Read Infancia (escenas de una visa en provincia) Online

Authors: John Maxwell Coetzee

Tags: #Autobiografía, Drama

Infancia (escenas de una visa en provincia) (15 page)

BOOK: Infancia (escenas de una visa en provincia)
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Todas las camas de la casa están viejas y estropeadas, los muelles se hunden, crujen al menor movimiento. Él trata de quedarse tan quieto como puede, en la franja de luz de la ventana, consciente de su cuerpo acostado de lado, de sus puños apretados contra su pecho. En este silencio trata de imaginar su muerte. Se borra de todo: del colegio, de la casa, de su madre; trata de imaginarse los días siguiendo su curso sin él. Pero no puede. Siempre hay algo que se deja atrás, algo pequeño y negro, como una nuez, como una bellota que ha estado en el fuego, seca, cenicienta, dura, incapaz de crecer, pero que está allí. Puede imaginarse su propia muerte pero no puede imaginar su propia desaparición. Por más que lo intente, no puede aniquilar el último residuo de sí mismo.

¿Qué es lo que lo mantiene con vida? ¿Es el miedo al dolor de su madre, un dolor tan grande que no puede soportar pensar en él más que un instante? (La ve en una habitación vacía, de pie y en silencio, tapándose los ojos con las manos; después corre un velo sobre ella, sobre la imagen.) ¿O hay algo más en él que se niega a morir?

Recuerda la última vez qué lo acorralaron, cuando los dos chicos
afrikaners
le sujetaron las manos detrás de la espalda y lo obligaron a ir detrás del terraplén al otro extremo del campo de rugby. Sobre todo, recuerda al chico más grande, tan gordo que los michelines se salían de sus ropas ceñidas, uno de esos tontos o casi tontos que te pueden romper los dedos o machacarte la tráquea con tanta facilidad como le retuercen el pescuezo a un pájaro sonriendo de placer mientras lo hacen. Pasó miedo, de eso no hay duda, el corazón le latía en el pecho. Sin embargo, ¿cuánto había de verdad en ese miedo? Mientras tropezaba por el campo con sus raptores, ¿no había algo más profundo en su interior, algo bastante vivaz, que le decía: «No importa, nada puede herirte, esto es tan solo otra aventura»?

Nada puede herirte, no hay nada de lo que no seas capaz. Esas son las dos cosas de él, dos cosas que en realidad son una sola, la cosa que está bien de él y la cosa que está mal a la vez. La cosa que es dos cosas significa que él no morirá, pase lo que pase; pero ¿no significa además eso que tampoco vivirá?

Es un bebé. Su madre lo levanta, con la cara por delante, y lo sostiene por debajo de los brazos. Sus piernas cuelgan, su cabeza se dobla, está desnudo; pero su madre lo lleva delante de ella, adentrándose en el mundo. Ella no necesita ver adónde va, sólo tiene que seguirlo. Ante él, a medida que ella avanza, todo se petrifica y se hace pedazos. Sólo es un bebé con una gran barriga y una cabeza que se ladea, pero posee ese poder.

Se queda dormido.

14

Reciben una llamada telefónica de Ciudad del Cabo. La tía Annie se ha caído por las escaleras de su piso de Rosebank. La han llevado al hospital con una cadera rota; alguien debe ir a ocuparse de sus asuntos.

Es julio, mediado el invierno. Sobre todo el Cabo Oriental cae un manto de frío y lluvia. Cogen el tren de la mañana con destino a Ciudad del Cabo, su hermano, su madre y él, y luego un autobús que va de Kloof Street al hospital de Volks. La tía Annie, con su camisón floreado, menuda como una niña pequeña, está en el ala para mujeres. La sala está llena: ancianas de caras delgadas que se pasean en bata arrastrando los pies, hablando para sí; mujeres gordas y desaliñadas de rostros inexpresivos sentadas al borde de las camas, con los pechos derramándose descuidadamente hacia fuera. Un altavoz situado en una de las esquinas hace sonar la Springbok Radio. Las tres en punto, el programa vespertino de peticiones: «Cuando sonríen los ojos irlandeses», con Nelson Riddle y su orquesta.

