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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

Inteligencia Social (50 page)

BOOK: Inteligencia Social
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Es interesante constatar que estos dos diferentes conjuntos de atributos concuerdan perfectamente con el “buen padre” y el “mal padre” que alientan, respectivamente, la seguridad y la ansiedad. De hecho, la dinámica emocional de la gestión de los empleados en el entorno laboral se asemeja mucho a la de la educación de los hijos. Tengamos en cuenta que, si bien el modelo básico de un fundamento seguro se establece en la infancia, no concluye en ella, porque son muchas las personas que, a lo largo de la vida, van relevándose en el desempeño de este papel. Así, por ejemplo, en la escuela, es el maestro el que asume ese testigo que, cuando accedemos al mundo laboral, suele pasar a manos de nuestro jefe.

Como me dijo George Kohlrieser, psicólogo y profesor de liderazgo en el International Institute for Management Development de Suiza: «El fundamento seguro es una fuente de seguridad, energía y confianza que nos permite movilizar nuestra propia energía», observando también que el hecho de disponer de un fundamento seguro en el entorno laboral resulta esencial para conseguir un rendimiento excelente.

Según Kohlreiser, cuando el trabajador se siente seguro, se centra más en lo que está haciendo, consigue sus objetivos y no considera los obstáculos como amenazas, sino como retos. Cuando, por el contrario, se siente ansioso, se preocupa demasiado por el fantasma del fracaso y teme ser rechazado o abandonado (lo que, en el contexto laboral, significa ser despedido). Es por ello que, en este último caso, sólo juega sobre seguro.

Las personas que sienten que su jefe les proporciona un fundamento seguro son, en opinión de Kohlrieser, más libres para explorar, se divierten más, asumen más riesgos, introducen cambios y están más dispuestos a enfrentarse a nuevos retos. Otra ventaja adicional es que, cuando los líderes que establecen un fundamento seguro se ven obligados a proporcionar un feedback negativo, los subordinados no sólo lo reciben más abiertos, sino que se benefician también de conocer información que, de otro modo, resulta difícil de aceptar.

Como el padre, sin embargo, el líder no debería sobreproteger a sus empleados librándoles de todo tipo de tensión. A fin de cuentas, el desarrollo de la resiliencia requiere de un cierto grado de la incomodidad derivada de las presiones que suelen acosar al entorno laboral. Pero, sabiendo que el exceso de tensión puede resultar desbordante, el líder inteligente proporciona un fundamento seguro disminuyendo, en el caso de que sea posible, la tensión... o, cuanto menos, no intensificándola.

Cierto ejecutivo de nivel medio, por ejemplo, me dijo: «Mi jefe es un excelente intermediario. Sean cuales fueren las presiones que le lleguen desde arriba —y debo decir que son muchas—jamás nos las transmite directamente. Eso es precisamente lo que hace el jefe de un departamento anejo al nuestro, obligando a sus subordinados a realizar un balance trimestral de las ganancias y de las pérdidas, aunque sus productos tarden entre dos y tres años en llegar al mercado».

Cuanto más resilientes, motivados o buenos sean, por otra parte, los miembros de un determinado equipo de trabajo —o, dicho en otras palabras, cuanto más cerca se muevan de la cúspide de la U— mejores son los resultados obtenidos, aunque el líder se halle muy desconectado y sea muy exigente. Pero, cuanto ese tipo de líder pasa a una cultura menos agresiva, puede provocar un auténtico desastre. Un hombre de negocios me habló, en cierta ocasión, de un líder “que se mostraba muy exigente las veinticuatro horas del día los siete días de la semana” y que no tenía el menor empacho en gritar cuando algo le desagradaba. «Cuando su empresa se fundió con otra —continuó diciéndome— el mismo estilo que antes le funcionaba tan bien ahuyentó a los jefes de la empresa fusionada, que acabaron considerándole intolerable. Dos años después de la fusión, el valor de las acciones de la empresa seguía estancado».

El niño no puede escapar al sufrimiento emocional que necesariamente acompaña al proceso de desarrollo y, del mismo modo, la toxicidad emocional parece ser un subproducto natural de la vida empresarial, porque los empleados se ven despedidos, los niveles superiores dictan políticas injustas y los trabajadores descargan sus frustraciones sobre sus compañeros. Y son muchas las causas que provocan esta situación, como jefes arbitrarios, compañeros de trabajo desagradables, procedimientos frustrantes o cambios caóticos que provocan reacciones que van desde la angustia y la rabia hasta la desesperación y la pérdida de confianza.

