Infancia (escenas de una visa en provincia) (8 page)

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Authors: John Maxwell Coetzee

Tags: #Autobiografía, Drama

BOOK: Infancia (escenas de una visa en provincia)
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Belleza y deseo: le inquietan las sensaciones que las piernas de esos chicos, lisas, perfectas e inexpresivas, provocan en él. ¿Qué más se puede hacer con las piernas aparte de devorarlas con los ojos? ¿Para qué sirve el deseo?

Las esculturas desnudas de la
Enciclopedia de los niños
le afectan del mismo modo: Dafne perseguida por Apolo; Persepone raptada por Plutón. Es una cuestión de forma, de la perfección de las formas. Él idealiza el cuerpo humano perfecto. Cuando ve que esa perfección se manifiesta en el mármol blanco, algo se estremece en su interior; un abismo se abre; él está a punto de caer.

De todos los secretos que lo separan de los demás, puede que al final este sea el peor. Entre todos esos chicos él es el único por el que fluye esa corriente de oscuro erotismo; entre toda esa inocencia y normalidad, él es el único que tiene deseos.

Aun así, el lenguaje de los chicos
afrikaners
es soez a más no poder. Dominan una variedad de tacos muy superior a la suya, relacionados con
fok
(follar) y con
piel
(polla) y con
poes
(coño), palabras que le turban por su contundencia monosilábica. ¿Cómo se escriben? Hasta que no sepa escribirlas no tendrá forma de fijarlas en su memoria. ¿
Fok
se escribe con
v
, lo que haría de ella una palabra más respetable, o con
f
, lo que la convertiría en una palabra salvaje de verdad, primaria, sin ancestros? El diccionario no aclara nada, las palabras no están allí, ninguna.

Después están
gat
y
poephol
y palabras así, que los muchachos intercambian en rachas de insultos y cuya fuerza está lejos de comprender. ¿Por qué juntar la parte trasera del cuerpo con la frontal? ¿Qué tienen que ver las palabras que incluyen
gat
, tan fuertes, guturales y negras, con el sexo, con su dulce e incitante
s
y la misteriosa
x
casi al final? Por repugnancia, cierra su mente a las palabras que se refieren al trasero, pero continúa intentando averiguar el significado de
efes
y de
FLs
, cosas que nunca ha visto pero que forman parte, de alguna forma, del comercio entre chicos y chicas en el instituto.

Pero tampoco es un ignorante. Sabe cómo nacen los bebés. Salen pulcros, limpios y blancos del trasero de las madres. Así se lo contó su madre hace años, cuando era pequeño. La cree sin ponerla en duda: es un orgullo para él que le contara tan pronto la verdad sobre los bebés, cuando a otros niños se les engañaba con mentiras.

Es una señal más de la cultura de su madre, de la cultura de toda su familia. Su primo Juan, que tiene un año menos que él, también sabe la verdad. Sin embargo, su padre se pone nervioso y refunfuña cuando se charla sobre los bebés y de dónde salen; lo que tan solo viene a confirmarle una vez más lo ignorante que es la familia de su padre.

Sus amigos defienden una versión distinta de la historia: que los bebés salen de otro agujero.

En teoría sabe que hay otro agujero, en el que entra el pene y por el que sale la orina. Pero no tiene sentido que el bebé salga por ese agujero. El bebé, después de todo, se forma en el estómago. De modo que lo más sensato es que el bebé salga por el trasero.

Por tanto, él apuesta por el trasero en las discusiones, mientras que sus amigos defienden el otro agujero, el
poes
. El está completamente convencido de que lleva razón. Es parte de la confianza que se profesan su madre y él.

8

Él y su madre están cruzando un erial público cerca de la estación de ferrocarril. Va con ella pero a distancia, sin cogerle la mano. Como siempre, va vestido de gris: jersey gris, pantalones cortos grises, calcetines grises. En la cabeza lleva una gorra azul marino con el emblema del Colegio de Chicos de Primaria de Worcester: la cumbre de una montaña rodeada de estrellas, con el lema
PER ASPERA AD ASTRA
.

Es tan solo un chico que camina junto a su madre: desde fuera, seguramente parece bastante normal. Pero él se ve a sí mismo como a un escarabajo que corretea alrededor de ella, que corretea en círculos muy cerrados, con la nariz pegada a la tierra y moviendo rápidamente los brazos y las piernas de arriba abajo. En realidad, no le parece que ninguna parte de su cuerpo esté en calma. Su mente, sobre todo, se dispara todo el tiempo, impaciente, como si tuviera voluntad propia.

Aquí es donde una vez al año plantan la carpa del circo e instalan las jaulas donde los leones dormitan entre la olorosa paja. Pero hoy tan solo es una mancha de arcilla rojiza compacta como una roca, donde la hierba no crece.

Hay más gente, otros que pasean por allí en esta mañana resplandeciente y calurosa de sábado. Uno de ellos es un chico de su edad que corre por la plaza cerca de ellos. Tan pronto como lo ve, sabe que ese chico será importante para él, de una importancia inmensa, no por ser quien es (puede que no vuelva a verlo), sino por los pensamientos que le cruzan la cabeza, que brotan de él como un enjambre de abejas.