La tía Annie se agarra al brazo de su madre con un débil apretón. «Quiero salir de este sitio, Vera —dice en un susurro ronco—. No es el mejor sitio para mí.»

La madre le palmea la mano, trata de calmarla. En la mesita de noche, un vaso de agua para la dentadura y una biblia.

La enfermera de la sala les dice que le han inmovilizado la cadera rota. La tía Annie tendrá que pasar otro mes en cama mientras el hueso se une. «Ya no es joven, llevará su tiempo.» Después tendrá que usar un bastón.

Como una ocurrencia tardía, la enfermera añade que cuando trajeron a la tía Annie tenía las uñas de los pies largas y negras como las garras de un pájaro.

Su hermano, aburrido, ha empezado a gimotear, quejándose de que tiene sed. Su madre para a una enfermera y la convence de que vaya a buscar un vaso de agua. Él, avergonzado, aparta la mirada.

Los mandan a la oficina del asistente social, al final del pasillo. «¿Son ustedes los familiares? —pregunta el asistente social—. ¿Pueden ustedes ofrecerle una casa?»

Su madre aprieta los labios. Menea la cabeza.

—¿Por qué no puede volver a su piso? —le pregunta a su madre después.

—No puede subir las escaleras. No puede ir a comprar.

—Yo no quiero que viva con nosotros.

—No va a venirse a vivir con nosotros.

La hora de visita se acaba, llega el momento de despedirse. Las lágrimas afluyen a los ojos de la tía Annie. Aprieta el brazo de su madre tan fuerte que tienen que obligarla a aflojar los dedos.


Ek wil huistee gaan, Vera
—murmura. Quiero irme a casa.

—Son unos días más, tía Annie, sólo hasta que puedas volver a andar —le dice su madre con el tono más tranquilizador que puede.

El nunca antes había visto esta faceta de ella: esta falsedad.

Le llega el turno. La tía Annie le tiende una mano. La tía Annie es tanto su tía abuela como su madrina. En el álbum hay una foto de ella con un bebé en brazos que se supone que es él. La tía Annie lleva un vestido negro hasta los tobillos y un sombrero negro anticuado: hay una iglesia al fondo. Ella cree que por ser su madrina tiene una relación especial con él. No parece notar el asco que él siente por ella, arrugada y repugnante, metida en la cama del hospital, el asco que siente por toda esa sala llena de mujeres repugnantes. Trata de que no se le note; se le cae la cara de vergüenza. Tolera la mano que le coge el brazo, pero quiere irse, salir de este lugar y no regresar jamás.

—Eres tan listo —le dice la tía Annie con la voz baja y ronca que tiene desde que él guarda recuerdo de ella—. Estás hecho un hombrecito, tu madre cuenta contigo. Debes quererla y ser un apoyo para ella, y para tu hermano también.

¿Apoyar a su madre? Qué tontería. Su madre es como una roca, como una columna de piedra. No es él quien tiene que ser un apoyo para ella, ¡es ella quien tiene que ser un apoyo para él! Pero ¿por qué estará diciendo la tía Annie estas cosas? Hace como si fuera a morirse cuando lo único que le pasa es que tiene una cadera rota.

Asiente, trata de parecer serio, atento y obediente mientras que en secreto tan solo está esperando que ella lo suelte. Ella pone esa sonrisa llena de connotaciones que pretende señalar los lazos especiales que la unen al primogénito de Vera, unos lazos que él no siente en absoluto, que no reconoce. Tiene los ojos claros, azul celeste, borrosos. Tiene ochenta años y está casi ciega. Ni siquiera con las gafas puede leer bien la biblia, tan solo la sostiene en su regazo y susurra palabras para sí misma.

