellos: lo acordaron la madre de Eddie y la tía Winnie, que vivía en Stellenbosch. A cambio de lavar los platos, barrer y quitar el polvo, Eddie viviría con ellos en Rosebank. Le darían de comer y enviarían a su madre un giro postal por dos libras y diez chelines a primeros de mes.

Cuando llevaba dos meses viviendo y trabajando en Rosebank, Eddie se escapó. Desapareció durante la noche; su ausencia se descubrió por la mañana. Llamaron a la policía; encontraron a Eddie no muy lejos, escondido entre la maleza junto al río Liesbeeck. No lo encontró la policía sino Trevelyan, que lo arrastró de vuelta, llorando y pataleando desconsoladamente, y lo encerró en el viejo mirador del jardín trasero.

Naturalmente Eddie sería devuelto a Ida's Valley. Ahora que ya no pretendía sentirse contento, se escaparía a la menor oportunidad. Su aprendizaje no había dado resultado.

Pero antes de que se pudiera telefonear a la tía Winnie de Stellenbosch, estaba la cuestión del castigo por el problema que Eddie había causado: por necesitar de la intervención de la policía, por estropear la mañana del sábado. Fue Trevelyan el que se ofreció a ejecutar el castigo.

Espió una vez lo que estaba ocurriendo en el mirador. Trevelyan sostenía a Eddie por las muñecas y le azotaba las piernas desnudas con una correa de cuero. Su padre también estaba allí, de pie a un lado, mirando. Eddie daba alaridos y brincos; todo estaba lleno de lágrimas y de mocos. «
Asseblief asseblief my baas
—gritaba—.
¡Ek sal nie weer nie!
»: (Por favor, por favor, ¡no lo volveré a hacer!) Entonces los dos repararon en él y le ordenaron que se fuese.

Al día siguiente llegaron su tío y su tía de Stellenbosch en su furgoneta DKW negra para llevar a Eddie con su madre a Ida's Valley. No hubo despedidas.

De modo que Trevelyan, que era inglés, fue el que pegó a Eddie. En realidad, Trevelyan, que era de constitución rubicunda y estaba empezando a echar tripa, se fue poniendo más y más rojo mientras le daba con la correa, resollando a cada golpe, esforzándose por sentir la misma rabia que cualquier afrikaner. ¿Cómo puede Trevelyan, entonces, cuadrar en la teoría de que los ingleses son buenos?

Todavía tiene una deuda con Eddie, de la cual no ha hablado con nadie. Después de comprarse la bicicleta Smiths con el dinero de su octavo cumpleaños y de darse cuenta de que no sabía montar en ella, fue Eddie quien le empujó por Rosebank Common, dándole órdenes, hasta que de repente él logró dominar el arte de mantenerse en equilibrio.

Aquella primera vez dio una gran vuelta, pedaleando fuerte para atravesar el suelo arenoso, hasta regresar a donde Eddie le estaba esperando. Eddie estaba emocionado y no paraba de dar saltos. «
Kan ek 'n kans kry?
» (¿Me toca a mí ahora?), gritó. Le pasó la bicicleta a Eddie. Eddie no necesitó que le empujaran: salió tan rápido como el viento, de pie sobre los pedales, la raída chaqueta azul marino flameando a su espalda; montaba mucho mejor que él.

Recuerda cuando jugaba a lucha libre con Eddie en el césped. Aunque Eddie sólo tenía siete meses más que él, y no era más corpulento, poseía una fuerza nervuda y una determinación que siempre le hacían salir vencedor. Vencedor, pero humilde en la victoria. Sólo por un momento, cuando tenía a su oponente inmovilizado por la espalda, desprotegido, se permitía Eddie una sonrisa burlona de triunfo; después rodaba a un lado, se ponía en pie y luego se agazapaba, listo para el siguiente asalto.

El olor del cuerpo de Eddie perdura en su interior desde estas peleas, y también el tacto de su cabeza, el duro cráneo con forma alargada y el pelo crespo y abundante.

Su padre dice que tienen las cabezas más duras que los blancos. Por eso son tan buenos en boxeo. Por la misma razón, afirma, nunca serán buenos en rugby. En el rugby tienes que ser rápido de pensamiento, no puedes ser un cabeza hueca.

Durante sus combates llega un momento en que tiene los labios y la nariz pegados al pelo de Eddie. Respira su olor, su sabor: el olor, el sabor del tabaco.

Todos los fines de semana Eddie tenía que bañarse de pie en el barreño del lavabo de los sirvientes, frotándose con un trapo enjabonado. El y su hermano arrastraban un cubo de basura hasta el ventanuco y se subían encima para echar una mirada furtiva. Excepto por su cinturón de cuero, aún sujeto a su cintura, Eddie estaba desnudo. Al ver las dos caras en la ventana, se le dibujaba una amplia sonrisa y gritaba «Hé!» y bailaba en el barreño, chapoteando en el agua, sin taparse.

