Infancia (escenas de una visa en provincia) (13 page)

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Authors: John Maxwell Coetzee

Tags: #Autobiografía, Drama

BOOK: Infancia (escenas de una visa en provincia)
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Ocurre todos los años. Todos los años llegan los esquiladores, todos los años hay aventura y nerviosismo. Nunca terminará; no hay ninguna razón por la que deba terminar, mientras haya años.

La palabra secreta y sagrada que lo ata a la granja es
pertenencia
. Cuando está solo en medio del
veld
puede pronunciar las palabras en voz alta: «La granja es el lugar al que pertenezco». Lo que cree de verdad pero no profiere, lo que guarda para sí por miedo a que se rompa el hechizo, es otra forma de decir la misma frase: «Yo pertenezco a la granja».

No se lo dice a nadie porque esa frase se puede confundir muy fácilmente, se puede tornar a la inversa muy fácilmente: «La granja me pertenece». La granja nunca le pertenecerá, nunca será más que un visitante: lo acepta. Pensar que realmente pueda vivir en Vóelfontein, que pueda llamar a la gran casa vieja su hogar, que ya no tenga que pedir permiso para hacer lo que le apetezca, le da vértigo; aparta ese pensamiento de sí. «Yo pertenezco a la granja»: eso es a lo más lejos a lo que puede llegar, incluso en lo más recóndito de su alma. Pero en lo más recóndito y secreto de su alma sabe lo que la granja a su modo sabe también: que Vbelfontein no pertenece a nadie. La granja es más grande que cualquiera de todos ellos. La granja es eterna. Cuando todos estén muertos, incluso cuando la casa esté en ruinas como lo están los rediles de la colina, la granja seguirá aquí.

Una vez, en el
veld
, lejos de la casa, se agacha y se frota las palmas en la arena como si se las estuviera lavando. Es un ritual. Está inventando un ritual. Aún no sabe lo que significa el ritual, pero le alivia saber que no hay nadie cerca que pueda verlo y contarlo después.

Pertenecer a la granja es su destino secreto, un destino para el que nació pero que él acepta con alegría. Su otro secreto es que, por mucho que luche, todavía pertenece a su madre. No se le escapa que estas dos servidumbres chocan.

Como no se le escapa que en la granja la influencia de su madre se debilita más que nunca. Al no permitírsele, por ser mujer, ir de caza, ni siquiera pasear por el
veld
, se encuentra en desventaja.

El tiene dos madres. Ha nacido dos veces: ha nacido de una mujer y de la granja. Dos madres y ningún padre.

A un kilómetro de la granja la carretera se bifurca: el ramal de la izquierda lleva a Merweville, el de la derecha a Fraserburg. En la bifurcación está el cementerio, una parcela vallada con verja propia. Dominando el cementerio está la lápida de mármol de su abuelo; agrupadas alrededor hay docenas de otras sepulturas, más bajas y sencillas, con lápidas de pizarra, algunas con nombres y fechas grabados y otras sin ninguna inscripción.

Su abuelo es el único Coetzee que hay allí, el único que ha muerto desde que la granja pasó a ser de la familia. Aquí es donde acabó el hombre que empezó como vendedor ambulante en Piketberg, que abrió una tienda en Laingsburg y llegó a ser alcalde de la ciudad, y que al final compró el hotel de Fraserburg Road. Yace enterrado, pero la granja todavía es suya. Sus niños corren como enanos por ella, y sus nietos, enanos de los enanos.

Al otro lado de la carretera hay un segundo cementerio, sin valla; algunos de los montículos de las sepulturas están tan erosionados que ahora quedan a ras de tierra. Aquí yacen los sirvientes y los jornaleros de la granja, desde Outa Jaap a muy atrás. Las pocas lápidas que permanecen aún en pie no tienen nombre ni fechas. Con todo, él siente más temor aquí que entre las generaciones de los Bote arracimados alrededor de su abuelo. No tiene nada que ver con los espíritus. Nadie en el
Karoo
cree en espíritus. Lo que muere aquí, muere con firmeza y del todo: la carne la roen las hormigas, los huesos los blanquea el sol, y ahí acaba la historia. Sin embargo, entre estas tumbas, él pisa con inquietud. De la tierra viene un profundo silencio, tan profundo que casi podría ser un murmullo.

Cuando se muera, quiere que lo entierren en la granja. Si no se lo permiten, quiere que lo incineren y que esparzan sus cenizas aquí.

El otro lugar al que peregrina todos los años es Bloemhof, donde se erguía la primera granja. No hay nada que la recuerde excepto los cimientos, que no son de interés. Frente a ella había una balsa que se alimentaba de un manantial subterráneo; pero el manantial hace mucho que se secó. Del jardín y del huerto que una vez crecieron aquí no hay rastro. Pero junto al manantial, alzándose de la tierra yerma, se yergue una palmera enorme y solitaria. En el tronco de este árbol las abejas han hecho una colmena; son abejas pequeñas, negras y furiosas. El tronco está renegrido por el humo de las fogatas que durante años ha encendido la gente para robarles la miel a las abejas; sin embargo, las abejas continúan allí, recolectando néctar quién sabe de dónde en este paisaje seco y gris.

