Hoy en día, sin embargo, sabemos que las emociones tienen mucha importancia en la salud, lo que pone claramente de relieve que, cuando ignoramos a los pacientes y los tratamos —en aras de una supuesta eficacia— como un mero número, desaprovechamos el valor terapéutico de los aliados biológicos. Con todo ello no pretendo decir que la medicina deba ser “blanda, porque los cirujanos y las enfermeras compasivos todavía deben usar el bisturí y los procedimientos dolorosos, respectivamente. Pero el bisturí y el dolor son, por así decirlo, menos dolorosos cuando se emplean de manera amable y compasiva. Y es que el reconocimiento, la consideración y la atención alivian significativamente el sufrimiento mientras que el estrés y la negación, por el contrario, lo intensifican.
Si queremos que nuestras organizaciones sean más humanitarias deberemos cambiar tanto los corazones y las mentes de quienes se encargan de proporcionar el cuidado como las reglas básicas —explícitas y tácitas— que rigen el funcionamiento de la institución. Son muchos los signos que actualmente revelan la necesidad de este cambio.
Reconocer al ser humano
Imaginen a un cardiocirujano famoso que mantiene una actitud emocionalmente tan distante que no sólo evidencia una falta de compasión hacia sus pacientes sino que a veces llega a tratarles de un modo manifiestamente despectivo. Cierto día, mientras hacía su ronda diaria acompañado de sus alumnos, los médicos en prácticas, dijo a un paciente gravemente enfermo al que acababa de operar (un hombre que había intentado suicidarse lanzándose desde la ventana de un quinto piso) que, la próxima vez que quisiera castigarse, tratase de aprender a jugar al golf, provocando su angustia y desesperación entre las risas contenidas de sus discípulos.
Pocos días después, ese mismo cirujano se halla en la consulta de la otorrino del hospital porque ha expectorado sangre y tiene un extraño picor en la garganta. Su rostro revela claramente su miedo, su confusión, su incomodidad y su desorientación. Cuando finalmente concluye la exploración, la otorrino le dice que tiene un tumor en las cuerdas vocales y le prescribe una biopsia y otras pruebas.
Cuando se aleja para dejar paso a la siguiente visita, escucha mascullar a la cirujana “¡Demasiado trabajo! ¡Parece que hoy va a ser un día muy atareado!”.
Éste fue el relato que me contó el difunto Peter Frost, profesor de ciencias empresariales que, después de haber sido paciente de un pabellón oncológico, emprendió una campaña para promover la compasión en el entorno hospitalario. Para Frost, resulta increíble que el entorno hospitalario no reconozca al ser humano y que la persona que está luchando por su vida se vea también obligada a luchar por su dignidad.
Con demasiada frecuencia, los engranajes de la maquinaria institucional que caracteriza a la medicina moderna acaban machacando a las personas. Hay quienes sostienen que, cuando el personal médico se deja el corazón en casa, la actitud mecanicista genera un sufrimiento “yatrogénico “innecesario. Aun en el caso de los moribundos, los mensajes insensibles del médico pueden, en ocasiones, provocar más sufrimiento emocional que la enfermedad misma.
Ese reconocimiento ha alentado la emergencia de un movimiento que aspira a una medicina “centrada en el paciente” o “centrada en la relación” que lleve el foco de la atención médica más allá del mero diagnóstico e incluya a la persona, mejorando así la calidad de la relación entre médico y paciente.
Este movimiento, que aspira a expandir la atención de la medicina a los ámbitos de la comunicación y la empatía, ilustra perfectamente la diferencia existente entre el modo en que deberían ser las cosas y la práctica real. El primer artículo del código deontológico de la American Medical Association aconseja al médico proporcionar un cuidado competente y compasivo. La mayoría de los programas académicos de las facultades de medicina incluyen un módulo sobre la relación entre paciente y médico y tanto los médicos como las enfermeras reciben rutinariamente cursos de reciclaje sobre habilidades interpersonales y de comunicación. Pero sólo en los últimos años, el examen final para recibir el título ha empezado a tener en cuenta, al menos en los Estados Unidos, la capacidad del médico para establecer el rapport y comunicarse adecuadamente con el paciente.
Parte del impulso que ha puesto en marcha este nuevo abordaje es de naturaleza defensiva. Tengamos en cuenta que, según cierto estudio publicado en el año 1997 en el Journal of the American Medical Association —muy controvertido por otra parte—, la causa fundamental de demandas por mala praxis no giran tanto en torno a errores médicos como a la falta de comunicación.
