Infancia (escenas de una visa en provincia) (3 page)

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Authors: John Maxwell Coetzee

Tags: #Autobiografía, Drama

BOOK: Infancia (escenas de una visa en provincia)
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A mitad de camino está exhausto. Deja de nadar e intenta hacer pie, pero el río es demasiado profundo. Su cabeza se hunde bajo el agua. Trata de salir a flote, de nadar otra vez, pero ya no tiene fuerzas. Se hunde por segunda vez.

Ve a su madre sentada en una silla de respaldo alto, leyendo la carta que la informa de su muerte. Su hermano está de pie, a su lado, leyendo por encima de su hombro.

Lo siguiente que sabe es que está tendido en la orilla del río y Michael, el guía de su tropa con el que aún no se había atrevido a hablar por timidez, está sentado a horcajadas sobre él. Cierra los ojos, lo domina una sensación de bienestar. Lo han salvado.

Durante las semanas siguientes no deja de pensar en Michael, en cómo arriesgó su vida zambulléndose en el río para rescatarlo. Cada vez que lo recuerda se queda maravillado de que Michael reparara en lo que estaba ocurriendo: reparara en él, reparara en que estaba ahogándose. Comparado con Michael (que está en séptimo y ha conseguido todos los galardones excepto los más altos y va a convertirse en un scout de mayor rango), él es un ser insignificante. Habría sido mucho más normal que Michael no reparara en que se hundía, incluso que no lo hubiera echado de menos hasta regresar al campamento. Entonces todo lo que se hubiera requerido de Michael habría sido que escribiera la carta a su madre, con el frío y formal comienzo característico de esas cartas:
Lamentamos comunicarle…
.

A partir de ese día sabe que tiene algo especial. Podría haber muerto, pero no ha sido así. A pesar de ser indigno de ella, se le ha dado una segunda vida. Estuvo muerto, pero ahora está vivo.

A su madre no le cuenta una sola palabra de lo que le pasó en la acampada.

4

El mayor secreto de su vida en el colegio, el secreto que no le cuenta a nadie en casa, es que se ha convertido al catolicismo, que a efectos prácticos
es
católico.

Le es difícil plantear el tema en casa porque su familia
no es
nada. Naturalmente son sudafricanos, pero incluso ser sudafricano es un poco vergonzoso y por tanto no se habla de ello, puesto que no todo el que vive en Sudáfrica es sudafricano, o al menos no un sudafricano decente.

En lo que concierne a la religión, desde luego no son nada. Ni siquiera en la familia de su padre, que es mucho más moderada y normal que la de su madre, va nadie a la iglesia. En cuanto a él, sólo ha estado en la iglesia dos veces en su vida: una para bautizarse y otra para celebrar la victoria en la segunda guerra mundial.

La decisión de
ser
católico la ha tomado sin pensárselo dos veces. La primera mañana en su nueva escuela, mientras el resto de la clase se dirige al salón de actos del colegio, se les pide a él y a otros tres chicos que esperen. «¿Cuál es tu religión?», pregunta la profesora a cada uno de ellos. Él mira a izquierda y derecha. ¿Cuál será la respuesta correcta? ¿Entre qué religiones se puede optar? ¿Es como lo de los rusos y los norteamericanos? Le llega el turno. «¿Cuál es tu religión?», le pregunta la profesora. Está sudando, no sabe qué contestar. «¿Eres protestante, católico o judío?», insiste impacientándose. «Católico», dice él.

Cuando el interrogatorio ha terminado, les pide a él y a otro chico que afirma ser judío que se queden allí; los dos que dicen ser protestantes van a reunirse con los demás.

Esperan a ver qué hacen con ellos. Pero no ocurre nada. Los pasillos están vacíos, el edificio en silencio, no quedan profesores.

Caminan hasta llegar al patio donde se unen a la chusma, los otros chicos que no han ido a la asamblea religiosa.

Es la temporada de las canicas; en medio del silencio extraordinario que reina en el patio, sólo roto por las llamadas de las palomas en el cielo y el eco apagado de los cánticos a lo lejos, juegan a las canicas. El tiempo pasa. La campana anuncia el fin de la asamblea. El resto de los chicos regresa del salón, marchando en filas, una por cada clase. Algunos parecen estar de mal humor. «
¡Jood!
», silba entre dientes un chico
afrikaner
cuando pasa por su lado: ¡Judío! Cuando vuelven a clase, nadie sonríe.

El episodio le inquieta. Espera que al día siguiente les hagan esperar a él y a los otros chicos y les propongan elegir de nuevo. Entonces él, que obviamente se ha equivocado, podrá corregirse y ser protestante. Pero no habrá una segunda oportunidad.

Dos veces a la semana se repite la operación de separar la cizaña del buen grano. Se deja a los judíos y a los católicos con sus asuntos mientras los protestantes se reúnen para entonar himnos y escuchar sermones. Para vengarse de ello, y para vengarse de lo que los judíos le hicieron a Jesús, los chicos
afrikaners
, grandotes, brutales, apresan algunas veces a un judío o a un católico y le dan puñetazos en los bíceps, puñetazos rápidos y ensañados, o le pegan un rodillazo en la entrepierna, o le doblan los brazos detrás de la espalda hasta que suplica clemencia. «
¡Asseblief!
», gimotea el niño: ¡Por favor! «
¡Jood! ¡Vuilgoed!
», le insultan por toda respuesta: ¡Judío! ¡Asqueroso!