Afloja la presión; el chico murmura algo y se retira.

Le toca a su hermano, que se resigna a que lo bese.

—Adiós, querida Vera —dice con voz desmayada la tía Annie—.
Mag die Here jou sean, jou en die kinders
. (Que Dios os bendiga a ti y a los niños.)

Son las cinco y está empezando a oscurecer. En el poco familiar bullicio de la hora punta de la ciudad cogen un tren hacia Rosebank. Van a pasar la noche en la casa de la tía Annie: la perspectiva le llena de tristeza.

La tía Annie no tiene frigorífico. Lo único que hay en la despensa son unas cuantas manzanas mustias, media hogaza de pan rancio, un tarro de paté de pescado del que su madre desconfía. Lo manda a la tienda india; cenan pan con mermelada y té.

La taza del váter está marrón de suciedad. Se le revuelve el estómago cuando se imagina a la vieja con las uñas de los pies largas y negras agachándose sobre ella. No quiere usarlo.

—¿Por qué tenemos que quedarnos aquí? —pregunta.

—¿Por qué tenemos que quedarnos aquí? —repite como un eco su hermano.

—Porque sí —dice su madre, inflexible.

La tía Annie utiliza bombillas de cuarenta vatios para ahorrar electricidad. En la luz amarillenta y mortecina de la habitación, su madre empieza a empaquetar la ropa de la tía Annie en cajas de cartón. Es la primera vez que él entra en el cuarto de la tía Annie. Hay cuadros en las paredes, fotografías enmarcadas de hombres y mujeres de mirada dura, adusta: los Brecher, los Du Biel, sus antepasados.

—¿Por qué no puede irse a vivir con el tío Albert?

—Porque Kitty no puede cuidar de dos personas ancianas y enfermas a la vez.

—Yo no quiero que viva con nosotros.

—No va a vivir con nosotros.

—Entonces, ¿dónde va a vivir?

—Le buscaremos una residencia.

—¿Qué quieres decir con
una residencia
?

—Una residencia, una residencia, una residencia para ancianos.

El único cuarto que le gusta del piso de la tía Annie es el de los trastos. En el cuarto de los trastos hay periódicos y cajas de cartón apilados hasta el techo. Hay estanterías repletas de libros, siempre el mismo: un libro pequeño y grueso encuadernado con tapas rojas, impreso en el papel grueso y basto que se usa para los libros en
afrikaans
y que parece papel secante con motas de broza y cagadas de mosca. El título del lomo es
Ewige Genesing
; en la cubierta aparece el título entero:
Deur 'n gevaarlike krankheid tot ewige genesing
. (De una enfermedad incurable a la curación eterna). Lo escribió su bisabuelo, el padre de la tía Annie; al libro —ha escuchado la historia muchas veces— ha dedicado ella la mayor parte de su vida, primero traduciendo el manuscrito del alemán al
afrikaans
, y luego gastando sus ahorros en pagar a una imprenta de Stellenbosch para imprimir cientos de ejemplares, y a un encuadernador para encuadernar algunos, y luego peregrinando por las librerías de Ciudad del Cabo. Como no pudo convencer a las libreros de que vendieran el libro, ella misma fue de casa en casa. Los que quedan están aquí, en las estanterías del cuarto de los trastos; las cajas contienen los pliegos sin encuadernar.

El ha intentado leer
Ewige Genesing
, pero es demasiado aburrido. En cuanto Balthazar du Biel emprende la historia de su infancia en Alemania, la interrumpe con largos informes sobre luces en el cielo y voces que le hablan desde las alturas. Todo el libro parece igual: unos fragmentos sobre su persona seguidos de prolijas descripciones de lo que le decían las voces.

Él y su padre bromean buenos ratos sobre la tía Annie y su padre Balthazar du Biel. Repiten el título de su libro con la entonación sentenciosa y cantarina de los predicadores, alargando las vocales: «De unaaa enfermedaaad incuraaable a la curación eteeerna».

