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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

Islas en el cielo (11 page)

BOOK: Islas en el cielo
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Cuando volví a abrirlos, el comandante hablaba por radio con el
Orson Welles
, explicando lo que había sucedido y aclarando sin ambage alguno lo que pensaba del señor Tex Duncan. Así terminó el trabajo de ese día, y pasó bastante tiempo antes de que volviéramos a ver al actor.

Poco después de este episodio se alejaron nuestros visitantes, internándose más en el espacio. El hecho de que estuviéramos en la oscuridad la mitad del tiempo, mientras pasábamos por el cono de sombra de la Tierra era un inconveniente grande para su trabajo. Aparentemente, no habían tenido en cuenta este detalle, y cuando volvimos a oír de ellos, se hallaban a unos quince mil kilómetros de distancia de la Tierra en una órbita levemente oblicua que los mantenía constantemente a la luz del sol.

Lamentamos que se alejaran, pues nos habían brindado un entretenimiento inesperado y todos estábamos ansiosos por ver en acción los famosos fusiles de rayos. Para sorpresa de todos, el grupo entero regresó eventualmente a la Tierra sin la menor novedad. Eso sí, todavía estamos esperando que estrenen la película.

Con ello terminó para Norman la adoración hacia su héroe. La foto de Tex desapareció de su armario y no volvimos a verla.

En mis andanzas había visitado ya casi todos los sectores de la estación en los que se permitía la entrada. El territorio prohibido incluía la planta de fuerza motriz —que era radiactiva, de modo que nadie podía entrar en ella—, los depósitos, vigilados por un fiero cuartelmaestre, y la cabina de mandos principal. Tenía muchos deseos de visitar este último lugar, pues era el «cerebro» de la estación y desde allí se mantenía contacto radial con todas las naves que se hallaban en aquella parte del espacio, así como con la Tierra. Hasta que consideraran todos que no sería una molestia, habría muy pocas posibilidades de que me dejaran entrar. Pero yo estaba decidido a hacerlo algún día, y al fin se me presentó la oportunidad deseada.

Una de las tareas de los aprendices menores era la de llevar café y algún sandwich al oficial de servicio a cierta hora de su guardia. Esto ocurría siempre que la estación cruzaba el Meridiano de Greenwich. Como tardábamos cien minutos exactos en dar una vuelta completa alrededor de la Tierra, todo se basaba en este intervalo, y nuestros relojes estaban arreglados para marcar la hora local en este momento. Al cabo de un tiempo se acostumbraba uno a calcular el tiempo mirando simplemente a la Tierra y viendo el continente sobre el que cruzábamos.

El café, como todos los líquidos, se llevaba en recipientes cerrados y había que beberlos sorbiéndolos por un tubito de plástico, ya que, no existiendo la gravedad, no era posible verterlos. Se llevaban a la cabina en un armazón con agujeros pequeños en los que se alojaban los recipientes, y su llegada era muy bien recibida por el personal de guardia, salvo cuando estaban ocupados en alguna emergencia y no podían prestar atención a nada que no fuera su trabajo.

Necesité apelar a toda mi persuasión antes de conseguir que Tim Benton me eligiera para aquella tarea. Le hice ver que así dejaba libres a otros muchachos para que atendieran ocupaciones más importantes, a lo cual replicó que eran muy pocas las cosas que les gustaba hacer. No obstante, al fin cedió a mis ruegos.

De acuerdo con las instrucciones recibidas, me detuve frente a la puerta de la cabina de mandos en el momento en que la estación pasaba sobre el Golfo de Guinea e hice sonar la campanilla que llevaba.

—¡Adelante! —gritó desde adentro el oficial de guardia.

Pasé con mi bandeja y me puse a repartir los alimentos y las bebidas. El último recipiente llegó a su consumidor cuando estábamos pasando por sobre la costa africana.

Deben haber sabido que iría yo, pues nadie se sorprendió al verme. Como debía quedarme a llevar los recipientes vacíos, tuve oportunidad de sobra para estudiar la cabina. La misma estaba escrupulosamente limpia, tenía techo abovedado y un amplio panel de cristal que la rodeaba por completo. Además del oficial de guardia y su ayudante, se hallaban allí varios operadores de radio y otros hombres que atendían aparatos que no reconocí. Por todas partes había perillas y pantallas de televisión; vi también luces que se encendían y apagaban continuamente; sin embargo reinaba el silencio en el recinto. Los hombres sentados a sus escritorios tenían auriculares sujetos a las orejas y micrófonos de garganta, de modo que podían hablar sin molestar a los otros. Me resultó fascinante ver trabajar a aquellos expertos en sus respectivas tareas, dirigiendo naves que estaban a miles de kilómetros de distancia, hablando con otras estaciones espaciales y atendiendo los numerosos instrumentos de los que dependían nuestras vidas.