Un día, durante el recreo, dos chicos
afrikaners
lo acorralan y lo arrastran hasta la esquina más alejada del campo de rugby. Uno de ellos es gordo y enorme. El les suplica. «
Ek is nie 'u Jood uie
». (Yo no soy judío). Les ofrece su bicicleta, les prestará su bicicleta toda la tarde. Cuanto más entrecortada le sale la voz, más se ríe el gordo. Eso es evidentemente lo que le gusta: que le suplique, que se rebaje.

El chico gordo saca algo del bolsillo de la camisa, algo que ahora explica por qué lo han arrastrado hasta este rincón apartado: es una oruga verde, que se agita. Mientras el amigo le sujeta los brazos por detrás de la espalda, el chico gordo le aprieta las barras de la mandíbula hasta abrirle la boca y le mete la oruga dentro. Él la escupe, ya partida y exudando los jugos. El gordo la estruja y le unta los labios. «¡
Jood
!», dice, y se limpia la mano en la hierba.

Aquella fatídica mañana había decidido ser católico romano por Roma, por Horacio y sus dos camaradas que, espada en mano, llevando cascos con cimeras y con un brillo de valor indomable en la mirada, defendieron el puente sobre el Tíber de las hordas etruscas. Ahora, paso a paso, gracias a los otros chicos católicos, descubre qué es en realidad ser un católico. Los católicos no tienen nada que ver con Roma. Los católicos ni siquiera han oído hablar de Horacio. Los católicos van a catequesis los viernes por la tarde; se confiesan; toman la comunión. Eso es lo que hacen los católicos.

Los otros chicos católicos lo acorralan e interrogan: ¿ha ido a catequesis, se ha confesado, ha comulgado? ¿Catequesis? ¿Confesión? ¿Comunión? Ni siquiera sabe lo que significan esas palabras. «Solía ir en Ciudad del Cabo», dice, intentando salirse por la tangente. «¿Adónde?», le preguntan. No sabe el nombre de ninguna iglesia de Ciudad del Cabo, pero ellos tampoco. «El viernes tienes que venir a catequesis», le ordenan. Pero no va y los otros informan al cura de que hay un apóstata en tercer curso. El cura le envía un mensaje que los otros se encargan de transmitirle: debe ir a catequesis. Él sospecha que los otros se han inventado el mensaje, así que al viernes siguiente se queda en casa, sin llamar la atención.

Los chicos católicos mayores empiezan a darle a entender que no se creen sus historias de que era católico en Ciudad del Cabo. Pero ha ido demasiado lejos, ya no hay vuelta atrás. Si dice: «Cometí un error, en realidad soy protestante», sería una deshonra. Por otro lado, incluso teniendo que soportar las burlas de los
afrikaners
y los interrogatorios de los católicos auténticos, ¿no lo valen las dos horas libres a la semana, horas libres para vagar por los campos de juego desiertos, hablando con los judíos?

Un sábado por la tarde, cuando todo el mundo en Worcester, aturdido por el calor, se ha ido a dormir, saca su bicicleta y pedalea hasta Dorp Street.

Habitualmente evita pasar por Dorp Street, porque ahí es donde está la iglesia católica. Pero hoy esa calle está vacía, no se oye ningún ruido excepto el rumor del agua en los surcos. Él pasa pedaleando indiferente, haciendo como que no mira.

La iglesia no es tan grande como se pensaba. Es un edificio bajo, liso, con una pequeña estatua sobre el pórtico: la Virgen, con una capucha, sosteniendo al niño.

Llega al final de la calle. Le gustaría dar media vuelta y volver a pasar para echar un segundo vistazo, pero tiene miedo de tentar a la suerte, miedo de que aparezca un cura de negro y le ordene que se pare.

Los chicos católicos le regañan y hacen comentarios burlones, los protestantes lo persiguen, pero los judíos no juzgan. Los judíos hacen como si no se enteraran. Los judíos también llevan zapatos. Por alguna razón se siente cómodo con los judíos. Los judíos no son tan malos.

Sin embargo, hay que andarse con cuidado con los judíos. Porque están en todas partes, porque los judíos están adueñándose del país. Eso es lo que él escucha de boca de todos, pero especialmente de sus tíos, los dos hermanos solteros de su madre, cuando vienen a visitarla.

Norman y Lance vienen todos los veranos, como las aves migratorias, aunque rara vez al mismo tiempo. Duermen en el sofá, se levantan a las once de la mañana, remolonean por la casa durante horas, medio vestidos, despeinados. Ambos tienen coche; a veces se les puede convencer para que lleven a alguien a dar una vuelta por la tarde, pero parece que prefieren pasar el rato fumando y bebiendo té y hablando de los viejos tiempos. Después cenan, y después de cenar, juegan al póquer o a los naipes hasta medianoche con cualquiera al que logren convencer de que no se acueste.