—¿El padre de la tía Annie estaba loco? —le pregunta a su madre.

—Sí, supongo que estaba loco.

—Entonces, ¿por qué se gastó ella todo el dinero en imprimir su libro?

—Seguramente tenía miedo de él. Era un viejo alemán terrible, terriblemente cruel y autocrático. Todos sus hijos le tenían miedo.

—Pero ¿no había muerto ya?

—Sí, había muerto, pero seguramente sentía que era su deber con él.

La madre no quiere criticar a la tía Annie y su sentimiento de deber con el viejo loco.

Lo mejor del cuarto de los trastos es la prensa de libros. Está hecha de un hierro tan pesado y sólido como la rueda de una locomotora. Convence a su hermano de que ponga sus brazos en la mesa de prensar; luego él gira el gran tornillo hasta que le inmoviliza los brazos y no puede escapar. Después cambian los papeles y su hermano le hace lo mismo.

Una o dos vueltas más, piensa, y se aplastarán los huesos. ¿Qué es lo que les hace detenerse, a los dos?

Durante los primeros meses en Worcester los invitaron a una de las granjas proveedoras de fruta de Standard Canners. Mientras que los adultos bebían té, él y su hermano se dieron una vuelta por el corral. Allí encontraron una trituradora. Convenció a su hermano de que pusiera la mano dentro del embudo donde se echaban los granos de maíz; después accionó la palanca. Por un instante, antes de pararla, pudo sentir cómo se machacaban los delgados huesos de los dedos. Su hermano se quedó con la mano atrapada en la máquina, pálido de dolor, con una mirada inquisitiva, de desconcierto, en la cara.

Sus anfitriones los llevaron corriendo al hospital, donde un médico le amputó a su hermano la mitad del dedo corazón de la mano izquierda. Durante un tiempo anduvo con la mano vendada y el brazo en cabestrillo; después llevó un saquito de piel sobre el muñón del dedo. Tenía seis años. Aunque nadie le hizo creer que el dedo crecería de nuevo, no se quejó.

Nunca le ha pedido perdón a su hermano, tampoco le ha reprochado nadie nunca lo que le hizo. Sin embargo, el recuerdo le pesa, el recuerdo de la blanda resistencia de la carne y el hueso, y de cómo se trituraban.

—Al menos puedes sentirte orgulloso de tener a alguien en tu familia que hizo algo con su vida, que dejó algo tras de sí —dice su madre.

—Has dicho que era un viejo horrible. Has dicho que era cruel.

—Sí, pero hizo algo con su vida.

En la fotografía que hay en la habitación de la tía Annie, Balthazar du Biel tiene los ojos ceñudos, penetrantes y los labios finos y tensos. Junto a él, su mujer parece cansada y afligida. Era hija de otro misionero, y Balthazar du Biel la conoció cuando vino a Sudáfrica a convertir a los paganos. Más tarde, cuando viajó a Estados Unidos a predicar el Evangelio, se los llevó a ella y a sus tres hijos. En un vapor de ruedas del Mississippi alguien le regaló a su hija Annie una manzana, y ella se la llevó para enseñársela. La azotó por haber hablado con un extraño. Estos son los nuevos hechos que conoce de Balthazar, más lo que contiene el pesado libro de tapas rojas del que hay muchos más ejemplares en el mundo de los que el mundo quiere.

Los tres hijos de Balthazar son Annie, Louisa —la madre de su madre— y Albert, que aparece en las fotografías de la habitación de la tía Annie como un chico de mirada asustada vestido de marinero. Ahora Albert es el tío Albert, un viejo encorvado de carnes blancas pastosas como un champiñón que temblequea todo el tiempo y tiene que apoyarse en alguien al andar. El tío Albert nunca ha ganado un sueldo decente. Se ha pasado la vida escribiendo libros y cuentos; su mujer ha sido la que ha salido a trabajar.

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