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Authors: Isaac Asimov
Sin embargo, en aquellos días, cuando la Ciencia se estaba desarrollando en Europa Occidental, no se prestó atención a los acontecimientos que ocurrían en el otro extremo del mundo. Pero entonces se produjo un desastre mucho más cerca de su hogar.
El 1.° de noviembre de 1755, un formidable terremoto —posiblemente, el más violento de los tiempos modernos— destruyó la ciudad de Lisboa, derribando todas las casas de la parte baja de la ciudad. Posteriormente, una enorme marea la barrió desde el Océano. Sesenta mil personas murieron, y la ciudad quedó convertida en un escenario dantesco.
El seísmo se dejó notar en un área de 1,6 millones de kilómetros cuadrados y causó importantes daños en Marruecos y Portugal. Debido a que era el día de Todos los Santos, la gente estaba en la iglesia, y se afirma que, en el sur de Europa, los fieles vieron cómo se balanceaban e inclinaban los candelabros en los templos.
El desastre de Lisboa causó una gran impresión en los científicos de aquel tiempo. Se trataba de una época optimista, en la que muchos pensadores creían que la nueva ciencia de Galileo y de Newton pondría en manos del hombre los medios para convertir la Tierra en un paraíso. Este desastre reveló que existían fuerzas demasiado gigantescas, imprevisibles, y en apariencia malignas, que se escapaban al dominio del hombre. El terremoto inspiró a Voltaire la famosa sátira pesimista
Candide
, con su irónico refrán de que «todo ocurre para lo mejor en este mejor de todos los mundos posibles».
Estamos acostumbrados a aceptar el hecho de la tierra firme trastornada por los efectos de un terremoto; pero también puede temblar, con efectos aún más devastadores, el fondo de los océanos. La vibración levanta enormes y lentas olas en el océano, las cuales, al alcanzar los bajíos superficiales en las proximidades de tierra firme, forman verdaderas torres de agua, que alcanzan alturas de 15 a 30 m. Si estas olas caen de improviso sobre zonas habitadas, pueden perecer miles de personas. El nombre popular de estas olas causadas por los terremotos es el de «desbordamientos de la marea», si bien se trata de un término erróneo. Pueden parecer enormes mareas, aunque sus causas son completamente distintas. Hoy se conocen con el nombre japonés de
tsunami
, denominación bien justificada, ya que las costas del Japón son especialmente vulnerables a tales olas.
Después del desastre de Lisboa, al que un
tsunami
contribuyó en parte, los científicos empezaron a considerar seriamente las causas de los terremotos. A este respecto, la mejor teoría aportada por los antiguos griegos fue la de Aristóteles, quien afirmaba que los temblores de tierra eran causados por las masas de aire aprisionadas en el interior de la Tierra, que trataban de escapar. No obstante, los sabios modernos sospecharon que podrían ser el resultado de la acción del calor interno de la Tierra sobre las tensiones operantes en el seno de las rocas sólidas.
El geólogo inglés John Michell —que había estudiado las fuerzas implicadas en la «torsión», utilizadas más tarde por Cavendish para medir la masa de la Tierra— sugirió, en 1760, que los movimientos sísmicos eran ondas emitidas por el deslizamiento de masas de rocas a algunos kilómetros de distancia de la superficie, y fue el primero en sugerir que los
tsunamis
eran el resultado de terremotos debajo del mar. A fin de estudiar con propiedad los terremotos, tenía que desarrollarse un instrumento para detectar y medir dichas ondas, lo cual no se consiguió hasta un siglo después del desastre de Lisboa. En 1855, el físico italiano Luigi Palmieri desarrolló el primer «sismógrafo» (del griego
seísmos
[agitación] y
grafo
[describir], o sea, «registro gráfico de terremoto»).
El invento de Palmieri consistió en un tubo horizontal vuelto hacia arriba en cada extremo y lleno en parte de mercurio. Cuando el suelo se estremecía, el mercurio se movía de un lado a otro. Naturalmente, respondía a un terremoto, pero también a cualquier otra vibración, como, por ejemplo, la de un carro traqueteando en una calle cercana.
Un mecanismo mucho mejor, y el antecesor de los que se han usado desde entonces, fue construido en 1880 por un ingeniero inglés, John Milne. Cinco años antes había ido a Tokyo para enseñar geología y mientras permaneció allí tuvo amplia oportunidad de estudiar los terremotos, que son muy corrientes en el Japón. Su sismógrafo fue el resultado de todo ello.