Afortunadamente, sin embargo, no sólo tenemos que depender del jefe, porque los compañeros, el equipo de trabajo, los amigos y aun la misma organización pueden proporcionar la sensación de fundamento seguro. En un determinado entorno laboral, todo el mundo contribuye a generar el clima emocional que, a fin de cuentas, no es sino la sumatoria de los estados de ánimo que se mueven en las relaciones que mantenemos durante toda la jornada laboral. Independientemente, pues, del rol que desempeñemos, del modo en que cumplamos con nuestro trabajo, de cómo nos relacionemos y de cómo contribuyamos a que se sientan los demás, todos aportamos nuestro granito de arena al clima emocional general.

La mera existencia de un supervisor o de un compañero de trabajo al que podamos recurrir cuando nos sentimos frustrados representa un auténtico bálsamo. Son muchos los casos en los que los compañeros de trabajo constituyen una especie de “familia” cuyos miembros se sienten emocionalmente vinculados, una sensación que alienta la fidelidad entre los miembros del grupo. Es por ello que, cuanto más fuertes son los vínculos emocionales entre los trabajadores, más motivado, productivo y satisfactorio resultará su trabajo.

En el entorno laboral, la sensación de compromiso y satisfacción depende, en gran medida, de los cientos y cientos de interacciones que mantenemos cotidianamente con supervisores, compañeros o clientes. La acumulación y frecuencia de momentos positivos y de momentos negativos determina nuestra satisfacción y, en consecuencia, nuestro rendimiento. Así pues, el modo en que nos sentimos en nuestro puesto de trabajo depende de la suma total de pequeños intercambios, un cumplido por el trabajo bien hecho, una palabra de aliento después de un contratiempo, etcétera.

El simple hecho de tener una persona en la que poder confiar determina el modo en que nos sentimos. Según cierta encuesta realizada con más de cinco millones de personas de más de quinientas organizaciones diferentes, uno de los factores más importantes para hallarse a gusto en el trabajo consiste en “contar en él con un buen amigo”.

Cuantas más fuentes de apoyo emocional tengamos en nuestro entorno laboral, mejor nos encontraremos en él. Un grupo unido y dirigido por un líder seguro —y que aliente la confianza— establece un clima emocional tan contagioso que hasta las personas ansiosas se sienten relajadas.

Como me dijo el jefe de un prestigioso equipo científico: «Jamás admito en nuestro equipo a nadie que no haya pasado un tiempo trabajando con nosotros. Luego solicito a mis colaboradores su opinión y la tengo en cuenta. Si falta la “química interpersonal”, no me arriesgo a contratar a nadie, por más buenos que sean en otros aspectos».

El líder socialmente inteligente

El departamento de recursos humanos de una gran empresa organizó un taller de un día de duración dirigido por un famoso experto. El día del evento, sin embargo, la asistencia desbordó todas las expectativas de los organizadores que, en el último momento, se vieron obligados a celebrar el acontecimiento en otra sala que, pese a permitir la entrada de todos, no se hallaba bien acondicionada.

La pésima acústica del local impedía a quienes se hallaban más lejos escuchar claramente al orador. Durante uno de los períodos de descanso, una mujer se dirigió enfadada al jefe de recursos humanos, quejándose de no poder ver la pantalla en la que se proyectaba la imagen del orador ni poder escuchar tampoco sus palabras.

«Yo sabía que lo único que podía hacer era escucharla, empatizar con ella, admitir el problema y hacer lo que estuviera en mi mano para corregirlo — me dijo el jefe de recursos humanos—. Después de hablar con ella, me dirigí a los encargados del equipo audiovisual y conseguí que levantasen un poco más la pantalla, aunque no pude hacer nada para corregir los problemas de sonido».

«Cuando, al finalizar el día, volví a ver a esa mujer, me dijo que, aunque las cosas apenas si habían cambiado —porque siguió sin poder ver ni oír gran cosa— ahora, al menos, estaba bastante más tranquila y valoraba muy positivamente el hecho de que la hubiera escuchado y tratado de ayudar».

Cuando los trabajadores se sienten enojados y frustrados, el líder siempre puede —como hizo ese jefe de recursos humanos— escuchar con empatía, mostrar preocupación y hacer lo que esté en su mano para mejorar las cosas lo que, independientemente de que lo consiga o no, resulta emocionalmente beneficioso. Cuando el líder escucha los sentimientos de sus subordinados, les ayuda a metabolizarlos, de modo que pueden dejar de enfurecerse y seguir adelante.

El líder no necesariamente tiene que estar de acuerdo con la postura o la reacción de la persona. El simple hecho de reconocer su punto de vista, disculpándose en el caso de que sea necesario o tratando, cuando tal cosa sea posible, de remediar el problema, mitiga parte de la toxicidad, tornando menos dañinas las emociones destructivas. Los resultados de una encuesta realizada con dos millones de empleados de setecientas empresas diferentes revelaron que la mayoría de ellos no concedían tanta importancia al salario como al hecho de tener un jefe bondadoso. Este descubrimiento tiene implicaciones empresariales que van mucho más allá del hecho de que el trabajador se sienta a gusto. La misma encuesta puso de relieve que la opinión positiva que los empleados tienen de su jefe es un movilizador de la productividad y una garantía de permanencia. Nadie quiere, cuando tiene la posibilidad de elegir, trabajar con un jefe tóxico, aunque ello vaya acompañado de un salario superior, a menos que esté ahorrando lo suficiente como para abandonarlo con más seguridad.

