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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

Islas en el cielo (4 page)

BOOK: Islas en el cielo
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—Debe ser el
Alfa Centauro
que va rumbo a Venus —me informó—. Es un buen navío, pero ya deberían retirarlo del servicio; está muy viejo. Ahora déjame atender al aterrizaje; éste es uno de los trabajos que no hace el mando automático.

La Estación Interior se hallaba a pocos kilómetros de distancia cuando empezamos a frenar. Se oyó un silbido agudo proveniente de los cohetes direccionales situados en la proa y por un momento volví a experimentar la sensación de peso. Esto duró unos segundos; luego adquirimos la misma velocidad que los otros satélites flotantes de la estación y nos unimos a ellos.

Cuidándome de pedir permiso al piloto, me levanté del asiento y fui de nuevo hacia la ventanilla. La Tierra estaba ahora del otro lado de la nave y me encontré mirando a las estrellas y la estación espacial. Era tan impresionante el espectáculo que lo contemplé un minuto entero antes de que mi cerebro asimilara las sensaciones que le telegrafiaban mis órganos visuales. Ahora comprendía el propósito de la prueba de orientación a la que me sometieran los médicos.

Mi primera impresión fué que reinaba allí el caos más completo. Flotando en el espacio, a uno o dos kilómetros de nuestra nave, vi un gran enrejado abierto compuesto de delgadas vigas metálicas que le daban el aspecto general de un disco chato. En diversos puntos de su superficie había edificios esféricos de diverso tamaño que se comunicaban unos con otros por medio de tubos lo bastante amplios como para permitir el tránsito de seres humanos. En el centro del disco vi la esfera más grande de todas. Noté en ella numerosos ojos de buey y muchísimas antenas radiales que sobresalían en todas direcciones.

Unidos a diversos puntos del enorme disco vi varios navíos espaciales, algunos de ellos casi completamente desmantelados. La primera impresión que daban era la de ser moscas atrapadas en una gigante telaraña. Trabajaban en ellos varios hombres vestidos con trajes espaciales y de tanto en tanto me encandilaba el reflejo de las soldadoras eléctricas.

En el espacio, alrededor de la estación, flotaban otras naves sin orden ni concierto. Algunas tenían líneas aerodinámicas y eran aladas como la que me llevara hasta allí desde la Tierra. Otras eran las verdaderas naves del espacio, armadas allí fuera de la atmósfera y diseñadas para transportar cargas entre uno y otro planeta sin aterrizar jamás en ellos. Eran artefactos raros, no muy sólidos, por lo general con una cámara esférica en la que se alojaban la tripulación y pasajeros, y enormes tanques para el combustible. Naturalmente, no tenían líneas aerodinámicas: las cabinas, tanques y motores estaban unidas sencillamente por medio de delgadas pértigas de metal. Al observar aquellos navíos no pude menos que pensar en las anticuadas revistas en las que una vez había visto representadas gráficamente las ideas que tenían nuestros abuelos acerca de las naves del espacio. Las mostraban largas y afiladas, muy semejantes a proyectiles dotados de aletas. Los artistas que trazaron aquellos dibujos se habrían sorprendido mucho ante la realidad, y es posible que no reconocieran en aquellos extraños objetos a las naves siderales tan comunes para nosotros.

Me estaba preguntando cómo entraríamos en la estación cuando vi presentarse algo en mi radio visual. Era un cilindro apenas lo bastante espacioso como para dar cabida a un hombre, cuya cabeza vi a través del panel de plástico transparente que cubría un extremo del aparato. Del cuerpo del cilindro proyectábanse largos brazos articulados y por detrás llevaba a la zaga un delgado cable. Alcancé a atisbar la leve estela nebulosa del escape del diminuto motor que impulsaba a aquella nave espacial en miniatura.

El piloto del artefacto debió haber visto que le miraba, pues me sonrió al pasar. Un momento más tarde resonó un golpe alarmante contra el casco de nuestra nave y mi compañero de viaje rompió a reír al notar el susto que me llevaba.

—No es más que el cable de remolque que acaban de fijar. Empezaremos a movernos dentro de un momento.

Sentí un tirón y la nave rotó lentamente hasta quedar paralela al gran disco de la estación. El cable magnético había sido fijado a la parte central del casco y de la estación nos acercaban como un pescador que recoge la línea con su pez. Vi que el piloto oprimía un botón en el tablero de instrumentos y se oyó el zumbar de motores al descender el tren de aterrizaje. Era esto algo que jamás hubiera esperado yo que se usara en el espacio, más en seguida comprendí lo acertado del método, ya que los amortiguadores absorberían el suave impacto al tocar el navío la estación.

Nos acercaron con tal lentitud que el breve viaje insumió casi diez minutos, tras de lo cual sintióse un leve impacto cuando «tocamos tierra» y llegamos a destino.

—Bien —rió el piloto—, espero que te haya gustado el viaje. ¿O hubieras querido que fuera más emocionante?

