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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

Islas en el cielo (2 page)

BOOK: Islas en el cielo
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Elmer me lanzó una mirada llena de suspicacia. Calmóse luego e inquirió:

—Dime, Roy, ¿Tu padre es abogado?

—No, señor —respondí.

Naturalmente, podría haber agregado: «Pero mi tío Jim sí lo es». Mas decidí no hacerlo; bastante lío había ya.

Elmer hizo algunas tentativas más para lograr que cambiara de opinión, mas no le di el gusto. Corría el tiempo y el público estaba de mi parte, de modo que se rindió al fin, diciendo en tono risueño:

—Se ve que eres un joven muy decidido. Comoquiera que sea, has ganado el premio, y parece que de ahora en adelante tendrán que aclarar el caso los abogados. Espero que quede algo para ti una vez que se aclare la parte legal del asunto.

La misma esperanza abrigaba yo.

Naturalmente, Elmer estaba acertado al pensar que el plan no lo había ideado yo solo. Mi tío Jim, que es consejero legal de una gran empresa productora de energía atómica, atisbó la oportunidad poco después que empecé a intervenir en el certamen. Me indicó entonces lo que debía decir, asegurándome que la World Airways no podría librarse del compromiso. Aunque les fuera posible hacerlo, eran tantas las personas que habían presenciado la audición que se perjudicarían mucho al intentarlo. «Insiste en tu pedido», habíame dicho, «y no aceptes nada hasta que hayas hablado conmigo».

Mis padres estaban muy molestos por el asunto. Habían presenciado la audición y se dieron cuenta de lo sucedido no bien comencé yo a discutir. Papá telefoneó en seguida a tío Jim para reñirle —según me enteré después—, pero ya era demasiado tarde para volverse atrás.

La verdad es que desde que tengo uso de razón había anhelado viajar por el espacio. Ahora contaba dieciséis años y era bastante alto y robusto para mi edad. Había leído todo lo que pude sobre aviación y astronáutica, visto todas las películas y teleproyecciones del espacio, decidiendo que algún día sería yo quien viera la Tierra perdiéndose a la distancia. Había hecho modelitos de naves espaciales y colocado en ellas cohetes para impulsarlas. En mi habitación tenía centenares de fotografías, no sólo de casi todas las naves conocidas, sino también de todos los lugares importantes de los planetas principales.

A mis padres no les incomodó mi interés por estas cosas, y siempre creyeron que con el tiempo se me pasaría el entusiasmo.

—Mira a Joe Donovan —solían decirme. (Joe es el dueño del taller de reparaciones de helicópteros)—. Él quería ser colono en Marte cuando contaba tu edad. La Tierra no le bastaba. Pues bien, jamás ha llegado ni a la Luna, ni creo que lo haga nunca. Aquí es completamente feliz.

De esto no estaba yo muy seguro. Había visto a Joe mirar hacia el cielo cada vez que veía ascender una nave-cohete hacia la estratosfera, y a veces me pareció que hubiera sido capaz de sacrificarlo todo para ir en una de ellas.

Tío Jim, hermano de papá, era el que realmente comprendía mi estado de ánimo. Él había estado dos o tres veces en Marte, una vez en Venus y viajado a la Luna con gran frecuencia. Tenía un trabajo especial y hasta le pagaban para efectuar aquellos viajes. Por eso temo que se le considerara una influencia poco recomendable para mí.

Tuve noticias de la World Airways una semana después de haber ganado el certamen. Se mostraron fríamente corteses y me informaron que concordaban en que las cláusulas del reglamento me permitían hacer el viaje a la Estación Interior. Empero, había dos condiciones: Primeramente debía obtener el consentimiento de mis padres, y luego someterme al examen médico acostumbrado para las personas que componen las tripulaciones de naves espaciales.

Mis padres se portaron muy bien; aunque seguían fastidiados, no quisieron interponerse en mi camino. Al fin y al cabo, los viajes por el espacio no eran muy peligrosos, y en realidad no me iría más que a unos centenares de kilómetros de la capa atmosférica. Estoy seguro de que la World Airways esperaba que se negaran a concederme el permiso.

Quedó, pues, el segundo obstáculo que era el examen médico. No me pareció justo que me obligaran a someterme a él; a juzgar por lo que decían, era muy difícil, y si fracasaba no me sería posible efectuar el viaje.

El lugar más próximo en el que tomaban estos exámenes era el Departamento de Medicina del Espacio, en el Hospital Johns Hopkins, de modo que tendría que hacer un vuelo de una hora en el cohete Kansas-Washington y un par de viajes en helicóptero. Aunque no era esto una novedad para mí, sentíame tan entusiasmado que me pareció una gran experiencia. En cierto modo lo era realmente, pues se me abrirían nuevos horizontes si todo salía bien.