En su forma más simple, el sismógrafo de Milne consiste en un bloque de gran masa, suspendido, por un muelle relativamente débil, de un soporte fijado firmemente al suelo rocoso. Cuando la Tierra se mueve, el bloque suspendido permanece inmóvil, debido a su inercia. Sin embargo, el muelle fijado al suelo rocoso se distiende o se contrae en cierto grado, según el movimiento de la Tierra, movimiento que es registrado sobre un tambor, el cual gira lentamente mediante una plumilla acoplada al bloque estacionario, y que traza el gráfico sobre un papel especial. Hoy se utilizan dos bloques: uno, para registrar las ondas de los terremotos que cruzan de Norte a Sur, y el otro, para las de Este a Oeste. Actualmente, los sismógrafos más sensibles, como el de la Universidad de Fordham, utilizan un rayo de luz en vez de la plumilla, para evitar la fricción de ésta sobre el papel. El rayo incide sobre papel sensibilizado, y, luego el trazado se revela como una fotografía.
Milne se sirvió de este instrumento para fundar estaciones para el estudio de los terremotos y fenómenos afines en varias partes del mundo, particularmente en el Japón. Hacia 1900, ya estaban en funcionamiento trece estaciones sismográficas, y hoy existen más de 500, que se extienden por todos los continentes, incluyendo la Antártida. Diez años después de la instalación de las primeras, lo correcto de la sugerencia de Michell de que los terremotos son causados por ondas propagadas a través del cuerpo de la Tierra, fue algo que quedó muy claro.
Este nuevo conocimiento de los terremotos no significa que ocurran con menos frecuencia, o que sean menos mortíferos cuando se presentan. En realidad, los años 1970 han sido muy ricos en graves terremotos.
El 27 de julio de 1976, un terremoto destruyó en China una ciudad al sur de Pekín y mató unas 650.000 personas. Fue el peor desastre de esta clase desde el de Shensi cuatro siglos atrás. Se produjeron otros terremotos en Guatemala, México, Italia, las Filipinas, Rumania y Turquía.
Esos terremotos no significan que nuestro planeta se esté haciendo menos estable. Los métodos modernos de comunicación han hecho algo normal que nos enteremos de los terremotos ocurridos en cualquier parte, a menudo con escenas instantáneas tipo testigo ocular, gracias a la Televisión, mientras que, en tiempos anteriores (incluso hace sólo unas décadas), las catástrofes distantes quedaban sin informar y con carencia total de noticias. Y lo que es más, los terremotos es más probable que constituyan una mayor catástrofe en la actualidad que en otros tiempos anteriores (incluso hace un siglo), dado que hay más gente en la Tierra, atestada con mucha mayor intensidad en las ciudades, y porque las estructuras artificiales, vulnerables a los terremotos, son mucho más numerosas y costosas.
Todo ello constituyen razones para elaborar métodos que predigan los terremotos antes de que ocurran. Los sismólogos buscan cambios significativos. El terreno puede estar abombado en algunos lugares. Las rocas, apartarse o romperse, absorbiendo agua o dejándola rezumar, por lo que los ascensos y descensos en los pozos artesianos resultarían significativos. También pueden existir cambios en el magnetismo natural de las rocas o en la conductividad eléctrica.
Los animales, conscientes de pequeñas vibraciones o alteraciones en el medio ambiente, que los seres humanos están demasiado alterados para percatarse de ellos, pueden comenzar a reaccionar de una manera nerviosa.
En particular, los chinos han comenzado a reunir toda clase de informes de cualquier cosa inusual, incluso la pintura que se descascarilla, y se ha comentado que se predijo un terremoto, en el norte de China, el 4 de febrero de 1975. Por lo tanto, la gente abandonó sus hogares para dirigirse a campo abierto en las afueras de la ciudad, y miles de vidas se salvaron. Sin embargo, el más grave de los terremotos
no
fue previsto.
Existe también el asunto de que, aunque las predicciones pueden ser ahora más seguras, las advertencias tal vez hagan más daño que bien. Una falsa alarma perturbaría la vida y la economía, causando más estragos que un auténtico terremoto. Además, tras una o dos falsas alarmas, se ignoraría una previsión que sería correcta.
Se calcula que los terremotos más violentos liberan una energía igual a la de 100.000 bombas atómicas corrientes, o bien la equivalente a un centenar de grandes bombas de hidrógeno, y sólo gracias a que se extienden por un área inmensa, su poder destructor queda atenuado en cierta forma. Pueden hacer vibrar la Tierra como si se tratara de un gigantesco diapasón. El terremoto que sacudió a Chile en 1960 produjo en el Planeta una vibración de una frecuencia ligeramente inferior a una vez por hora (20 octavas por debajo de la escala media del do y completamente audible).