El punto de partida del liderazgo socialmente inteligente consiste en permanecer presente y conectado. Sólo desde ahí puede desplegarse la amplia diversidad de facetas que componen la inteligencia social, desde darse cuenta de cómo se sienten los trabajadores y por qué, hasta relacionarse amablemente con ellos y movilizarlos a un estado más positivo. No existe ninguna receta que nos diga lo que debemos hacer en cada situación, ninguna varita mágica que pueda promover el desarrollo de la inteligencia social en el entorno laboral. Sea lo que fuere lo que hagamos mientras estamos relacionándonos, la única medida del éxito se halla en el punto en que concluye la U invertida de cada persona.

El mundo empresarial se halla en la vanguardia de las aplicaciones de la inteligencia social. Cuando las personas trabajan juntas durante mucho tiempo, la empresa se convierte en un sustituto de la familia, del pueblo y de la red social del que en cualquier momento podemos ser despedidos. Y esta ambivalencia básica es la que explica el crecimiento desaforado de la esperanza y del miedo en tantas organizaciones.

La excelencia en la gestión humana no puede seguir ignorando estas corrientes afectivas subterráneas, porque tienen consecuencias muy importantes y alientan el desarrollo de las habilidades interpersonales. Y puesto que las emociones son tan contagiosas, cualquier jefe —independientemente del nivel en que se halle— debería recordar que de él o de ella depende el que las cosas mejoren o empeoren.

Una conexión especial

Maeva iba a una escuela ubicada en uno de los barrios más pobres de Nueva York y, aunque tenía trece años, se había visto obligada a repetir curso en un par de ocasiones y todavía se hallaba en sexto grado.

Maeva tenía fama de ser muy revoltosa. Todos los maestros sabían que, en ocasiones, abandonaba la clase dando un portazo, se negaba a volver y pasaba el día deambulando por los pasillos.

Cuando llegó Pamela, la nueva profesora de inglés, no tardaron en advertirle del problema. Es por ello que, el primer día de clase, después de asignar a sus alumnos la tarea de determinar la idea sobre la que versaba un determinado texto, Pamela se dirigió a Maeva con la intención de ayudarla.

A los pocos minutos se dio cuenta de que Maeva estaba muy preocupada por su nivel de lectura, que no superaba el de un niño de parvulario.

«Son muchos los problemas conductuales generados por la inseguridad que experimenta el alumno incapaz de realizar las tareas que se le encomiendan —me dijo Pamela—. Maeva ni siquiera entendía el significado de las palabras. Resulta sorprendente que hubiera llegado a sexto grado sin saber leer.»

Después de ayudar a Maeva a llenar su ficha leyéndosela, Pamela fue a hablar con el maestro de educación especial encargado de ese tipo de casos. Ambos coincidieron en que la única alternativa de que disponía Maeva para no ser expulsada era aprender a leer.

Pero, como todos le habían dicho, Maeva seguía siendo un problema. No dejaba de hablar, era muy agresiva con sus compañeros y se peleaba de continuo, cualquier cosa con tal de evitar la lectura. Y, por si esto fuera poco, cada tanto exclamaba “¡No quiero hacer esto!”, abandonando la clase con un portazo y perdiendo el tiempo en los pasillos.

A pesar de la resistencia, Pamela se entregó completamente a la tarea de ayudar a Maeva y, cuando se enfadaba con otro alumno, iba con ella al pasillo buscando un mejor modo de solucionar las cosas.

Poco a poco, Maeva fue dándose cuenta de que Pamela se interesaba por ella: «Bromeábamos y pasábamos mucho rato juntas y volvía a clase apenas terminaba de almorzar, hasta el día en que conocí a su madre».

Cuando su madre se enteró de que Maeva no sabía leer, se sorprendió mucho, pero tenía otros siete hijos y pasaba tan desapercibida en casa como en la escuela. Así fue como Pamela acabó convenciendo a su madre para que le prestara más atención y la ayudase a hacer los deberes.

El boletín de calificaciones mostró el mismo fracaso en casi todas las asignaturas que cuando había estado con otra maestra pero, tras cuatro meses con Pamela, los cambios empezaron a evidenciarse.

Al finalizar el semestre, había dejado de ocultar su frustración en los pasillos y ya no abandonaba el aula. Pero lo más importante era que había aprobado todas las asignaturas y que había obtenido una nota muy alta en matemáticas.

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