Ya tenía listo mi equipaje desde la noche anterior, aunque estaría alejado de mi hogar apenas unas horas. El tiempo se presentaba sereno, de modo que me llevé afuera mi telescopio para echar un vistazo a las estrellas. No es un gran instrumento el mío —apenas un par de lentes en un tubo de madera— pero lo había hecho yo mismo y estaba orgulloso de él, ya que me permitía ver las montañas más altas de la Luna así como los anillos de Saturno y los satélites de Júpiter.

Empero, aquella noche buscaba otra cosa, algo más difícil de localizar. Conocía su órbita aproximada, ya que había hecho las averiguaciones necesarias en el club astronómico local. Así, pues, situé el telescopio con gran cuidado y me puse a observar las estrellas hacia el lado del sudoeste, consultando de tanto en tanto el mapa que tenía preparado.

La búsqueda me llevó quince minutos. En el campo visual del instrumento había un puñado de estrellas…, y algo más que no lo era. A duras penas pude ver el diminuto cuerpo de forma oval, demasiado pequeño para que se notaran sus detalles. Relucía brillantemente a la luz cegadora del Sol, fuera de la sombra de la Tierra, y se movía con rapidez. Un astrónomo del siglo anterior hubiérase asombrado al verlo, ya que era algo nuevo en el cielo. Tratábase de la Estación Meteorológica Número Dos, situada a diez mil kilómetros de altura, en cuya órbita daba la vuelta alrededor de la Tierra cuatro veces por día. La Estación Interior se hallaba demasiado al sur para ser visible desde la latitud en que me encontraba; era necesario vivir cerca del Ecuador para ver brillar en el cielo aquella «estrella» que era la más reluciente y la más veloz de todas.

Traté de imaginar qué impresión se experimentaría al estar en aquella burbuja flotante, rodeado por la inmensidad del espacio. En ese mismo momento los hombres de ciencia que se hallaban en ella debían estar mirando hacia abajo, tal como miraba yo hacia ellos. Me pregunté qué vida harían…, y recordé que con un poco de suerte podría saberlo por experiencia propia.

El diminuto disco brillante que estaba observando adquirió de pronto un tono anaranjado que se trocó luego en rojo para desaparecer poco a poco a la manera de un rescoldo que se apaga. En pocos segundos desapareció por completo, aunque las estrellas seguían luciendo como siempre en el campo visual del telescopio. La Estación Meteorológica Número Dos había entrado en el cono de sombra de la Tierra y permanecería en eclipse hasta emerger nuevamente, al cabo de una hora, por el sector sudeste. Era de «noche» a bordo de la Estación Espacial, tal como lo era en la Tierra. Con un suspiro, guardé el telescopio y me fuí a la cama.

Al este de la ciudad de Kansas, donde tomé el cohete para Washington, la tierra se extiende en un llano de ochocientos kilómetros hasta llegar a las Apalaches. Un siglo antes habría volado sobre millones de acres de tierras cultivadas; mas todo aquello desapareció cuando se trasladó al mar la agricultura mundial a fines del siglo veinte. Ahora volvían a reverdecer las antiguas praderas y con ellas reaparecían los numerosos rebaños de bisontes que vagaran por nuestro oeste cuando los indios eran amos y señores de aquellas tierras. Las principales ciudades industriales y centros mineros no habían cambiado mucho; pero habían desaparecido ya los pueblos más pequeños, y en pocos años no quedarían señales de su existencia.

Creo que cuando ascendí la ancha escalinata del Departamento de Medicina del Espacio me sentía mucho más nervioso que cuando intervine en la final del certamen de la World Airways. De haber fracasado en el torneo, podría habérseme presentado una segunda oportunidad; mas si los médicos decían que no, jamás podría viajar por el espacio.

Me sometieron a pruebas físicas y psicológicas. Tuve que hacer toda clase de cosas tontas, como correr sobre una plataforma movible mientras contenía la respiración, tratar de oír sonidos muy leves en una cámara a prueba de ruidos e identificar luces de colores apenas visibles. En una oportunidad ampliaron el sonido que producía el palpitar de mi corazón por lo menos mil veces. Me emocioné un poco al oírlo, pero los doctores dijeron que no tenía importancia mi reacción.

Todos ellos parecían muy amables, y al cabo de un rato tuve la impresión de que estaban de mi parte y se esforzaban por ayudarme. Naturalmente, esto me resultó muy útil y a poco me hice la idea de que aquello no era más que un juego.

Cambié de opinión luego de una prueba en la que me sentaron dentro de un cajón al que hicieron girar en todas direcciones. Cuando salí me descompuse y no pude tenerme de pie. Fué éste el peor momento para mí, pues estaba seguro de haber fracasado. Pero en realidad no era así; si no me hubiera descompuesto me habrían rechazado de plano.

Luego de todo esto me dejaron descansar una hora antes de someterme a las pruebas psicológicas. Éstas no me preocuparon mucho, pues ya las conocía. Me dieron a resolver cuatro rompecabezas y a responder varias series de preguntas, así como algunas pruebas para demostrar la rapidez de mi vista y los movimientos de las manos. Finalmente me colocaron en la cabeza un casquete con gran cantidad de cables y me condujeron a un corredor angosto y oscuro en cuyo extremo opuesto había una puerta cerrada.

