Infierno Helado (34 page)

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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Terror

BOOK: Infierno Helado
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González se volvió hacia Phillips.

—Tú vigila la retaguardia, mientras yo intento abrir esto.

Marshall vio que el sargento abría las cornamusas una por una con la llave inglesa, haciéndolas protestar tras medio siglo en desuso. Después de soltar la última, González sacó un enorme manojo de llaves de un bolsillo; no encontró la que correspondía hasta después de media docena de intentos. Una vez abierta la cerradura, cogió el pasador circular y tiró de la compuerta, que hizo un ruido sordo de succión al abrirse. La junta, casi momificada, desprendió una lluvia de caucho en polvo. Salió un remolino de aire viciado, con un olor reseco de humedad.

Al otro lado, todo estaba negro.

—Es como si miraras la tumba de Tutankamón —murmuró Logan.

Marshall supo por qué lo decía. Por aquella compuerta no había mirado nadie en cincuenta años.

González palpó la pared del otro lado y encendió un interruptor. Se oyó otra serie de chasquidos, de algunas bombillas del techo al explotar, aunque quedaban suficientes en funcionamiento para iluminar un pasadizo estrecho de metal que se perdía en la penumbra. Pasaron todos al otro lado. González cerró y aseguró la compuerta.

—Parece un reducto bastante seguro —dijo Sully, señalando la pesada compuerta con un gesto de satisfacción.

González sacudió la cabeza.

—Esa cosa ya se nos ha adelantado una vez, aún no sé cómo.

Además, en esta ala hay tubos de ventilación y túneles de servicio, como en las demás.

Enfilaron lentamente el pasillo, hacia la primera puerta abierta. A Marshall el aire le sabía a polvo, con un toque metálico, como de cobre.

González se paró en la puerta más cercana y enfocó con la linterna al otro lado. El haz reveló dos mesas de madera y, encima de ellas, dos máquinas de escribir antiguas. Debía de ser algún tipo de despacho. Aún se veía un informe a medio escribir en una de las máquinas, con el papel amarillento enroscado en el cilindro. Apartó la luz. Se acercaron a la siguiente puerta. Cuando González se asomó, Marshall oyó que se le cortaba la respiración.

Se acercó a mirar. Un enorme remolino de líquido oscuro y reseco cubría todo el suelo y dibujaba trayectorias disparatadas por encima de varias hileras de algo que parecía material eléctrico. En un rincón había un empalme quemado y medio fundido.

—La sala de cuadros eléctricos —dijo monótonamente Usuguk.

—No se molestaron ni en limpiar las manchas de sangre —dijo Sully.

El sargento apagó la linterna.

—¿Se les puede reprochar?

Siguieron por el angosto pasadizo, encendiendo luces a medida que avanzaban. Había laboratorios llenos de osciloscopios y aparatos negros en forma de caja; algunos sobre mesas y anaqueles, mientras que otros aún estaban en sus cajas de madera.

—Esto debe de ser el equipo de sonido —murmuró Faraday.

Se pararon en una especie de sala de control, con una mesa de mezclas y varios amplificadores. La linterna de González reveló que la pared del fondo era de cristal, con vistas a un pequeño estudio insonorizado.

A partir de allí había pasillos a la izquierda y a la derecha.

Más allá del cruce, el pasillo central se acababa en otra gran compuerta.

González la abrió, enfocó la linterna hacia el otro lado y bufó de sorpresa.

Encendió la luz. Marshall siguió a los demás al interior… y se paró de golpe.

Estaban sobre una pasarela estrecha que cruzaba por el centro una estancia grande y circular. Al fondo había una plataforma de unos tres metros por tres, delimitada por mamparas de cristal. Toda la superficie interior de la esfera estaba acolchada con un almohadillado oscuro. En algunos puntos sobresalían pequeños pinchos de las paredes.

—Dios mío —musitó Faraday—. Esto sí es una cámara de eco.

Está claro que pensaban usarla para hacer pruebas con el dispositivo sonar.

—Si hubieran tenido la ocasión —puntualizó Sully.

—Cierto. Supongo que hicieron los experimentos en otro sitio, después de sellar esto.

Logan se inclinó hacia Marshall.

—Una única salida.

Marshall miró a su alrededor.

—Es verdad.

—Una cámara de eco. ¿De verdad es eso lo que les parece?

—Sí. —Marshall se volvió hacia el historiador—. ¿Por qué?

¿A usted no?

Logan hizo una pausa.

—La verdad es que no. A mí me parece más bien la última batalla del general Custer.

al interior

48

La criatura se destacó muy lentamente de la oscuridad. Las estrías de sombra ondulaban con el movimiento de sus flancos musculosos. Ekberg contempló, horrorizada, cómo iban cobrando forma una serie de detalles atroces y terribles. La descomunal cabeza en forma de pala, cubierta por un pelo corto, negro, recio y reluciente. La mandíbula superior proyectada sobre la de abajo, con una hilera de dientes enormes, y a cada lado un colmillo tras el que, horribles, colgaban centenares de púas finas y afiladas como cuchillas, como las vibrisas de las morsas. La ancha mandíbula inferior, que en comparación era pequeña y echada hacia atrás, pero que quedaba unida al cráneo mediante una enorme bisagra ósea. Y lo más impresionante, porque ya lo había visto dentro del hielo (hacía una eternidad): los ojos que les miraban sin pestañear, con una mezcla de avidez y maldad.