La intensidad sísmica se mide con ayuda de una escala, que va del O al 9 y en la que cada número representa una liberación de energía diez veces mayor que la del precedente. (Hasta ahora no se ha registrado ningún seísmo de intensidad superior a 9; pero el terremoto que se produjo en Alaska el Viernes Santo de 1964, alcanzó una intensidad de 8,5.) Tal sistema de medición se denomina «escala Richter» porque la propuso, en 1935, el sismólogo americano Charles Francis Richter.
Un aspecto favorable de los terremotos es que no toda la superficie de la Tierra se halla igualmente expuesta a sus peligros, aunque no constituya un gran consuelo para aquellos que viven en las regiones más expuestas.
Cerca del 80 % de la energía de los terremotos se libera en las áreas que bordean el vasto océano Pacífico. Otro 15 % lo hace en una faja que cruza el Mediterráneo, y que lo barre de Este a Oeste. Estas zonas de terremotos (véase la figura 4.2) aparecen estrechamente asociadas con las áreas volcánicas,
razón
por la cual se asoció con los movimientos sísmicos el efecto del calor interno.
Fig. 4.2. Los cinturones sísmicos de la Tierra. Estos siguen las zonas principales de la formación de nuevos sistemas montañosos.
Los volcanes son fenómenos naturales tan aterradores como los terremotos y mucho más duraderos, aunque sus efectos quedan circunscritos, por lo general, a áreas más reducidas. Se sabe de unos 500 volcanes que se han mantenido activos durante los tiempos históricos; dos terceras partes de ellos se hallan en las márgenes del Pacífico.
En raras ocasiones, cuando un volcán apresa y recalienta formidables cantidades de agua, desencadena tremendas catástrofes, si bien ocurre raras veces. El 26-27 de agosto de 1883, la pequeña isla volcánica de Krakatoa, en el estrecho entre Sumatra y Java, hizo explosión con un impresionante estampido que, al parecer, ha sido el más fragoroso de la Tierra durante los tiempos históricos. Se oyó a 4.800 km de distancia, y, desde luego, lo registraron también muy diversos instrumentos, diseminados por todo el Globo terráqueo. Las ondas sonoras dieron varias vueltas al planeta. Volaron por los aires 8 km
3
de rocas. Las cenizas oscurecieron el cielo, cubrieron centenares de kilómetros cuadrados y dejaron en la estratosfera un polvillo que hizo brillar las puestas de Sol durante varios años. El
tsunami
con sus olas de 30 m de altura, causó la muerte a 36.000 personas en las playas de Sumatra y Java. Su oleaje se detectó en todos los rincones del mundo.
Es muy probable que un acontecimiento similar, de consecuencias más graves aún, se produjera hace 3.000 años en el Mediterráneo. En 1967, varios arqueólogos americanos descubrieron vestigios de una ciudad enterrada bajo cenizas, en la pequeña isla de Thera, unos 128 km al norte de Creta. Al parecer estalló, como el Krakatoa, allá por el 1400 a. de J.C. El
tsunami
resultante asoló la isla de Creta, sede de una floreciente civilización, cuyo desarrollo databa de fechas muy remotas. No se recuperó jamás de tan tremendo golpe. Ello acabó con el dominio marítimo de Creta, el cual fue seguido por un período inquieto y tenebroso. Y pasarían muchos siglos para que aquella zona lograse recuperar una mínima parte de su pasado esplendor. La dramática desaparición de Thera quedó grabada en la memoria de los supervivientes, y su leyenda pasó de unas generaciones a otras, con los consiguientes aditamentos. Tal vez diera origen al relato de Platón sobre la Atlántida, la cual se refería once siglos después de la desaparición de Thera y la civilización cretense.
Sin embargo, quizá la más famosa de las erupciones volcánicas sea una bastante pequeña comparada con la de Krakatoa o Thera. Fue la erupción del Vesubio (considerado entonces como un volcán apagado) que sepultó Pompeya y Herculano, dos localidades veraniegas de los romanos. El famoso enciclopedista Cayo Plinio Secundo (más conocido como Plinio
el Viejo
) murió en aquella catástrofe, descrita por un testigo de excepción: Plinio
el Joven
, sobrino suyo.
En 1763 se iniciaron las excavaciones metódicas de las dos ciudades sepultadas. Tales trabajos ofrecieron una insólita oportunidad para estudiar los restos, relativamente bien conservados, de una ciudad del período más floreciente de la Antigüedad.