Le encanta que su madre y sus tíos cuenten por enésima vez los episodios de su infancia en la granja. Nunca es tan feliz como cuando oye esas historias, y los chistes y las risas que las acompañan. Sus amigos no proceden de familias con historias semejantes. Eso es lo que lo separa de ellos: las dos granjas a sus espaldas, la granja de su madre, la de su padre, y las historias de aquellas granjas. Gracias a las granjas, su pasado tiene unas raíces; gracias a las granjas, él posee una entidad.

Hay una tercera granja: Skipperskloof, cerca de Williston. Su familia no tiene raíces allí, con ella han emparentado por matrimonio. Sin embargo, Skipperskloof es importante también. Todas las granjas lo son. Las granjas son lugares de libertad, de vida.

Por todas las historias que Norman, Lance y su madre cuentan revolotean las figuras de los judíos: cómicos y maliciosos, pero también taimados y crueles, como los chacales. Los judíos de Oudtshoorn iban a la granja todos los años a comprar plumas de avestruz al padre de ellos, su abuelo. Fueron los hermanos y la madre quienes lo convencieron de que debía dejar la lana para dedicarse sólo a la cría de avestruces. Las avestruces lo harían millonario, le dijeron. Entonces, un día, la cotización de las plumas de avestruz cayó en picado. Los judíos se negaron a comprar más plumas y su abuelo se arruinó. Todos los propietarios del distrito se arruinaron y los judíos se apoderaron de sus granjas. Así es como operan los judíos, dice Norman: nunca te fíes de un judío.

Su padre se pone serio. Su padre no puede permitir que se desacredite a los judíos, porque es empleado de uno de ellos. Standard Canners, donde trabaja como contable, pertenece a Wolf Heller. De hecho fue Wolf Heller quien lo hizo venir de Ciudad del Cabo a Worcester cuando perdió su empleo en la administración pública. El futuro de su familia está ligado al de Standard Canners, que en los pocos años que han pasado desde que Wolf Heller tomó las riendas, se ha convertido en un gigante del negocio de las conservas. Su padre dice que para alguien como él, con méritos probados, hay unas perspectivas maravillosas en Standard Canners.

De modo que Wolf Heller está exento de las críticas generales a los judíos. Wolf Heller cuida de sus empleados. En Navidad incluso les hace regalos, aunque la Navidad no signifique nada para los judíos.

Los niños de Heller no van a la escuela de Worcester. Si Heller tiene algún hijo, probablemente lo ha enviado a SACS, en Ciudad del Cabo, que es una escuela judía en todo menos en el nombre. Tampoco hay familias judías en Reunion Park. Los judíos de Worcester viven en la parte más vieja, más frondosa, más umbría de la ciudad. Aunque hay judíos en su clase, estos nunca lo invitan a sus casas. Sólo los ve en el colegio, sobre todo durante las horas de asamblea, cuando separan a los judíos y a los católicos y los someten a la ira de los protestantes.

Cada dos por tres, sin embargo, por razones nada claras, se suspende el permiso que los deja en libertad durante la asamblea y se les convoca para que acudan al salón.

El salón está siempre abarrotado. Los chicos mayores ocupan los asientos, mientras que los más pequeños se amontonan en el suelo. Los judíos y los católicos —a lo sumo una veintena entre todos— se abren paso entre ellos buscando sitio. Subrepticiamente, agarrándoles los tobillos con las manos, tratan de hacerles tropezar.

El pastor ya ha subido al estrado. Es un hombre joven y pálido vestido de negro y con corbata blanca. Pronuncia el sermón con voz alta, cantarina, alargando las vocales, articulando cada letra de cada palabra exageradamente. Cuando la locución termina, tienen que levantarse para rezar. ¿Qué debe hacer un católico durante los rezos protestantes? ¿Cierra los ojos y mueve los labios, o hace como si no estuviera allí? No alcanza a ver a ninguno de los auténticos católicos; mira al infinito y desenfoca la mirada.

El pastor se sienta. Todos sostienen el libro de los cánticos; es el momento de cantar. Una de las profesoras sube para dirigir. «
Al die veld is vrolik, al die vocltjies sing
(Todo el campo está feliz, todos los pájaros cantan)», entonan los más pequeños. Los mayores se levantan entonces. «
Vit die bloc van once hemel
, (Desde el azul de nuestro cielo)», cantan entonando la voz, concentrados, mirando serios al frente: el himno nacional, el himno nacional de ellos. Con miedo, nerviosamente, los más jóvenes se les unen. Inclinándose sobre todos, moviendo los brazos como si estuviera recogiendo plumas, la profesora trata de animarlos, de darles fuerza. «
Ons sal antwoord op jou roepstem, ons sal ojfer watt jy vra
, cantan. Responderemos a tu llamada».

Por fin termina el himno. Los profesores bajan del estrado: primero el director del colegio, luego el pastor, y el resto detrás. Los chicos salen en fila del salón. Un puño se estrella contra sus riñones, un golpe seco, rápido, invisible. «
!Jood¡
!judío!», susurra una voz.

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