Le gustaría que las abejas se dieran cuenta de que él, cuando las visita, viene con las manos limpias, no para robarles sino para felicitarlas, para presentarles sus respetos. Pero conforme se acerca a la palmera empiezan a zumbar enfadadas; una avanzadilla se precipita sobre él, advirtiéndole que se aleje; una vez incluso tiene que huir, cruzar corriendo ignominiosamente el
veld
perseguido por el enjambre, zigzagueando y moviendo los brazos, agradecido de que no haya nadie por allí que pueda verlo y reírse de él.

Todos los viernes se sacrifica una oveja para la gente de la granja. El acompaña a Ros y al tío Son para escoger la que va a morir; después se queda allí y observa cómo, en el lugar destinado a matadero que hay detrás del cobertizo, fuera de la vista de la casa, Freek sujeta las patas del animal mientras que Ros, con su pequeña navaja aparentemente inofensiva, le raja el pescuezo, y entonces los dos hombres sostienen con fuerza al animal mientras este patea y lucha y tose, y la sangre le sale a borbotones. Continúa observando mientras Ros desolla el cuerpo todavía caliente y lo cuelga de la hevea, lo abre en canal y tira las entrañas a un cuenco: el gran estómago azulado lleno de hierba, los intestinos (de los que extrae, presionando, las últimas cagarrutas que la oveja no tuvo tiempo de expulsar), el corazón, el hígado, los riñones; todas las vísceras que la oveja tiene en su interior y que él tiene en su interior también.

Ros utiliza la misma navaja para castrar a los corderos. El también observa ese acontecimiento. Acorralan a los corderos jóvenes y a sus madres, y los meten en el cercado. Después Ros se mueve entre ellos, va cogiendo corderos al paso por las patas traseras, uno a uno, los sujeta contra el suelo mientras balan aterrorizados, gimen con desesperación, y les abre el escroto. Agacha la cabeza, agarra los testículos con los dientes y los arranca. Parecen dos pequeñas medusas que arrastran vasos sanguíneos azules y rojos.

Ros cercena también el rabo y lo arroja a un lado, dejando un muñón sangriento.

Con sus piernas cortas, su holgado pantalón cortado por encima de las rodillas, sus zapatos hechos en casa y su andrajoso sombrero de fieltro, Ros arrastra los pies por el corral como un payaso, escogiendo los corderos, castrándolos sin piedad. Al final de la operación los corderos se quedan doloridos y sangrando junto a sus madres, que no han hecho nada para protegerlos. Ros cierra la navaja. El trabajo está hecho; esboza una sonrisa pequeña y tirante.

No hay forma de hablar de lo que ha visto. «¿Por qué tienen que cortarles a los corderos el rabo?», le pregunta a su madre. «Porque si no las moscardas se reproducirían bajo sus rabos», le contesta ella. Los dos están fingiendo; los dos saben cuál es la verdadera pregunta.

En una ocasión Ros le deja coger la navaja, le enseña con qué facilidad corta un pelo. El pelo no se dobla, tan solo se abre en dos al mero contacto con la hoja. Ros afila la navaja todos los días, escupiendo en la piedra de afilar, frotando la hoja con ella hacia adelante y hacia atrás, con soltura y ligereza. La hoja, afilada, utilizada y vuelta a afilar, está tan gastada que apenas queda nada de ella. Ocurre lo mismo con la pala de Ros: se ha utilizado durante tanto tiempo, se ha afilado tan a menudo, que tan solo quedan cinco o seis centímetros de acero; la madera del mango está blanda y renegrida de años de sudor.

—No deberías mirar eso —le dice su madre, después de una de las matanzas del viernes.

—¿Por qué?

—Simplemente, no deberías.

—Quiero verlo.

Y se va a ver cómo Ros clava la piel en el suelo y la rocía con sal gema.

Le gusta mirar a Ros y a Freek y a su tío mientras trabajan. Para aprovechar los elevados precios de la lana, Son quiere tener más ovejas en la granja. Pero después de años de lluvias escasas el
veld
es un desierto, los pastos y los matorrales están a ras de tierra. Entonces su tío decide vallar de nuevo la granja, dividirla en campos pequeños para que las ovejas puedan desplazarse de un campo a otro, y los pastos puedan regenerarse.

Ros, Freek y él salen todos los días a clavar en la tierra dura las estacas de las vallas, extendiendo metros y metros de alambrada, tensándola y arqueándola, afianzándola.

El tío Son siempre lo trata con simpatía; sin embargo, él sabe que en realidad no le cae bien. ¿Cómo lo sabe? Por la incomodidad que se refleja en su mirada cuando él está cerca, por el tono forzado de su voz. Si de verdad le cayera bien al tío Son, sería con él tan franco y despreocupado como con Ros y Freek. En vez de eso, Son siempre se cuida de hablarle en inglés, incluso aunque él le responda en
afrikaans
. Ha pasado a ser una cuestión de honor para los dos; no saben cómo salir de la trampa.