—Escúchame bien, Roy —dijo el especialista que me sometía a estas pruebas—. Cuando salga yo se apagarán las luces. Quédate aquí hasta que recibas más instrucciones; luego haz exactamente lo que te indiquen. No te preocupes por los cables; te seguirán a medida que avances. ¿Estamos?

—Sí, señor —repuse, preguntándome qué estaría por suceder.

Se apagaron las luces y estuve unos minutos en la oscuridad más completa. Después apareció un rectángulo de luz roja apenas visible y me hice cargo de que se estaba abriendo la puerta del otro extremo, aunque no pude oír ningún sonido. Me esforcé en ver qué había más allá de la abertura, mas la iluminación era demasiado débil.

Sabía que los cables fijados al casquete registraban los impulsos de mi cerebro, razón por la cual decidí mantenerme sereno. A poco oí que me decían por un altavoz invisible:

—Pasa por la puerta que ves delante de ti y detente no bien estés del otro lado.

Obedecí la orden, aunque no me resultó fácil avanzar con derechura en la penumbra y con aquellos cables que arrastraba a mis espaldas. No oí el ruido de la puerta; pero me hice cargo de que se había cerrado, y al tender la mano hacia atrás me di cuenta de que estaba más allá de una pulida superficie de plástico. Ahora era completa la oscuridad, pues se había apagado también la lucecilla roja.

Tuve la impresión de que transcurría un lapso muy largo antes de que sucediera nada. Debo haber estado de pie en la oscuridad durante casi diez minutos, esperando la orden siguiente. Silbé por lo bajo una o dos veces para ver si había algún eco que me indicara la amplitud del recinto. Aunque no pude estar seguro de ello, tuve la impresión de que era muy grande.

Sin aviso alguno se encendieron las luces, aunque no de manera súbita, lo que me hubiera cegado, sino paulatinamente y en tres o cuatro segundos. Pude ver perfectamente lo que me rodeaba y no me avergüenza decir que lancé un grito.

Me encontraba en una habitación normal en todo sentido menos en uno. Había una mesa con algunos papeles encima, tres sillones, una biblioteca contra una pared, un escritorio y un receptor de televisión. El sol parecía brillar por la ventana, cuyas cortinas se agitaban levemente a impulsos de la brisa. En el momento en que se encendían las luces abrióse la puerta y entró un hombre que recogió un diario de sobre la mesa y fué a sentarse en uno de los sillones. Estaba por empezar a leer cuando miró hacia arriba y me vió. Digo que miró «hacia arriba» y así es, pues esto es lo que tenía de raro aquella habitación. No me hallaba yo parado en el suelo, allí con los sillones y otros muebles. Estaba a cuatro metros de altura, atontado por el miedo y aplastado contra el «cielo raso», sin medio alguno de sostén ni nada a la vista que me sirviera para asirme. Traté de tomarme de la pulida superficie que tenía a la espalda, pero era tan resbaladiza como un cristal. No había manera de impedir la caída, y el piso parecía ser muy duro y estar a gran distancia.

2. Fuera de la Tierra

La caída no se produjo y el momento de pánico pasó en seguida. Aquello era una ilusión, pues el piso estaba firme bajo mis pies aunque mis ojos dijeran otra cosa. Dejé de aferrarme a la puerta por la que había entrado, aquella puerta que mi vista me decía estaba en el techo.

Naturalmente, era algo tan absurdo que resultaba sencillo. La habitación que parecía estar abajo la veía en realidad reflejada en un gran espejo situado frente a mí y situado a un ángulo de cuarenta y cinco grados de la vertical. Me encontraba parado a un extremo de una alta habitación que estaba «doblada» horizontalmente en ángulo recto; pero debido al espejo era casi imposible darse cuenta de esto.

Me puse sobre manos y rodillas y avancé a gatas. Me exigió esto el empleo de toda mi fuerza de voluntad, pues los ojos seguían diciéndome que me estaba arrastrando hacia abajo por el costado de una pared vertical. No tardé mucho en detenerme y mirar por sobre el borde. Allí abajo, realmente
abajo
, estaba la habitación que había visto poco antes. El hombre sentado en el sillón me miraba sonriente, como diciéndome: «Te dimos un buen susto, ¿eh?». Por supuesto, le veía perfectamente bien reflejado en el espejo que tenía delante.

Se abrió entonces la puerta a mis espaldas y entró el psicólogo con una larga tira de papel en la mano. Al mostrármela dejó escapar una risita.

—Ya tenemos grabadas todas tus reacciones —me dijo—. ¿Sabes cuál es el objeto de esta prueba?

—Me lo figuro —repuse—. ¿Es para descubrir cómo reacciono al cambiar las condiciones de gravedad a que estoy acostumbrado?

—Así es. Lo llamamos prueba de orientación. En el espacio no existe la gravedad, y algunas personas no pueden acostumbrarse a ello. Esta prueba elimina a casi todos los postulantes.

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