Joshua se quedó asombrado. Pero no tan asombrado como yo por lo que acababa de decir. No hacía ni veinte horas que había plantado a Sven en el altar, ¿y ya quería salir con un tío sólo para verle reír?
—¿Cómo?
—Grdllllff —contesté.
Presa del pánico, pensé si no debería echar marcha atrás, pero me decanté por una huida hacia delante y por una tentativa, más bien deplorable, de ser ingeniosa.
—Seguro que hay algún salmo sobre la comida.
Me miró aún más asombrado. Dios, ¡aquello era penoso!
Nos quedamos callados y yo intenté leer en la cara del carpintero si quería quedar conmigo o me tomaba por una plasta que sabía tanto de salmos como de física experimental de partículas.
Pero su cara era imposible de leer, era tan diferente de todas las demás. Y no sólo por la barba.
Volví a mirar al suelo y ya estaba a punto de murmurar abochornada «Olvídelo», cuando respondió:
—Hay muchos salmos que hablan del pan y de los alimentos.
Levanté la vista hacia él y entonces dijo:
—Me encantaría cenar contigo, Marie.
Y me sonrió por primera vez. Fue tan sólo una ligera sonrisa. O sea, ni de lejos una risa. Pero fue realmente divina.
Con aquella sonrisa podría haberme vendido mucho más que aisladores térmicos.
—Dios mío, ¿por qué le habré pedido que salga conmigo? —sollocé cuando recobré a medias el juicio.
Estaba frente al espejo del cuarto de baño antes de salir a cenar, intentando mejorar con maquillaje mi cara, hinchada de tanto llorar, para no parecer Nueva Orleans después del Katrina.
—El carpintero no es mi tipo —le expliqué a Kata—. Lleva barba. A mí no me van las barbas.
—Antes te parecían geniales —dijo Kata con una sonrisa burlona.
—¡Cuando tenía seis años!
Kata sonrió aún más ampliamente y me retocó la sombra de ojos.
—Además —dije—, Joshua es de Palestina. Y canta salmos.
—Seguro que quieres insinuar algo, ¿vas a decirme qué? —preguntó Kata.
—¿Y si Joshua es un pirado religioso? Y si resulta que es uno de esos tíos que toman clases de vuelo, pero no ponen mucho interés en aprender a despegar ni a aterrizar, sino sólo en chocar contra rascacielos.
—Vaya, qué mente más abierta y qué pocos prejuicios —señaló Kata.
Pensé si no debería avergonzarme de mis prejuicios, pero llegué a la conclusión de que no me daba la gana. Había tantas cosas de las que tenía que avergonzarme que mi capacidad de vergüenza estaba completamente agotada.
—La barba y las clases de vuelo no son más que pretextos —opinó Kata—, tienes mala conciencia por Sven.
—Me sabe mal haber quedado —admití.
—¿Qué tiene de malo un poco de diversión? —quiso saber Kata.
—¿Cómo puedo divertirme un día después de la boda del horror?
—Muy fácil, te divertirás cuando el carpintero te enseñe su herramienta…
La escruté con la mirada, ella cerró la boca y no hizo ningún comentario sobre echar clavos.
Volví la cabeza hacia el espejo y asumí que el maquillaje no puede superar la cara donde lo pones.
—Cancelaré la cita —anuncié.
—¿Y qué harás después? —preguntó Kata.
—Reflexionaré sobre mi vida…
—Huy, eso sí que suena divertido.
Tenía razón. Volvería a tumbarme en la cama y a pensar que necesitaba un piso, pero no tenía pasta para pagar ni el depósito ni a la inmobiliaria porque había pedido un crédito cuantioso para celebrar la boda que había arruinado. En última instancia, eso significaba que tendría que vivir un tiempo en casa de mi padre y tendría que continuar oyendo cómo Swetlana gritaba «¡Oh, sí!» mientras empujaba a una frecuencia ultrasónica que haría enloquecer a los perros.
Kata prácticamente me leyó el pensamiento y dijo algo muy convincente:
—Acude a tu cita. En cualquier sitio encontrarás algo mejor que la depresión.
* * *
Había quedado con Joshua en Da Giovanni, un restaurante italiano que tenía muchas ventajas: estaba en un lugar idílico a orillas del lago, la comida era muy buena y Giovanni le había birlado una novia a Sven y ahora tenía cuatro
bambini
con ella. Eso significaba: Sven había declarado el boicot al restaurante para siempre. Por lo tanto, estaba garantizado que no me vería con Joshua y así evitaríamos que el
Malenter Kurier
saliera a la calle con el titular: «Matanza junto al lago».
Giovanni me dio una mesa en la terraza que daba a la orilla. Acababa de sentarme cuando Joshua llegó. Llevaba la misma ropa que en el trabajo y, milagrosamente, no tenía ni una mancha.
—Buenas noches, Marie —me saludó sonriendo. Su sonrisa era realmente increíble. ¿Se blanquearía los dientes?
—Buenas noches, Joshua —contesté a su saludo.
Se sentó a mi lado. Esperé que dijera algo más. Pero no dijo nada, simplemente parecía contento de estar allí, mirando hacia el lago y disfrutando de los últimos rayos de sol, que le caían en la cara. Así pues, intenté poner en marcha la conversación:
—¿Cuánto hace que estás en Malente?
—Llegué ayer.
Eso era sorprendente.
—¿Y ya recibiste el encargo de arreglarnos el tejado? —pregunté perpleja.
—Gabriel sabía que tu padre necesitaba a un carpintero.