—Dios mío —murmuró a su lado Conti—. Dios mío. Es espectacular.

Lentamente, muy despacio, enfocó la cámara, accionó el botón de grabar e inició la filmación.

Wolff estaba justo detrás. Empezó a levantar la pistola, pero temblaba tanto que Ekberg oyó que le castañeteaban los dientes.

—Emilio —dijo con voz ahogada—, por el amor de Dios…

—Deprisa, Kari —le interrumpió con un susurro Conti—. Sonido.

Pero Ekberg estaba paralizada. Solo podía mirar.

Moviéndose tan despacio que Ekberg ni siquiera estuvo segura de que se hubiera desplazado, la criatura inició su aproximación por el pasillo moteado.

Sus fuertes patas delanteras estaban un poco dobladas, como las de un bulldog, y rematadas por zarpas bulbosas, como cascos, erizadas con unas impresionantes garras. Ya se distinguía en toda su longitud, que era como la de un caballo joven. Partiendo de unos hombros altos y anchos, el lomo se iba adelgazando hasta una grupa robusta y poderosa, cubierta de un pelo recio, apelmazado. Ekberg se lo quedó mirando, boquiabierta. Después, su vista regresó casi de forma involuntaria a la boca: los dientes curvados; la masa de púas incontables e indescriptibles que colgaba detrás. Se fijó en que las púas, además de oscilar suavemente con los pasos del monstruo, parecían deslizarse con un movimiento independiente…

El dolor de cabeza de Ekberg se acentuaba, y su corazón latía con dificultad.

Aun así, era incapaz de batirse en retirada. Ni siquiera podía moverse. Estaba petrificada de miedo. La criatura volvió a pararse y se agazapó a unos tres metros de ellos, pero no parpadeó ni apartó la vista una sola vez. Ekberg tuvo la impresión de que sus ojos tenían la dureza y la profundidad de dos topacios, en los que ardía un vivo fuego interior.

Se quedó inmóvil unos sesenta segundos. Solo se oía el zumbido grave de la cámara de Conti y la respiración pesada de Ekberg. De pronto, la cosa reanudó su movimiento y empezó a acercarse a ellos.

Para Wolff fue demasiado. Gimiendo en voz baja, dio media vuelta y salió corriendo por el pasillo, sin recoger la pistola que antes se le había caído al suelo.

La cosa se detuvo otra vez, durante menos tiempo. Debajo de las vibrisas asomó una lengua estrecha, bífida y rosada, que se fue alargando, más y más, hasta lamer un colmillo y luego el otro.

Fue entonces cuando pareció que Conti enloqueciera. Empezó a reírse, primero en voz baja y luego con más fuerza. Al menos Ekberg, en su paroxismo de horror e incredulidad, creyó que aquello debía de ser una risa: una nota extraña, aguda.

—Iiiiiiii —aullaba Conti, todavía más fuerte, sacudiendo los hombros y haciendo que la cámara se inclinara visiblemente—. Iiiiiiiiiiiiiiii…

—Emilio —susurró ella.

—¡Listo! —exclamó Conti, casi histérico—. ¡Ya lo tengo! Iiiiiiiiiiiii…

En dos saltos, la cosa se le echó encima y le lanzó por los aires brutalmente.

La cámara salió volando por el pasillo, se estampó en una pared y se hizo pedazos al chocar contra el suelo. Cuando Conti aterrizó, le cogió entre sus enormes zarpas delanteras y empezó a darle vueltas como un artesano tornero, acercándoselo mucho para pasar por todo su cuerpo las púas afiladas y móviles que le colgaban de la mandíbula superior: de los pies a la cabeza y en sentido contrario, como si se estuviera comiendo una mazorca de maíz.

Empezaron a llover por todas partes grumos de sangre que salpicaban las paredes y el techo, haciendo que las bombillas más próximas explotaran y sisearan. La fantasmagórica risa de Conti se transformó en un alarido que se agudizó bruscamente. De pronto el animal se metió la cabeza del director en la boca y la mordió. Se oyó un ruido sordo, como de algo triturado, y el grito cesó de golpe. La bestia volvió a abrir la boca y Conti cayó al suelo. Fue entonces cuando Ekberg recuperó la movilidad de los pies y echó a correr; pasó al lado de Conti y del abominable monstruo que se cebaba en él, sin importarle ni la oscuridad ni los obstáculos que pudiera haber en el camino. Mientras ella se lanzaba a toda velocidad por el pasillo en el que acechaban sombras, alejándose de la locura, Conti volvió a hacer un ruido; ya no eran risas, ni gritos, sino un crujido seco de huesos: crac, crac, crac…

49

Cuando Marshall entró en la sala de control, con la caja negra de metal en la mano, vio a Sully y a Logan detrás de la mampara de cristal, en el estudio, inclinados hacia un carrito de acero inoxidable con ruedas; al mirar el carrito, se le cayó el alma a los pies. El aparato que había encima recordaba más un juego de construcciones infantil que un arma para matar a un monstruo de dos toneladas. En la bandeja superior había una pequeña jungla de dispositivos analógicos y aparatos digitales primitivos: potenciómetros, filtros controlados por voltaje, osciladores de baja frecuencia y una mesa de mezclas con un amasijo de cables multicolores que lo conectaban todo entre sí. La bandeja inferior contenía un amplificador antiguo de tubo de vacío, unido mediante finos cables rojos a un altavoz de bajos y uno de alta frecuencia.