Los médicos menos demandados, por su parte, son los que establecen un mejor rapport con sus pacientes. Se trata de médicos que realmente ayudan a sus pacientes, médicos que comentan con ellos lo que pueden esperar de su visita o de su tratamiento y que mantienen con ellos algún tipo de contacto físico, que se sientan y también —no olvidemos la importancia que tiene el humor en el establecimiento de un rapport rápido e intenso— que se ríen con ellos. Pero lo más importante es que les piden su opinión, aclaran sus dudas y les alientan a hablar mostrando, en suma, no sólo interés en su diagnóstico, sino también en su persona.
Según el citado estudio, el tiempo es una variable muy importante, porque la duración media de las consultas de estos últimos médicos superaba en unos tres minutos y medio las de los más denunciados. Parece haber, pues, una relación inversamente proporcional entre la duración de la visita y la probabilidad de ser demandado. Para establecer un buen rapport se requiere tiempo, una observación ciertamente inquietante, dada la presión económica que sufren los médicos que les obliga a ver a más pacientes en menos tiempo.
Cada vez hay más evidencia científica de la importancia del rapport. Una revisión de las investigaciones realizadas al respecto ha puesto de relieve que los pacientes que consideran que su médico es empático y les proporciona información valiosa se sienten más satisfechos. Pero hay que aclarar que esa satisfacción no depende exclusivamente de los datos que el médico proporciona, sino también del modo en que lo hace. En este sentido, por ejemplo, el tono de voz interesado y emocionalmente comprometido parece conferir una mayor utilidad a las palabras del médico. Otro beneficio adicional del rapport es que, cuanto más satisfecho se halle el paciente con su médico, más recordará sus instrucciones y mejor, en consecuencia, las obedecerá.
Pero las ventajas del rapport no se limitan al ámbito estrictamente médico, sino que también son de índole manifiestamente económica. Al menos en los Estados Unidos, en donde el mercado es cada vez más competitivo, la “entrevista de salida” que tiene lugar cuando los clientes se dan de baja en un determinado seguro sanitario reveló que el 25 por ciento de ellos lo abandonaban porque «no les agradaba el modo en que se relacionaba con ellos el médico que les habían asignado».
La transformación del doctor Robin Youngson comenzó el mismo día en que tuvo que ingresar en el hospital con el cuello roto a su hija de cinco años. Durante tres interminables meses, él y su esposa acompañaron impotentes a su hija que, tumbada boca arriba, poco más podía hacer que contemplar el techo de la habitación.
Esa tribulación llevó al doctor Youngson, anestesiólogo de Auckland (Nueva Zelanda), a emprender una campaña para que el código de derechos de los pacientes incluyera también el de ser tratados de manera compasiva.
«He pasado la mayor parte de mi vida profesional —confiesa el doctor Youngson— reduciendo al ser humano que se hallaba frente a mí a una especie de “cultivo fisiológico’». Pero la experiencia de su hija le permitió según dice, “recuperar su humanidad” y darse cuenta de que esa actitud cosificadora desaprovecha el potencial curativo de la relación.
Es cierto que, en el estamento médico, también hay personas de buen corazón, pero lo cierto es que la cultura médica reprime —llegando incluso, con demasiada frecuencia, a destruir— el interés empático y convirtiendo al paciente no sólo en una víctima del tiempo y del dinero, sino también de lo que el doctor Youngson ha denominado «estilos disfuncionales de pensamiento y creencias de los médicos que se caracterizan por un reduccionismo lineal, una actitud crítica y pesimista y una gran intolerancia a la ambigüedad. Creemos, muy equivocadamente en mi opinión, que “el desapego clínico “es clave para aclarar la percepción».
Según el doctor Youngson, su profesión padece actualmente de una especie de impotencia aprendida y «hemos perdido la compasión». Desde su punto de vista, sin embargo, el enemigo no se encuentra tanto en los corazones de los médicos y de las enfermeras —porque, a su entender, sus colegas pueden ser muy amables— sino en la excesiva confianza que depositan en la tecnología médica. No es de extrañar, si a ello le añadimos la implacable fragmentación de la medicina que lleva a remitir al paciente de un especialista a otro y la creciente presión a que se ve sometido el personal de enfermería para que se ocupe cada vez de más pacientes, que éstos acaben viéndose obligados a asumir, independientemente de que estén o no preparados para ello, la supervisión última de su tratamiento.
La palabra “curación” [heal] se deriva de la antigua expresión inglesa hal, que significa “completar” o “remediar” Así pues, el verdadero significado del término “curación”va mucho más allá del simple hecho de poner fin a una determinada enfermedad e implica ayudar también a la persona a recuperar su bienestar emocional y su sensación de totalidad. Para “curar” , pues, los pacientes necesitan algo más que cuidados médicos... algo que resulta más accesible a la compasión que a la medicina y a la tecnología.