El oficial de guardia estaba sentado en un amplio escritorio sobre el que brillaban numerosas luces de colores. Bajo la cubierta de cristal del mismo veíase una representación de la Tierra, la órbita de otras estaciones y la ruta seguida por las naves siderales en nuestro sector del espacio. De vez en cuando decía algo en voz baja, moviendo apenas los labios, y me daba cuenta yo de que su orden contenía el avance de algún navío que se aproximaba o indicábale que podía tomar contacto con la estación.

No me atreví a quedarme allí una vez que hube cumplido mi labor; pero el día siguiente se me presentó otra oportunidad, y como no había mucho trabajo, uno de los ayudantes tuvo la gentileza de mostrarme las maravillas del lugar… Me permitió escuchar algunas de las conversaciones radiales y me explicó el funcionamiento del gran panel de cristal. Sin embargo, lo que más me impresionó fué el reluciente cilindro de metal cubierto de perillas y luces de colores que ocupaba el centro de la cabina.

—Éste es CAOV —me dijo mi guía en tono de orgullo.

—¿Cómo? —inquirí.

—Son las iniciales de Computador Automático de Órbitas de Viaje.

Acto seguido se volvió hacia el operador.

—¿En qué lo tienes ahora? —preguntó.

El otro dio una respuesta que consistía principalmente de fórmulas matemáticas, aunque alcancé a captar la palabra «Venus».

—Bien. Supongamos que quisiéramos partir hacia Venus dentro de cuatro horas —dijo mi guía, y se puso a tocar las perillas del impresionante aparato.

Esperé que CAOV comenzara a zumbar y gruñir, mas lo único que sucedió fué que unas cuantas de sus luces cambiaron de color. Luego, pasados unos diez segundos, oí dos campanillazos suaves y por una ranura vi salir una cinta de papel cubierta de cifras impresas.

—Aquí tienes todo lo que se necesita saber. Dirección en que se debe apuntar la nave, elementos orbitales, tiempo de viaje y hora en que ha de comenzarse a frenar. ¡Lo único que te hace falta es un navío sideral!

Me pregunté cuántos centenares de cálculos habría hecho el cerebro electrónico en aquellos breves segundos. Sin duda alguna, el viajar por el espacio era algo muy complicado, tanto así que a veces me deprimía pensar en ello. Al ocurrírseme esta idea recordé que aquellos hombres no parecían ser mucho más inteligentes que yo; la única diferencia que había era que poseían muchos más conocimientos. Si uno trabajaba duro y estudiaba mucho, podría aprender tanto como ellos.

Mi estada en la Estación Interior se acercaba ya a su fin, aunque no de la manera que era de esperar. Habíame acostumbrado a la rutina tranquila de aquella vida, respecto a la cual me explicaron que allí arriba no ocurría nunca nada, y que si deseaba emociones debería haberme quedado en la Tierra. Esto me resultó un tanto decepcionante, pues abrigaba la esperanza de que sucediera algo fuera de lo común mientras me hallaba yo allí, aunque no podría imaginar qué podría pasar. Empero, resultó que muy pronto se cumplieron mis deseos.

Pero antes de tocar el punto, veo que tendré que decir algo respecto a las otras estaciones espaciales, las que no he mencionado hasta el momento.

La nuestra, situada sólo a ochocientos kilómetros de altura, era la más próxima a la Tierra; pero había otras que cumplían funciones igualmente importantes y estaban a distancias mucho mayores. Cuanto más lejos se hallaban, tanto más tiempo tardaban en completar su rotación alrededor del planeta. Nuestro «día» duraba sólo cien minutos; pero las estaciones más alejadas de todas tardaban veinticuatro horas en circundar su órbita, dando así los curiosos resultados que mencionaré más tarde.

Tal como he explicado, el propósito a que estaba destinada la Estación Interior era el de servir de punto de abastecimiento y empalme para los navíos del espacio que llegaban y salían. Para este fin era necesario que estuviera lo más cerca posible de la Tierra. Más abajo de los ochocientos kilómetros hubiera sido poco práctico, ya que los últimos restos de aire de la atmósfera habrían quitado a la estación parte de su velocidad y terminado por provocar su caída final.

Por otra parte, las estaciones meteorológicas debían estar situadas lo bastante lejos como para que desde ellas se pudiera ver la mayor parte posible del planeta. Había dos de ellas a diez mil kilómetros de altura, y ambas daban la vuelta al mundo en seis horas y media. A semejanza de la nuestra, viajaban sobre el Ecuador. Por este motivo, aunque podían ver mucho más hacia el norte y el sur, las regiones polares presentábanse para ellas muy distorsionadas o fuera del radio visual. Por esto existía la Estación Meteorológica Polar, la que, a diferencia de todas las otras, recorría una órbita que pasaba sobre los polos. Estas tres estaciones podían así observar el tiempo constantemente en todo el planeta.

También se llevaban a cabo en ellas cuidadosas observaciones astronómicas. Habíanse construido grandes telescopios que flotaban en una órbita libre en la que su peso no sería obstáculo alguno.

