Infancia (escenas de una visa en provincia) (2 page)

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Authors: John Maxwell Coetzee

Tags: #Autobiografía, Drama

BOOK: Infancia (escenas de una visa en provincia)
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Así que eso es lo que está en juego. Por eso nunca se le oye en clase. Por eso siempre es ordenado, por eso siempre hace los deberes, por eso siempre sabe las respuestas. Más le vale no cometer un descuido. Si lo comete, se arriesga a que le peguen; y da igual que le peguen o que él oponga resistencia: en los dos casos morirá.

Lo extraño es que sólo haría falta un azote para romper el maleficio de terror que lo paraliza. Lo sabe muy bien: si, sea como fuere, pasara por el trago de la paliza antes de haber tenido tiempo de quedarse petrificado y oponer resistencia; si la violación de su cuerpo sucediera en un visto y no visto, por la fuerza, se convertiría en un chico normal y podría sumarse a las conversaciones sobre profesores y varas, sobre los distintos grados y sabores del dolor que infligen. Pero él solo no puede saltar esa barrera.

Culpa a su madre por no pegarle. Está contento de llevar zapatos, de sacar libros de la biblioteca pública y de no tener que ir al colegio cuando está resfriado —cosas que lo hacen distinto de los demás—, pero al mismo tiempo no le perdona a su madre que no haya tenido niños normales ni les haya obligado a vivir una vida normal. Si su padre tomase las riendas, los convertiría en una familia normal.

Su padre es normal en todos los sentidos. Él está agradecido a su madre por haberlo protegido de la normalidad del padre, es decir, de los ocasionales ataques de ira del padre y de sus amenazas de pegarle. Al mismo tiempo, le reprocha haberlo convertido en algo tan anómalo, tan necesitado de protección para seguir viviendo.

No es la vara de la señorita Oosthuizen la que más pavor le da. La vara que más teme es la del señor Lategan, el profesor de carpintería. La vara del señor Lategan no es larga ni flexible como las que prefiere la mayoría de los profesores. Por el contrario, es corta y gruesa. Más como un palo o un bastón que como una fusta. Se rumorea que el señor Lategan sólo la usa con los alumnos mayores, que sería excesiva para un chico más pequeño. Se rumorea que con su vara el señor Lategan ha hecho lloriquear, rogar piedad, orinarse en los pantalones y perder el honor a chicos del último curso del instituto.

El señor Lategan es bajo, lleva bigote y el pelo cortado a cepillo. Ha perdido uno de sus pulgares: el muñón está cubierto con una cicatriz purpúrea. El señor Lategan apenas habla. Siempre está de un humor distante e irritable, como si enseñar carpintería a los alumnos más jóvenes fuese una tarea indigna de él y que realiza a disgusto. En clase, permanece casi todo el tiempo junto a la ventana con la mirada perdida en el patio mientras los alumnos tratan de medir, serrar y cepillar. Algunas veces, mientras reflexiona, va dándose pequeños golpes con la vara en el muslo. Cuando comienza la inspección, señala desdeñoso lo que está mal y, tras encogerse de hombros, pasa de largo.

A los alumnos se les permite bromear con los profesores acerca de sus varas. De hecho, es uno de los asuntos sobre el que los profesores toleran alguna broma. ¡Hágala cantar, señor!, piden los chicos, y el señor Gouws hará un rápido movimiento de muñeca y su larga vara (la más larga del colegio, aunque el señor Gouws sólo imparte clases en quinto curso) silbará en el aire.

Con el señor Lategan no se bromea. Le tienen pánico porque todos saben lo que es capaz de hacer con su vara a alumnos que ya son casi unos hombres.

Cuando, por Navidad, el padre se reúne con sus hermanos en la granja, siempre hablan de los días del colegio. Recuentan a los maestros y sus varas; evocan las frías mañanas de invierno en las que la vara les dejaba las nalgas llenas de cardenales; el escozor podía durar varios días en la memoria de la carne. Hay en sus palabras algo de nostalgia y de placentero terror. El chico los escucha con avidez, tratando de pasar inadvertido. No quiere atraer su atención, arriesgarse a que en algún remanso de la charla le pregunten por lo que opina acerca de las varas. Nunca lo han azotado, y se siente avergonzado por ello. No puede hablar de las varas con la facilidad y el conocimiento de estos hombres.

Tiene la sensación de estar herido. Tiene la sensación de que, pausada, constantemente, algo se está desgarrando en su interior: una pared, una membrana. Intenta controlarse todo lo que puede para que la cisura no se abra más de lo debido. Para que no se abra más de lo debido, no para frenarla: nada la frenará.

Una vez a la semana tiene educación física. Cruza la escuela camino del gimnasio junto a los demás chicos de su clase. En los vestuarios se ponen camiseta blanca y pantalones de deporte. Bajo la dirección del señor Barnard, también vestido de blanco, pasan media hora saltando al potro, lanzándose una pelota o brincando mientras dan palmas sobre sus cabezas.