Le miré con recelo, mientras me preguntaba si se estaría burlando de mí.

—Gracias, pero fué bastante emocionante. ¿Qué otras emociones podría haberme brindado?

—Pues, unos cuantos meteoros, un ataque de piratas, una invasión procedente de los confines de la galaxia o alguna otra de las cosas que se leen en las revistas.

—No leo más que los libros serios como la
Introducción de la Astronáutica
, de Richardson, o
Naves Espaciales Modernas
, de Maxwell.

—No te creo —replicó de inmediato—. Por lo menos yo leo revistas e historietas, y estoy seguro de que tú también lo haces. Te aseguro que no me engañas.

Naturalmente, estaba acertado, y fué aquélla una de las primeras lecciones que aprendí en la estación. Todos los que se encuentran en ella ban sido elegidos tanto por su inteligencia como por sus conocimientos técnicos y saben descubrir una mentira de inmediato.

Me estaba preguntando cómo íbamos a salir de la nave cuando oí una serie de golpes y rasguños en la cámara de compresión que sirve de entrada y salida. Poco después sé oyó el silbar del aire que escapaba y casi en seguida un ruido sibilante que era la puerta interior que se abría.

—Recuerda lo que te recomendé acerca de no hacer movimientos bruscos —me dijo el piloto, mientras tomaba su cuaderno de bitácora—. Lo más conveniente será que te tomes de mi cinturón y te remolque, ¿Listo?

No me pareció aquél un método muy digno de entrar en la estación; pero era mejor no correr riesgos, de modo que así viajé por el tubo flexible que habían acoplado a la entrada de la nave. El piloto dió un fuerte envión con las piernas y fué volando por el aire que llenaba el tubo, llevándome a mí a la zaga. Aquello era como aprender a nadar debajo del agua y al principio tuve la alarmante impresión de que me ahogaría si trataba de respirar.

A poco salimos a un amplio túnel de metal que, según calculé, debía ser uno de los pasajes principales de la estación. A lo largo de las paredes se extendían caños y cables de diverso grosor, y a intervalos regulares traspusimos enormes puertas dobles con la palabra emergencia escrita en ellas en letras rojas. En el trayecto nos cruzamos sólo con dos personas cuya habilidad para trasladarse de un lado a otro me llenó de envidia y me hizo tomar la decisión de llegar a ser tan hábil como ellas antes de irme de la estación.

—Te llevo a presencia del comandante Doyle —me informó el piloto—. Él es el encargado de entrenar a los novatos y con él tendrás que tratar.

—¿Es buena persona?

—No te aflijas por eso; ya lo descubrirás en seguida. Aquí estamos.

Nos detuvimos frente a una puerta circular sobre la que leí: «Comandante R. Doyle, a cargo de Entrenamiento. Llame y pase». El piloto llamó con los nudillos y entró conmigo a la zaga.

—Capitán Jones con un pasajero, señor Doyle — anunció.

Me puso entonces delante de él y vi al hombre a quien se dirigía. El individuo se hallaba sentado a un escritorio común, cosa sorprendente en aquel lugar donde nada parecía ser normal. Al observarlo noté que era el hombre más fornido que he visto en mi vida. Sus dos enormes brazos cubrían casi todo el escritorio y me pregunté dónde hallaría ropas que le sentaran bien, ya que sus hombros eran anchísimos.

Al principio no le pude ver bien la cara, pues estaba leyendo unos papeles. Después levantó la cabeza y me vi frente a una profusa barba roja y dos cejas abundantísimas, cosas tan raras en esta época que tardé un momento antes de estudiar el resto de sus facciones. Después me hice cargo de que el comandante Doyle debía haber sufrido algún accidente, pues tenía una leve cicatriz que le cruzaba la frente en diagonal. Considerando las maravillas que se hacen actualmente en el campo de la cirugía plástica, el hecho de que aquella cicatriz fuera todavía visible indicaba que la herida original debía haber sido enorme.

La verdad es que el comandante no era un hombre muy atractivo, aunque sí era imponente, y aun habría de darme la sorpresa más grande.

—De modo que tú eres el joven Malcolm, ¿eh? —dijo con voz agradable y cadenciosa que no armonizaba con su belicoso aspecto—. Mucho hemos oído hablar de ti. Bien, capitán Jones, yo me hago cargo de él.

El piloto se retiró luego de hacer el saludo militar, y durante los diez minutos siguientes me interrogó el comandante con gran interés, enterándose de todo lo concerniente a mi persona. Le dije que había nacido en Nueva Zelandia y vivido unos años en China, Sud África, Brasil y Suiza, ya que mi padre, que es periodista, era trasladado de un punto a otro del planeta. Habíamos ido a Missouri porque mamá estaba harta de montañas y deseaba un cambio. En realidad no habíamos viajado mucho y nunca llegué a visitar ni la mitad de los lugares que conocían nuestros vecinos. Tal vez fuera ésta una de las razones por las que quise salir al espacio.