—Eddie se ha dejado puesto el cinturón para bañarse —le dijo él más tarde a su madre.

—Que haga lo que quiera —le respondió ella.

Nunca ha estado en Ida's Valley, de donde es Eddie. Imagina que es un lugar frío y sórdido. En la casa de la madre de Eddie no hay luz eléctrica. El techo tiene goteras, todo el mundo está siempre tosiendo. Cuando sales fuera tienes que ir saltando de piedra en piedra para evitar los charcos. ¿Qué posibilidades tiene Eddie ahora que está de nuevo en Ida's Valley, caído en desgracia?

—¿Qué crees que estará haciendo Eddie ahora? —le pregunta a su madre.

—Probablemente esté en un reformatorio.

—¿Por qué?

—La gente así siempre acaba en un reformatorio y después en la cárcel.

No comprende esa acritud contra Eddie. No la entiende cuando se deja llevar por ese humor agrio en el que las cosas, casi por azar, van cayendo bajo su lengua afilada y despectiva: la gente de color, sus propios hermanos y hermanas, los libros, la educación, el gobierno.

A él no le importa mucho lo que su madre piense de Eddie siempre que no cambie de idea de un día para otro. Cuando ella estalla de ese modo, él siente que el suelo se abre bajo sus pies y que se cae.

Imagina a Eddie con su vieja chaqueta, agachándose para esconderse de la lluvia que siempre cae sobre Ida's Valley, fumando colillas con otros chicos de color. El tiene diez años, y Eddie, en Ida's Valley, también. Durante un tiempo Eddie tendrá once mientras él todavía tenga diez; después tendrá once también. Siempre estará intentando superar su propia edad, permaneciendo con Eddie durante un tiempo, y quedándose de nuevo atrás. ¿Cuánto tiempo será así? ¿Logrará escapar alguna vez de Eddie? Si se cruzan un día por la calle, ¿lo reconocerá Eddie, a pesar de toda la bebida y la marihuana, a pesar de la cárcel y el endurecimiento, y se parará y le gritará: «
¡Jou moer!
» (¡Eh, colega!).

En este momento sabe que Eddie, en la casa llena de goteras de Ida's Valley, envuelto en una manta maloliente y todavía con la misma chaqueta, está pensando en él. En los ojos oscuros de Eddie hay dos rendijas amarillentas. De una cosa está seguro: Eddie no sentiría pena por él.

11

Tienen pocos contactos sociales fuera del círculo de parientes. Cuando vienen extraños a casa, él y su hermano se escabullen como animales salvajes, y luego regresan a hurtadillas para ocultarse detrás de las puertas y fisgonear. También han practicado unos agujeros en el techo para poder espiar; trepan al tejado y miran lo que sucede en el salón desde arriba. Su madre se apura cuando oye el rumor de pies arrastrados. «Son sólo niños jugando», explica con una sonrisa tensa.

El huye de las conversaciones educadas porque sus fórmulas: «¿Cómo estás?», «¿Cómo te va en el colegio?», le desconciertan. Como no sabe cuáles son las respuestas correctas, farfulla y tartamudea como un tonto. Sin embargo, al final no se avergüenza de su salvajismo, de su impaciencia ante la insípida jerga de las conversaciones educadas.

—¿Es que no puedes ser simplemente normal? —le pregunta su madre.

—Odio a la gente normal —le responde acalorado.

—Odio a la gente normal —repite como un eco su hermano.

Su hermano tiene siete años y una sempiterna sonrisa nerviosa y tirante; en el colegio vomita de vez en cuando, sin razón aparente, y lo envían a casa.

En lugar de amigos ellos tienen familia. La familia de su madre es la única gente del mundo que lo acepta más o menos como es. Lo aceptan —rudo, poco sociable, excéntrico— no sólo porque si no lo aceptaran no podrían venir de visita, sino porque ellos también se criaron salvajes y rudos. La familia de su padre, por el contrario, los desaprueban a él y a la educación que le ha dado su madre. En su compañía se siente incómodo; tan pronto como puede huir de ellos empieza a burlarse de los tópicos de las buenas maneras «
¿En hoe gaan dit met jou mammie? ¿En met jou broer? ¡Dis goed, dis goed!
(¿Cómo está tu madre? ¿Y tu hermano? ¡Bien!)». Tampoco puede rehuirlos: si no participa en sus rituales no podrá ir de visita a la granja. Así que, muerto de vergüenza, despreciándose a sí mismo por su cobardía, se resigna. «
Dit gaan goed
—dice—.
Dit gaan goed met ons almal.
(Estamos todos bien).»