El muchacho no tiene nada de especial. Es de color, pero hay gente de color por todas partes. Lleva unos pantalones cortísimos que se ciñen a sus nalgas perfectas y dejan al descubierto sus delgados muslos del color de la arcilla oscura casi por entero. Va descalzo; seguro que tiene las plantas de los pies tan duras que si anduviera sobre un
duwweltjie
, un campo de espinas, apenas cambiaría el paso y se agacharía después para quitárselas con las manos.

Hay cientos de chicos como él, miles, y también miles de chicas con vestidos cortos que dejan ver sus delgadas piernas. Le encantaría tener unas piernas tan bonitas como las suyas. Con unas piernas así flotaría sobre la tierra como hace ese chico, sin apenas tocarla.

El muchacho pasa a unos tres metros de ellos. Está absorto en sus cosas, no los mira. Su cuerpo es perfecto e inmaculado, como si hubiera roto la cáscara la víspera. ¿Por qué los niños así, los chicos y las chicas a los que no obligan a ir al colegio, que son libres para escapar lejos de la mirada vigilante de los padres, con cuerpos que les pertenecen para hacer con ellos lo que quieran… por qué no se unen en un banquete de deleite sexual? ¿Es porque son demasiado inocentes para conocer los placeres que están a su alcance, que sólo las almas oscuras y culpables conocen secretos de esa índole?

Así es como funciona siempre el interrogatorio. Al principio puede ser errático, pero al final, irremediablemente, se da la vuelta y se condensa en una sola pregunta que lo señala con un dedo. Siempre es él quien pone en marcha el tren del pensamiento; siempre es el pensamiento el que escapa de su control y regresa para acusarle. La belleza es la inocencia; la inocencia es la ignorancia; la ignorancia es la ignorancia del placer; el placer es culpable; él es culpable. Ese muchacho, con su cuerpo nuevo, intacto, es inocente, pero él, gobernado por sus oscuros deseos, es culpable. De hecho, tras esta larga sucesión de deducciones ha llegado a la palabra
perversión
, con su estremecimiento oscuro y su compleja emoción, que comienza con la enigmática
p
que puede significar cualquier cosa, repentinamente sustituida por la implacable
r
y la vengativa
v
. No una sola acusación, sino dos. Las dos acusaciones se cruzan, y él está en el punto de intersección, en su punto de mira. Porque quien sostiene la acusación para cargarla sobre él hoy no es sólo grácil como un ciervo e inocente, mientras que él es oscuro y pesado y culpable: también es de color, lo que significa que no tiene dinero, vive en una oscura casucha, pasa hambre; lo que significa que si su madre lo llamara —«¡Chico!»— y agitase el brazo, como indudablemente es capaz de hacer, este chico tendría que detenerse y acercarse y hacer lo que ella le dijera que hiciese (cargar con su bolsa de la compra, por ejemplo), para al final ver cómo cae una moneda en sus manos y mostrarse agradecido. Y si él se enfadara con su madre después, ella tan solo le sonreiría y diría: «¡Pero si están acostumbrados!».

Así que este chico que sin saberlo ha reservado toda su vida a la senda de la naturaleza y la inocencia, que es pobre y por lo tanto es bueno, como siempre son los pobres en los cuentos de hadas; que es escurridizo como una anguila y rápido como una liebre y que le derrotaría con facilidad en cualquier concurso de velocidad o de habilidad manual, este chico, que es un reproche viviente contra él, sin embargo está sometido a él por motivos que le avergüenzan tanto que tiene que retorcer y menear los hombros y no puede seguir mirándolo, a pesar de su belleza.

Aun así, no puede rechazarlo. Se puede rechazar a los nativos, quizá, pero no se puede rechazar a la gente de color. A los nativos se les puede vituperar porque son recién llegados, son invasores del norte que no tienen derecho a estar aquí. La mayoría de los nativos que se ven por Worcester son hombres vestidos con abrigos viejos del ejército, que fuman en pipas ganchudas y viven en chabolas de hierro ondulado con forma de tiendas de campaña a lo largo de la línea de ferrocarril; hombres de una fuerza y una paciencia legendarias. Los han traído aquí porque no beben, como hacen los hombres de color, y porque pueden hacer trabajos duros bajo el sol ardiente donde los hombres de color, más débiles y volátiles, se desmayarían. Son hombres sin mujeres, sin niños, que llegan de ninguna parte y a los que se puede hacer regresar a ninguna parte.

Pero contra los de color no disponen de los mismos recursos. Los de color fueron engendrados por los blancos, por Jan Van Riebeeck, a partir de los hotentotes: eso está bastante claro, incluso en el lenguaje velado de sus libros de historia del colegio. Si se mira de un modo amargo es aún peor. Porque en Boland la gente que se dice de color no son los tataranietos de Jan Van Riebeeck ni de ningún otro holandés.