Se dice a sí mismo que la antipatía no es personal, que es sólo porque él, el hijo del hermano más joven de Son, es mayor que el propio hijo de Son, que todavía es un bebé. Pero teme que el sentimiento provenga de más hondo, que Son le tenga poca simpatía por haberle entregado su lealtad a su madre en vez de a su padre; y también por no ser recto, honesto y sincero.

Si le dieran a elegir un padre entre Son y su propio padre, elegiría a Son, incluso aunque eso significara que él es irrevocablemente
afrikaner
y tuviera que pasar años en el purgatorio de un internado afrikaner, como hacen todos los niños de las granjas, antes de que se le permitiera regresar a Vóelfontein.

Quizá esa es la razón más profunda por la que no le cae bien a Son: porque siente la petición que le está haciendo esta extraña criatura y la repele, como un hombre que se quita de encima a un niño pegajoso.

Él observa a Son todo el tiempo, admirando la habilidad con la que lo hace todo, desde administrar un medicamento a un animal enfermo hasta arreglar una bomba de aire. Está especialmente fascinado por su conocimiento de las ovejas. Con solo mirar a una oveja, Son puede decir no sólo la edad y el linaje y qué clase de lana dará, sino a qué sabrá cada parte de su cuerpo. Escoge una oveja para sacrificarla porque tiene las mejores costillas que comer a la parrilla o los muslos adecuados para un asado.

A él le gusta la carne. Está deseando que llegue el tintineo de la campanilla al mediodía y la suculenta comida que anuncia: platos de patatas asadas, arroz amarillento con pasas, boniatos acaramelados, calabaza con azúcar moreno y tiernos taquitos de pan, judías agridulces, ensalada de remolacha y, en el centro, en el lugar de honor, una gran fuente de carne de carnero con jugo para acompañarla. Sin embargo, después de haber visto a Ros sacrificar a las ovejas, ya no le gusta manosear la carne cruda.

De vuelta a Worcester prefiere no entrar en las carnicerías. Le repugna la soltura indiferente con que el carnicero pone un trozo de carne en el mostrador, lo hace filetes, lo enrolla en papel marrón y escribe el precio en él. Cuando escucha el irritante silbido de la fina sierra eléctrica cortando el hueso, querría tapiarse los oídos.

No le importa mirar los hígados, cuya función en el cuerpo no tiene muy clara, pero aparta la vista de los corazones que hay en el mostrador y, sobre todo, de las bandejas de despojos. Incluso en la granja rehúsa comer los menudillos, aunque son considerados un manjar exquisito.

El no entiende por qué las ovejas aceptan su destino, por qué en lugar de rebelarse van dócilmente hacia la muerte. Si los antílopes saben que no hay nada peor en la tierra que caer en las manos de los hombres y luchan por escapar hasta el último aliento, ¿por qué son las ovejas tan estúpidas? Son animales, después de todo, poseen los finos instintos de los animales: ¿por qué no escuchan los últimos balidos de la víctima tras el cobertizo, olisquean su sangre y toman nota?

Algunas veces, cuando está entre las ovejas (acaban de cercarlas para darles un baño; están apretujadas en el corral y no tienen escapatoria), quisiera susurrarles al oído, avisarlas de todo lo que les aguarda. Pero entonces, en sus ojos amarillentos, él vislumbra algo que lo obliga a guardar silencio: una resignación, una presciencia no sólo de lo que les ocurre a las ovejas a manos de Ros tras el cobertizo, sino también de lo que les aguarda al final del largo y sediento trayecto hasta Ciudad del Cabo a bordo del camión de transportes.

Lo saben todo, hasta los más pequeños detalles, y sin embargo se resignan. Han calculado el precio y están dispuestas a pagarlo: el precio de estar en la tierra, el precio de estar vivas.

12

En Worcester siempre está soplando el viento, tenue y frío en invierno, caliente y seco en verano. Después de pasar una hora al aire libre, una capa de fino polvo rojizo te cubre el pelo, los oídos, la lengua.

Él es un niño sano, lleno de vida y de energía; sin embargo, parece que siempre esté resfriado. Por las mañanas se levanta con la garganta inflamada, los ojos enrojecidos, estornudando sin control, la temperatura de su cuerpo inestable. «Estoy enfermo», le gruñe a su madre. Ella le pone el dorso de la mano en la frente. «Entonces será mejor que te quedes en la cama», suspira a continuación.

Hay que pasar otro momento difícil, el momento en que su padre dice: «¿Dónde está John?», y su madre contesta: «Está enfermo», y su padre resopla y dice: «Fingiendo otra vez». Pasa el trago acostado, tratando de no hacer el menor ruido, hasta que su padre se ha ido y su hermano se ha ido y por fin puede entregarse a un día de lectura.

Lee a gran velocidad y totalmente absorto. En las ocasiones en que cae enfermo, su madre tiene que ir a la biblioteca dos veces por semana a sacar libros para él: dos con su carnet y otros dos con el de él, que evita después ir a la biblioteca por si el bibliotecario le hace preguntas cuando lleva a sellar los libros.

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