El diagrama de flujo del cuidado
Nancy Abernathy estaba impartiendo un seminario de habilidades interpersonales y toma de decisiones a alumnos de primer curso de medicina cuando se enteró de que su marido, de sólo cincuenta años, había muerto de infarto, en plenas vacaciones de inverno, mientras esquiaba campo a través en el bosque de detrás de su casa de Vermont.
Súbitamente viuda, Abernathy se vio obligada a cuidar de sus dos hijos adolescentes y compartió, durante el siguiente semestre, sus sentimientos de duelo y pérdida con sus alumnos, una realidad que se ven obligados a afrontar a diario los familiares de los pacientes fallecidos.
En un determinado momento, Abernathy confió a sus alumnos el miedo que tenía a impartir el mismo seminario al año siguiente, especialmente la clase en que los participantes tenían que llevar fotografías de su familia. ¿Qué fotografías —se preguntaba— llevaría ella y cuáles serían las penas que compartiría? ¿Cómo evitaría el llanto cuando tuviese que hablar de la muerte de su marido?
A pesar de ello, sin embargo, Abernathy aceptó encargarse del mismo seminario al año siguiente y se despidió de sus alumnos al finalizar el curso.
Cuando llegó el siguiente otoño y Abernathy entró a dar la temida clase descubrió sorprendida que el aula estaba ya parcialmente llena con sus antiguos alumnos, que habían acudido espontáneamente para ofrecerle su apoyo.
«Éste me parece un ejemplo perfecto de lo que realmente es la compasión —afirma Abernathy—, la simple conexión humana entre quien sufre y quien puede ayudar.»
Pero quienes desempeñan la misión de cuidar a los demás también necesitan, a su vez, ser cuidados. Es por ello que, en todas las organizaciones que se dedican al servicio, el cuidado que se prestan entre sí los miembros del personal influye directamente en la calidad de sus servicios.
Este tipo de cuidado, que constituye una versión adulta del fundamento seguro, puede observarse a diario en cualquier puesto de trabajo en las interacciones cotidianas alentadoras. Entre ellas cabe destacar el hecho de permanecer abierto, escuchar, atender una queja, mostrar respeto o valorar el trabajo realizado por otra persona.
Las personas que trabajan en profesiones de ayuda y carecen de un fundamento seguro son cada vez más susceptibles a la denominada “fatiga de la compasión” . El abrazo, la escucha atenta y la mirada empática son muy importantes pero, con demasiada frecuencia, se pierden en medio de la actividad frenética característica de cualquier entorno laboral dedicado al servicio. Pero la observación cuidadosa permite cartografiar el toma y daca del cuidado. En este sentido, las observaciones realizadas por William Kahn que, durante tres años, se dedicó a contemplar, desde una perspectiva antropológica, las pequeñas interacciones que cotidianamente tenían lugar entre los miembros de una organización dedicada al servicio social, le permitieron esbozar el diagrama de flujo virtual del cuidado. La organización en cuestión —que, como todas las organizaciones sin ánimo de lucro, disponía de pocos fondos y menos personal— se ocupaba de proporcionar a los niños sin hogar un voluntario adulto que desempeñase simultáneamente el papel de compañero, mentor y modelo de rol.
Kahn descubrió que las relaciones compasivas no son nada especial, sino que impregnan la vida cotidiana de cualquier puesto de trabajo. No es nada extraño que, cuando un nuevo trabajador social tiene que presentar un caso difícil en la reunión semanal, por ejemplo, los más experimentados —en un ejemplo claro del despliegue natural del cuidado— escuchen atentamente sus frustraciones, formulen preguntas, silencien las críticas y comenten lo interesante que les parece su trabajo.
En cierta reunión, sin embargo, en la que se suponía que la supervisora iba a presentar su caso más problemático, se despreocupó de su objetivo y, en lugar de ello, lanzó a un monólogo sobre los problemas administrativos que más le preocupaban.
Durante toda su presentación, la supervisora permaneció con la mirada fija en sus notas, evitando todo contacto visual, dejando muy pocas oportunidades para las preguntas, menos todavía para los comentarios y desentendiéndose por completo de lo que pensaran los trabajadores sociales. Tampoco mostró ningún interés por el exceso de trabajo que éstos se veían obligados a soportar y, cuando le formularon una pregunta sobre el programa, no supo qué responder. Bien podríamos decir que esa supervisora sacó un cero en cuidado.
Veamos ahora, empezando por arriba, el flujo del cuidado en esa misma organización. El director general contaba con el apoyo entusiástico del equipo directivo. El gerente, por ejemplo, le proporcionaba un fundamento seguro, escuchaba atentamente sus problemas y frustraciones, le ofrecía ayuda y le aseguraba que el equipo no le abandonaría y que dispondría de la autonomía que necesitara para hacer las cosas a su modo.