Hacen todo esto descalzos. Él, que siempre lleva zapatos, se pasa días temiendo el momento de descalzarse en educación física. Sin embargo, cuando se los ha quitado, y también los calcetines, ya no resulta tan difícil. Simplemente ha de quitarse la vergüenza de encima, terminar de desnudarse rápidamente, en un santiamén, y sus pies serán pies como los de cualquier otro. La vergüenza sigue rondando cerca, esperando adueñarse de nuevo de él, pero es una vergüenza privada, íntima, de la que los otros chicos no tienen por qué enterarse nunca.

Sus pies son blancos y suaves; si no fuera por eso, se parecerían a los de todos los demás, incluso a los de los chicos que no tienen zapatos y van al colegio descalzos.

A él no le gusta tener que desnudarse en educación física, pero se dice a sí mismo que es capaz de soportarlo, igual que soporta otras cosas.

Un día se altera la rutina. Del gimnasio los mandan a las pistas de tenis para que aprendan a jugar al pádel. Las pistas quedan algo lejos; por el camino tiene que pisar con cuidado, escogiendo los huecos entre los guijarros. Bajo el sol de verano el asfalto de la pista está tan caliente que tiene que ir saltando a la pata coja para no quemarse. Es un alivio regresar al vestuario y calzarse de nuevo; pero, por la tarde, apenas si puede andar, y cuando su madre le quita los zapatos en casa ve que las plantas de sus pies están llagadas y sangran.

Está tres días en casa curándose. Al cuarto, vuelve con una nota de su madre, en la que se emplean palabras de indignación que él conoce y aprueba. Como un guerrero herido que retoma su lugar en las filas, el chico cojea por el pasillo hasta su pupitre.

—¿Por qué no has venido al colegio? —le susurran sus compañeros.

—No podía andar, tenía ampollas en los pies por culpa del tenis —responde susurrando.

Esperaba que su historia provocara sorpresa y complicidad; pero se encuentra con risillas burlonas. Ni siquiera los compañeros que van calzados se toman su historia en serio. También estos tienen los pies encallecidos, y no les salen ampollas. Sólo él tiene los pies suaves, y tener los pies suaves, por lo que se ve, no es ningún motivo de orgullo. De repente se siente aislado. Él, y tras él, su madre.

3

El nunca ha llegado a entender cuál es el lugar de su padre en la casa. En realidad, ni siquiera tiene claro del todo con qué derecho está su padre allí. Está dispuesto a aceptar que en una casa normal, el padre sea el cabeza de familia: la casa le pertenece, la esposa y los niños viven bajo su tutela. Pero en su caso, como en el de la familia de sus dos tías maternas, son la madre y los niños los que ocupan el centro, mientras que el marido no pasa de ser un apéndice, alguien que contribuye a la economía doméstica como lo haría un huésped.

Desde que tiene conocimiento se ha sentido el rey de la casa; de su madre recibe un apoyo ambiguo y una protección ansiosa: ansiosa y ambiguo porque, y él lo sabe, los niños no deben llevar la voz cantante. Pero si siente celos de alguien, no es de su padre, sino de su hermano pequeño. Su madre también apoya a su hermano: lo apoya e incluso lo favorece, pues su hermano es espabilado (aunque no tanto como él mismo, ni tan valiente ni aventurero). De hecho, su madre siempre parece estar detrás de su hermano, preparada para conjurar el menor peligro; mientras que, cuando se trata de él, ella permanece en segundo plano, esperando, escuchando, lista para acudir sólo si él la llama.

Él desearía que se comportase con él como lo hace con su hermano. Pero lo desea como una señal, una prueba, nada más. Sabe que se pondría furioso si ella comenzara a protegerlo constantemente.

No para de tenderle trampas para que ella confiese a quién quiere más, si a él o a su hermano. Su madre las elude siempre. «Os quiero a los dos por igual», afirma sonriendo. Ni siquiera con las preguntas más ingeniosas.

—¿y si la casa ardiera, por ejemplo, y sólo pudiera rescatar a uno de ellos? —consigue atraparla. «A los dos —dice—. Seguro que os salvaría a los dos. Pero la casa no arderá.» Aunque desprecia su falta de imaginación, él la respeta por su pertinaz constancia.

Las rabietas contra su madre son una de esas cosas que tiene que guardar celosamente en secreto y no confiar al mundo exterior. Sólo ellos cuatro saben de los torrentes de desprecio que vierte sobre ella, de que la trata como a un inferior. «Si tus profesores y tus amigos supieran cómo le hablas a tu madre…», le dice su padre, moviendo significativamente un dedo. Él odia a su padre por ver con tanta claridad la fisura de su coraza.

Desea que su padre le pegue y lo convierta en un chico normal. Al mismo tiempo sabe que si su padre osara levantarle la mano, él no descansaría hasta vengarse. Si su padre fuera a pegarle, enloquecería: como un poseso, como una rata acorralada en un rincón, que se revuelve con furia, que lanza dentelladas con sus dientes venenosos, que resulta demasiado peligrosa para acercar siquiera la mano.