El grupo había dedicado la última media hora a abrir cajas y desmontar aparatos no usados, en un desesperado esfuerzo por construir una máquina que pudiese crear una amplia gama de ondas sonoras de alta frecuencia, con la máxima amplitud posible. Al final habían cogido el altavoz de agudos de un aparato de sonido mucho mayor que el del altavoz de bajos, partiendo de la premisa de que lo más probable era que a la bestia le afectasen más las frecuencias altas. Pese a haber sido uno de los defensores del plan (principalmente porque era el único que parecía tener alguna posibilidad), Marshall sabía muy bien el riesgo que corrían.

3i5 ¿Funcionaría el dispositivo? ¿Ahuyentaría realmente al animal?

Lo estaban ensamblando sobre un carrito móvil, para poder ponerlo en cualquier sitio; preferiblemente lejos del ala de ciencias, puesto que de ese modo, si fallaba, tendrían donde refugiarse.

Le dio a Sully la caja de metal.

—Toma, el modulador de anillo. Faraday ha conseguido desmontarlo de un emisor sonar activo.

Sully lo puso en la bandeja superior, le conectó dos cables y gruñó, satisfecho.

A medida que el arma sonora cobraba forma, el climatólogo se volvía cada vez menos escéptico y más entusiasta acerca de sus posibilidades.

—Al principio deberíamos intentar emitir ruido blanco: una señal de potencia estable dentro de un ancho de banda fijo, para conseguir la máxima eficacia en el estallido de presión sonora.

—Miró a Marshall—. ¿Dónde está Faraday?

—En el almacén, recogiendo piezas de repuesto.

—Bien, entonces solo faltan las pilas secas. ¿Tú no habrás visto ninguna, por casualidad?

—No, pero tampoco las he buscado. Estaba demasiado ocupado desmontando aquella agrupación de transductores.

—Voy a ver si encuentro alguna.

El climatólogo se incorporó y salió al pasillo, cruzando la sala de control. Antes de irse por la izquierda, lanzó una mirada por encima del hombro derecho.

Marshall sabía el motivo de esa mirada. El también había echado un vistazo a la derecha antes de entrar en la sala de control. Era por donde se iba a la compuerta principal del ala de ciencias, en la que montaban guardia González y Phillips, con las ametralladoras a punto, atentos a cualquier señal de la criatura.

Se dio cuenta de que Logan le miraba.

—¿Tiene alguna idea del tipo de investigación secreta que pensaban hacer aquí dentro? —preguntó el historiador.

Marshall se encogió de hombros.

—Con el poco material que llegaron a montar o a desembalar es difícil saberlo, pero a juzgar por la variedad de dispositivos sonar pasivos (no he visto muchos aparatos de sonar activo por aquí), yo diría que intentaban reforzar el radar de alerta temprana con un emisor sonar secreto.

—Para estar mucho más cerca de Rusia.

Marshall asintió con la cabeza.

—Hasta puede que incluso dentro. Con un sonar activo se puede conocer la posición exacta de un objeto, pero a una instalación como la base Fear eso no le hacía falta saberlo, al menos de inmediato. A ellos les bastaba con saber si algún objeto iba directo hacia ellos, y eso podía hacerlo un sonar pasivo, sin ruido, usando un TMA para dibujar la trayectoria de un misil.

—¿TMA?

—Análisis de movimiento del objetivo. Serviría para conocer el alcance, la velocidad y el rumbo constante mucho antes de que el radar de aquí pudiera establecer la posición.

—Y todo en un dispositivo suficientemente pequeño y silencioso para que no fuera detectado. Interesante. —Logan hizo una pausa—. Supongo que la gran pregunta es si esto nos salvará el pellejo.

Marshall echó un vistazo al invento de científico loco que estaba sobre la bandeja, entre ambos.

—Creo que tenemos posibilidades. El oído es el único de los cinco sentidos que responde a un proceso totalmente mecánico.

Las ondas sonoras modifican la presión del aire y causan vibraciones. En los seres humanos, los sonidos de frecuencia muy baja pueden provocar falta de aliento, depresión y hasta ansiedad. Hay quien considera que los de alta frecuencia interfieren en los ritmos cardíacos normales, y pueden causar incluso cáncer. Circulan todo tipo de rumores sobre armas de infrasonidos o ultrasonidos capaces de herir, paralizar y hasta matar. —Se encogió de hombros—. ¿Quién sabe? Quizá el verdadero objetivo de esta instalación fuera este tipo de investigación.

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