El es bastante experto en fisonomía, lo ha sido desde que tiene memoria, como para saber que no tienen ni una gota de sangre blanca. Son hotentotes, puros e incorruptos. No es sólo que vengan de la tierra: la tierra viene con ellos, es suya, siempre lo ha sido.

9

Una de las ventajas de Worcester, una de las razones, según su padre, por las que es mejor vivir aquí que en Ciudad del Cabo, es que hacer la compra resulta mucho más fácil. Reparten la leche todas las mañanas antes de que amanezca; sólo hay que coger el teléfono y, una o dos horas más tarde, el hombre de Schochat's estará en la puerta con la carne y los comestibles. Es tan sencillo como eso.

El hombre de Schochat's, el muchacho de los recados, es un nativo que sólo habla unas cuantas palabras de
afrikaans
y nada de inglés. Viste una camisa blanca limpia, una corbata de lazo, zapatos de dos colores y un gorro de polizonte. Se llama Josías. Sus padres le desaprueban porque es uno de esos chicos irreflexivos de la nueva generación de nativos que se gastan todo el dinero de su sueldo en ropa de moda y se desentienden del futuro.

Cuando su madre no está en casa, el chico y su hermano reciben el pedido de Josías, colocan los comestibles en la estantería de la cocina y la carne en el frigorífico. Si hay leche condensada, se la apropian como un botín. Abren agujeros en la lata y se turnan para sorber hasta que no quede ni gota. Cuando vuelve su madre fingen como si no hubieran traído la leche condensada, o como si Josías la hubiera robado.

Él no está seguro de que ella crea la mentira que le cuentan. Pero no es un engaño del que se sienta especialmente culpable.

Los vecinos del lado este se llaman Wynstra. Tienen tres hijos, uno mayor patizambo que se llama Gysbert y las gemelas Eben y Ezer, aún muy pequeñas para ir al colegio. Él y su hermano se ríen de Gysbert Wynstra por su extraño nombre y por la forma afeminada y desvalida que tiene de correr. Resuelven que es un idiota, un deficiente mental, y le declaran la guerra. Una tarde cogen la media docena de huevos que ha traído el chico de Schochat's, los arrojan al tejado de la casa de los Wynstra y se esconden. Los Wynstra no salen, pero, a medida que el sol los seca, los huevos aplastados se convierten en unas feas manchas amarillentas.

El placer de lanzar un huevo, mucho más pequeño y ligero que una bola de críquet, de verlo volar por el aire, más y más lejos, de escuchar el suave crujido de su impacto, permanece con él durante mucho tiempo. Aun así, su placer está teñido de culpa. ¿Con qué derecho utiliza él los huevos como juguetes? ¿Qué diría el chico de Schochat's si descubriera que han estado tirando los huevos que él ha traído en bicicleta desde la ciudad? Tiene la impresión de que el muchacho de Schochat's, que en realidad no es ningún muchacho sino un hombre bien crecido, no está tan absorto en su propia imagen, con su gorro de polizonte y su corbata de lazo, como para quedarse indiferente. Tiene la impresión de que lo recriminaría con dureza y sin dudarlo. «¿Cómo podéis hacer eso cuando hay tantos niños que pasan hambre?», les diría en su mal
afrikaans
; y no obtendría una respuesta. Quizá existe algún sitio en el mundo donde se pueden lanzar huevos (en Inglaterra, por ejemplo, sabe que le tiran huevos a la gente en los almacenes); pero en este país hay jueces que juzgarán con criterios de rectitud. En este país no se puede ser descuidado con la comida.

Josías es el cuarto nativo que conoce en su vida. El primero, del que tiene el vago recuerdo de que llevaba puesto un pijama azul durante todo el día, era el muchacho que solía fregar las escaleras del edificio de pisos en el que vivían en Johannesburgo. La segunda fue Fiela, en Plettenberg Bay, que les hacía la colada. Fiela era muy negra y muy vieja y desdentada y hacía largos discursos sobre el pasado en un inglés bello y ondulante. Procedía de Santa Helena, contaba ella, y había sido esclava. Al tercero también lo conoció en Plettenberg Bay. Acababa de haber una gran tormenta; un barco se había hundido; el viento, que había soplado durante días y noches, estaba empezando a cesar. Su madre, su hermano y él estaban en la playa examinando los montones de restos del naufragio y algas marinas en la arena, cuando un viejo de barba gris, con alzacuello y un paraguas se acercó a ellos. «El hombre construye grandes barcos de hierro —les dijo el viejo—, pero el mar es más fuerte. El mar es más fuerte que cualquier cosa que el hombre pueda construir.»

Cuando se quedaron solos de nuevo, su madre dijo: «Debéis recordar lo que ha dicho. Era un anciano sabio». Es la única vez que recuerda haberla oído decir la palabra sabio; en realidad es la única vez que recuerda haber oído a alguien usar esa palabra fuera de los libros. Pero no es sólo la palabra anticuada lo que le impresiona. Es posible respetar a los nativos: eso es lo que ella está diciendo. Y es un gran alivio escucharlo, que lo haya confirmado.

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