En casa, él es un déspota irascible; en la escuela, un cordero manso y dócil, que se sienta en la segunda fila empezando por detrás, en la fila más oscura, para que nadie note su presencia, y que se pone rígido de miedo cuando comienzan los azotes. Con esta doble vida ha cargado sobre sí el peso del engaño. Nadie más tiene que soportar algo parecido, ni siquiera su hermano, que, como mucho, es una imitación pobre y nerviosa de él. De hecho, tiene la sospecha de que su hermano, en el fondo, es normal. Él está solo. No puede esperar ayuda de ninguna parte. De él depende dejar atrás la infancia, dejar atrás la familia y el colegio, y empezar una nueva vida en la que ya no tenga que fingir más.

La infancia, dice la
Enciclopedia de los niños
, es un tiempo de dicha inocente, que debe pasarse en los prados entre ranúnculos dorados y conejitos, o bien junto a una chimenea, absorto en la lectura de un cuento. Esta visión de la infancia le es completamente ajena. Nada de lo que experimenta en Worcester, ya sea en casa o en el colegio, lo lleva a pensar que la infancia sea otra cosa que un tiempo en el que se aprietan los dientes y se aguanta.

Como en la asociación de los boy scouts de Worcester no hay un grupo para los
castores
, es decir, los más pequeños, se le permite ingresar en el de los mayores a pesar de que sólo tiene diez años. Se prepara concienzudamente para su bautizo como scout. Acompaña a su madre a la tienda de ropa para comprar el uniforme: un rígido sombrero de fieltro marrón claro con la insignia plateada, una camisa caqui, pantalones cortos y calcetines, un cinturón de piel con la hebilla de los boy scouts, hombreras verdes y emblemas del mismo color para los calcetines. Corta una rama de álamo de un metro y medio de largo, le quita la corteza y se pasa una tarde grabando en la madera blanca los códigos de telégrafo de banderas y morse con un destornillador al rojo vivo. Sale para ir a su primera reunión de scout con la estaca colgada del hombro por un cordón verde que él mismo ha trenzado. Cuando hace el juramento y se lleva dos dedos a la frente, el saludo de los boy scouts, no hay duda de que es el que va más impecable de todos los chicos nuevos, de los
novatos
.

Descubre que ser boy scout consiste, como en el colegio, en pasar exámenes. Por cada examen que pasas consigues un galardón que coses a tu camisa.

Los exámenes siguen un orden establecido. El primero consiste en atar nudos: el nudo llano y el doble nudo, el margarita y el as de guía. Lo pasa, pero sin destacar. No tiene claro qué hacer para pasar los exámenes de boy scout con nota, cómo sobresalir.

El segundo examen es para obtener el galardón de explorador. Para pasarlo, se le exige que encienda un fuego sin usar papel y utilizando un máximo de tres cerillas. En el descampado que hay junto a la iglesia anglicana, una tarde fría y ventosa, amontona las ramitas y los trozos de corteza, y luego, ante la mirada del líder de su tropa y del jefe de los scouts, enciende las cerillas una a una; pero ninguno de sus intentos logra hacer prender el fuego: las tres veces el viento apaga la tenue llama. El jefe y el líder de la tropa se van. No pronuncian las palabras:
Has suspendido
, así que no está seguro de haber suspendido. ¿Y si se han alejado para hablar entre sí y decidir que, con ese viento, el examen no puede ser válido? El chico espera que regresen. Espera que le den el galardón de explorador de todos modos. Pero no ocurre nada. Permanece junto a su montón de ramitas y no ocurre nada.

Nadie vuelve a mencionarlo. Es el primer examen que ha suspendido en su vida.

Todos los años la tropa de scouts va de acampada durante las vacaciones de junio. Quitando la semana que pasó en el hospital cuando tenía cuatro años, nunca se ha separado de su madre, pero está decidido a ir con los scouts.

Hay una larga lista de cosas que tiene que llevarse. Una es una colchoneta aislante. Su madre no tiene una colchoneta aislante, ni siquiera está muy segura de saber lo que es. En su lugar le da un colchón de aire de color rojo. En el campamento descubre que los otros chicos tienen las colchonetas aislantes de color caqui reglamentarias. Su colchón rojo lo aísla inmediatamente de todos los demás. Tampoco es capaz de hacer que se muevan sus intestinos sobre un agujero maloliente cavado en la tierra.

El tercer día de acampada van a nadar al río Breede. Aunque cuando vivía en Ciudad del Cabo, su hermano, su primo y él solían ir en el tren hasta Fish Hoek y se pasaban la tarde entera trepando por las rocas y haciendo castillos en la arena y chapoteando en las olas, no sabe nadar.

Ahora, que es un hoy scout, debe cruzar el río a nado y volver.

El detesta los ríos: el agua turbia, el limo que se pega a los dedos de los pies, las latas oxidadas y los cascos de botella que podría llegar a pisar; prefiere la arena de la playa, limpia y blanca. Pero se zambulle en el río y chapotea como puede hasta cruzarlo. Al llegar a la otra orilla se agarra a la raíz de un árbol y, como hace pie, se queda sumergido hasta la cintura en la corriente lenta y pardusca; le castañetean los dientes. Los demás chicos se dan la vuelta y empiezan a nadar de regreso. Lo dejan solo. No puede hacer otra cosa que zambullirse de nuevo.

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