Sabe que su padre se pone del lado de su familia y en contra de él. Esa es una de las formas que tiene su padre de acercarse a su propia madre. Le da escalofríos pensar en la vida que tendría que afrontar si su padre llevara las riendas de la casa, una vida llena de fórmulas estúpidas y aburridas, que lo convertirían en un ser vulgar. Su madre es la única que se interpone entre él y una existencia que no podría soportar. Por eso, a la vez que le irritan su torpeza y su estupidez, se abraza a ella como a su única protectora. El es su hijo, no el hijo de su padre. Niega y detesta a su padre. No olvidará el día en que, hace dos años y por primera y única vez, su madre permitió a su padre enzarzarse con él, como un perro que se suelta de la correa «¡He llegado al límite, no puedo soportarlo más!», y los ojos de su padre relumbraban de ira y de lástima al zarandearlo y abofetearlo.

Debe ir a la granja porque no hay ningún otro lugar en el mundo que ame más o que pueda imaginarse amar más. Todo lo que resulta complejo en lo que concierne a su amor por su madre se torna simple en lo que concierne al amor por la granja. Sin embargo, desde que tiene memoria, este amor tiene un punto de dolor. Puede visitar la granja, pero nunca vivirá allí. La granja no es su hogar; nunca será más que un huésped, un huésped difícil. Incluso ahora, día a día, la granja y él van por caminos distintos, separados, caminos que no tienden a encontrarse sino a alejarse aún más. Un día la granja se habrá alejado por completo, se habrá perdido para siempre; ya se siente afligido por esa pérdida.

La granja era de su abuelo, pero su abuelo murió y pasó a ser de su tío Son, el hermano mayor de su padre. Son era el único con condiciones de granjero; todos los demás hermanos y hermanas habían huido rápido a los pueblos y las ciudades. Sin embargo, todos tienen la sensación de que la granja en la que se criaron todavía es suya. De modo que, al menos una vez al año, y algunas veces dos, su padre regresa a la granja y él lo acompaña.

La granja se llama
Vóelfontein
, la fuente del pájaro; él ama todas y cada una de sus piedras, de sus matorrales, de sus briznas de hierba; ama los pájaros que le dieron el nombre, los millares de pájaros que cuando cae el crepúsculo se congregan en los árboles que hay alrededor de la fuente llamándose unos a otros, gorjeando, ahuecando las plumas, preparándose para la noche. Es inconcebible que otra persona ame la granja como la ama él. Pero no puede hablar de su amor, no sólo porque la gente normal no habla de ese tipo de cosas, sino porque confesarlo sería traicionar a su madre. Y sería una traición no sólo porque ella también viene de una granja (una granja rival de un sitio lejano de la que habla con un amor y una nostalgia que le pertenecen, una granja a la que nunca podrá regresar porque fue vendida a desconocidos), sino porque ella no es bienvenida de verdad a esta granja, la granja real,
Vóelfontein
.

Ella no le contará nunca por qué eso es así —y él, en el fondo, se lo agradece—, pero poco a poco va recomponiendo la historia.

Durante la guerra, su madre vivió una larga temporada con sus dos hijos en una habitación alquilada de Prince Albert, sobreviviendo con las seis libras mensuales que enviaba su padre de la paga de cabo interino, más dos libras del Fondo de Ayuda a los Pobres del gobernador general. Durante ese tiempo no los invitaron ni una sola vez a la granja, que estaba a poco más de dos horas de carretera. Conoce esta parte de la historia porque incluso su padre, cuando volvió de la guerra, estaba enfadado y avergonzado por el modo en que los habían tratado.

De Prince Albert sólo recuerda el zumbido de los mosquitos en las noches largas y calurosas, y a su madre en combinación andando de un lado para otro, con el sudor brotando de su piel, y sus piernas gordas y pesadas cruzadas por venas varicosas, tratando de calmar a su hermano, que todavía era un bebé y no paraba de llorar; y los días de mortal aburrimiento pasados detrás de las contraventanas cerradas para resguardarse del sol. Así vivieron, atrapados en aquella habitación, sin dinero para mudarse, esperando la invitación que nunca llegó.

Su madre todavía aprieta los labios cuando se menciona la granja. Sin embargo, cuando van a la granja por Navidad, ella los acompaña. La numerosa familia se reúne al completo. Se colocan camas, colchones y catres en todas las habitaciones, y en el gran porche también: una Navidad contó veintiséis. Su tía y las dos criadas se pasan todo el día en la cocina cargada de humo, cocinando, asando al horno, produciendo comida, rondas de té o café y pasteles sin parar, mientras que los hombres se sientan en el porche, dirigiendo la mirada, perezosos, al resplandeciente
Karoo
, intercambiando anécdotas sobre los viejos tiempos.

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