Cuando hubo terminado de anotar todo esto y de agregar comentarios propios que mucho me hubiera gustado leer, el comandante dejó de lado la anticuada pluma fuente que estaba usando y me miró como si fuera yo algún animal raro. Mientras tanto tamborileaba sobre el escritorio con aquellos dedos enormes que parecían capaces de romper la superficie que tocaban. Me sentía algo atemorizado y, para empeorar aún más las cosas, habíame elevado del suelo y estaba flotando en el aire, no pudiendo moverme, a menos que hiciera el ridículo y tratara de bracear como cuando se nada, lo que podría no darme resultado. Después vi que el comandante sonreía alegremente.

—Me parece que esto va a ser muy divertido —comentó.

Mientras me preguntaba si me atrevería a preguntarle por qué, lanzó una mirada a unos mapas que había sobre la pared y continuó:

—Las clases de la tarde recién acaban de finalizar. Te llevaré para que conozcas a los muchachos.

Tomó luego un largo tubo de metal que debía haber estado debajo del escritorio y, dando un envión con el brazo izquierdo, saltó de su sillón.

Fué tan rápido su movimiento que me tomó completamente de sorpresa. Un momento después tuve que hacer un esfuerzo para no lanzar una exclamación de sobresalto, pues al apartarse el comandante del escritorio, vi que no tenía piernas.

Cuando se va a una nueva escuela o se muda uno a un barrio desconocido, sigue siempre un período algo confuso y tan lleno de nuevas experiencias que luego no se puede recordar con claridad. Así fué mi primer día en la estación espacial; jamás me habían ocurrido tantas cosas en un lapso tan breve. No se trataba solamente de que empezaba a conocer a muchas personas; también tenía que aprender a vivir de nuevo.

Al principio me sentí tan indefenso como un bebé recién nacido y no sabía calcular el esfuerzo que requería cada movimiento de mi parte. Aunque no tenía peso, seguía existiendo para mí la inercia y necesitábase un impulso para poner algo en movimiento y era necesario apelar a la fuerza para detener el impulso inicial. En esto entraban en juego los «palos de escoba».

Los había inventado el comandante Doyle, tomando el nombre de los viejos cuentos en los que las brujas cabalgaban sobre escobas. No hay duda alguna de que en la estación las imitábamos. Nuestros palos de escobas consistían de dos tubos huecos que se deslizaban el uno dentro del otro; ambos estaban unidos por un fuerte resorte de espiral, terminando uno en un gancho y el otro en un amplio redondel de goma. Esto era todo. Si uno deseaba trasladarse, no tenía más que apoyar el redondel contra la pared más cercana y dar un envión. La reacción lo enviaba a uno al espacio, y al llegar al punto deseado, el resorte absorbía el choque, aminorando la velocidad y deteniendo la marcha.

Naturalmente, no era esto tan fácil como parece, pues en caso de no tener cuidado se podía rebotar en la misma dirección de la que llegaba uno.

Pasó mucho tiempo antes de que descubriera lo que le había sucedido al comandante. La cicatriz habíala ganado en su juventud al sufrir un accidente automovilístico ordinario, pero las heridas más graves correspondían a algo mucho más serio, algo que le sucedió en la primera expedición a Mercurio. Era entonces todo un atleta, de modo que la pérdida de sus piernas debió haber sido para él un golpe más rudo que para la mayoría. Evidentemente, por esa razón vivía en la estación, único lugar donde no sería un inválido. En verdad, gracias al extraordinario desarrollo de sus brazos, era sin duda el hombre más ágil de la estación espacial. Había vivido en ella durante los últimos diez años y jamás retornaría a la Tierra. Ni siquiera se trasladaba a las otras estaciones del espacio donde había gravedad, y nadie cometía el error de sugerirle un viaje a ellas.

Había en la Estación Interior alrededor de cien personas, diez de ellas aprendices poco mayores que yo. Al principio se mostraron éstos un tanto fastidiados por mi presencia; pero después de mi pelea con Ronnie Jordan marchó todo bien y me aceptaron como uno de la familia. Pero ya contaré el incidente más adelante.

El aprendiz principal era un canadiense circunspecto y de elevada estatura que se llamaba Tim Benton. Hablaba poco, pero cuando decía algo todos le prestaban atención. Fué él quien me mostró toda la estación luego que el comandante me hubo puesto a su cargo.

—Supongo que ya sabes lo que hacemos aquí, ¿no? —me dijo entonces dubitativo cuando nos dejó solos el comandante.

—Reabastecen de combustible a los navíos del espacio que parten de la Tierra y efectúan las reparaciones necesarias.

—Sí, ése es el trabajo principal. Las otras estaciones, que están más lejos de la Tierra, cumplen otras funciones, pero no hablaremos de ello ahora. Hay algo importante que quiero aclararte en seguida. Esta Estación Interior está compuesta de dos partes y la otra se halla a unos tres kilómetros de aquí. Ven a verla.

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