Más allá de las Estaciones Meteorológicas, a veinticinco mil kilómetros de altura, se hallaban los laboratorios biológicos y el famoso Hospital del Espacio. En ellos se efectuaban investigaciones sobre los efectos de la gravedad cero y podía tratarse allí muchas enfermedades que eran incurables en la Tierra. Por ejemplo, el corazón no necesitaba esforzarse tanto para gobernar la circulación de la sangre, de modo que descansaba de una manera imposible de lograr en la Tierra.

Finalmente, a treinta y cinco mil kilómetros de altura, estaban las grandes Estaciones Electrónicas, las que tardaban un día exacto en dar una vuelta completa a su órbita. Por consiguiente, parecían estar siempre fijas sobre los mismos puntos del planeta. Unidas por ondas radiales, proveían servicios de televisión a toda la Tierra, así como también radio y teléfono.

Una estación que servía a las Américas, estaba en la latitud 90º Oeste. Otra, en 30º Este, cubría Europa y África. La tercera, en 150º Este, servía toda el área del Pacífico. No había lugar alguno de la Tierra donde no se pudiera sintonizar una u otra de estas emisoras. Y una vez que dirigía uno su antena correctamente, no volvía a presentarse la necesidad de cambiarla de nuevo. El sol, la Luna y los planetas podían elevarse y ponerse, pero las tres Estaciones Electrónicas jamás se movían de sus posiciones en el cielo.

Las diversas órbitas estaban unidas por un servicio especial de cohetes pequeños que efectuaban viajes a intervalos poco frecuentes. En total había poco tráfico entre ellas, ya que la mayor parte de sus negocios se hacían directamente con la Tierra. Al principio abrigué la esperanza de visitar algunos de nuestros vecinos, pero no tardé en comprender que esto sería imposible. Estaba destinado a regresar a casa al cabo de la semana y en ese lapso no había espacio disponible en ninguno de los transportes. Aunque lo hubiera habido, se me señaló que existían cargas mucho más valiosas para transportar.

Me hallaba en el
Estrella Matutina
, observando a Ronnie Jordan dar los últimos toques a un hermoso modelito de nave espacial, cuando llamaron por radio. Era Tim Benton, de servicio en la estación, y parecía muy alterado.

—¿Eres tú, Ron? ¿Alguien más allí? ¿Sólo tú? Bueno, no importa; escucha esto que es muy importante.

—Habla —contestó Ron.

Ambos nos sentimos muy sorprendidos, pues era la primera vez que Tim perdía su calma proverbial.

—Tenemos que usar el
Estrella Matutina
. He prometido al comandante que estará lista en tres horas.

—¿Qué? —exclamó Ronnie—. ¡No lo creo!

—No hay tiempo para discutir; ya te lo explicaré después. Los otros irán en seguida en sus trajes espaciales, ya que ustedes tienen allí al
Alondra
. Ahora bien, haz una lista de lo que voy a dictarte y pon manos a la obra.

Durante los veinte minutos siguientes estuvimos ocupadísimos constatando el funcionamiento de los mandos. No imaginábamos lo que había sucedido, pero el trajín no nos permitió pensar mucho en ello. Por fortuna conocía yo tan bien el interior del
Estrella Matutina
que pude ayudar bastante a Ronnie, dictándole la lectura de los medidores y haciendo otras cosas igualmente útiles.

Poco después oímos un golpe y en seguida entraron tres de nuestros amigos cargados con baterías y herramientas eléctricas. Habían hecho el viaje en uno de los cohetes tractores que se emplean para trasladar naves y mercaderías de un lado a otro de la estación. Con ellos llevaban dos tambores llenos del combustible necesario para llenar los tanques auxiliares. Ellos nos contaron cuál era la novedad.

Tratábase de un caso de urgencia. Uno de los pasajeros del navío que efectuaba el servicio entre Marte y la Tierra acababa de enfermar repentinamente y era necesario que lo operaran antes de que hubieran transcurrido diez horas más. La única posibilidad de salvarle la vida residía en llevarle al Hospital del Espacio; pero, por desgracia, no había naves disponibles para efectuar el viaje, ya que todas las de la Estación Interior estaban en reparaciones y necesitarían un día entero para poder navegar.

Fué Tim quien convenció al comandante de que nos diera oportunidad de emplear el
Estrella Matutina
, señalándole que el navío estaba bien cuidado y que los requerimientos para un viaje al hospital no eran demasiado exigentes. Sólo se necesitaría una cantidad pequeña de combustible y ni siquiera tendrían que emplear los motores principales; todo el viaje podría hacerse con los cohetes auxiliares.

Como no se le ocurrió otra alternativa, el comandante debió acceder, luego de estipular ciertas condiciones. Tendríamos que llevar al
Estrella Matutina
hasta la estación por nuestros propios medios a fin de que se la abasteciera de combustible. Además, sería
él
quien lo pilotearía.

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