—¿Gabriel? ¿El pastor Gabriel?
—De momento me alojo en su cuarto de invitados.
Oh, Dios mío, ojalá Gabriel no le hubiera explicado que soy un desastre.
—¿Hace mucho que conoces a Gabriel? —pregunté para averiguar si el viejo pastor le había contado mi calamitosa actuación del día anterior en la iglesia—. Quiero decir que si os conocéis bien y habláis mucho.
—Gabriel ya conocía a mi madre. Le anunció que yo nacería —contestó Joshua.
Aquella afirmación era desconcertante. ¿Había tenido Gabriel en sus manos el test de embarazo de la madre de Joshua? Y, si era así, ¿por qué? No era ginecólogo. Y menos aún en Palestina. ¿Tendría algo con la madre?
Pero todas esas preguntas eran demasiado indiscretas para una primera cita y seguramente también lo habrían sido en la número diecisiete. Así pues, pregunté otra cosa.
—¿Cuándo te fuiste de Palestina?
—Hace casi dos mil años.
No sonrió al responder. O tenía el sentido del humor más seco del mundo o realmente tomaba clases de vuelo.
—¿Y dónde has estado viviendo durante esos dos mil años? —intenté bromear, sin estar segura al cien por cien de que él bromeaba realmente.
—En el cielo —contestó sin pizca de ironía.
—¡No hablas en serio!
—Claro que sí —respondió.
Y yo pensé: ¡Oh, mierda, toma clases de vuelo!
* * *
Intenté tranquilizarme: seguro que Joshua era un tío normal que ya llevaba tiempo en Alemania; de lo contrario, no dominaría tan bien el idioma. Era sólo que tenía un extraño sentido del humor y su broma habría sido simplemente un
Lost in Translation
.
Mientras aguardábamos a que nos trajeran la carta, callamos y contemplamos el lago. A Joshua no le molestaba el silencio. A mí, sí. La diversión era otra cosa.
¿Pero qué esperaba? ¿Cómo íbamos a estar en onda? Éramos demasiado diferentes. Él era religioso. Yo estaba deprimida.
Había tenido una idea de bombero. Pensé si no sería mejor levantarme y marcharme, explicarle que todo había sido un error. Aún no era demasiado tarde para irme a casa, acurrucarme debajo de las mantas y atormentarme preguntándome si algún día volvería a ser feliz sin tomar psicofármacos.
Joshua leyó en mi cara que me sentía abrumada y dijo algo colosal:
—Ahí hay un pájaro.
Y eso no fue lo más colosal.
—No siembra, no siega y, aun así, no tiene de qué preocuparse.
Contemplé el pájaro, un ruiseñor, para ser exactos, y pensé que tampoco tenía que preocuparse por encontrar una pareja para toda la vida. Sólo por si algún italiano se lo zampaba al migrar al sur.
—Y las personas tampoco deberían preocuparse —prosiguió Joshua—. ¿Quién, con sus preocupaciones, puede añadir a su estatura un solo codo?
El hombre tenía razón, aunque daba la impresión de que había leído muchos libros de Dale Carnegie.
—No te inquietes por el mañana, porque el día de mañana ya tendrá sus propias inquietudes —dijo Joshua.
Era una frase simple. Pero hermosa. Y, si la pronunciaba un hombre con aquel carisma, aquella voz y aquellos ojos, te la creías.
Por primera vez desde mi «no» ante el altar, sentí un poquito de esperanza.
* * *
Decidí quedarme y darle a la cita el tiempo de una pizza. Giovanni trajo la carta y Joshua no se aclaraba. Incluso tuve que explicarle qué era una pizza. Al final se decidió por una vegetariana.
—La carne y el queso juntos no son
kosher
—dijo para explicar su elección.
—¿
Kosher
? ¿También lo dicen los musulmanes? —pregunté.
—Yo no soy musulmán. Soy judío.
Un judío de Palestina, qué cosas, pensé, y me alegré, porque los judíos normalmente no volaban contra los rascacielos. Pero enseguida me pregunté si Joshua no sería uno de esos colonos judíos locos de atar. Aunque, si fuera un colono judío loco de atar, tendría que llevar tirabuzones, ¿no? Y ¿cómo se hacían los tirabuzones, con un rizador de pelo?
—¿Y tú? —Joshua interrumpió mi incursión mental en la peluquería ortodoxa judía.
—Eh… ¿qué? —pregunté.
—¿En qué dios crees?
—Bueno, ejem… Yo soy cristiana —respondí.
Joshua esbozó una sonrisa. Yo no tenía ni idea de dónde estaba la gracia. ¿Le había explicado Gabriel algo de mí?
—Perdona —dijo—. Pero aún tengo que acostumbrarme a que la palabra «cristiano» sirva para señalar a un creyente.
Entonces, Joshua se echó a reír. Sólo un poquito, no muy fuerte. Pero aquella risa suave bastó para crearme una sensación de bienestar enorme.
* * *
En los minutos siguientes, por fin charlamos. Le pregunté dónde había aprendido su oficio y me explicó que se lo había enseñado su padrastro.
¿Padrastro? ¿Era hijo de divorciados y neurótico como yo? ¡Ojalá no!
Giovanni nos sirvió y Joshua paladeó la pizza y la ensalada como si realmente fuera la primera vez que comía algo en dos mil años. Incluso se mostró entusiasmado con el vino:
—¡Cuánto lo he echado de menos!
Al carpintero le fue entrando lentamente algo así como alegría de vivir. Charlamos cada vez más animados y yo le expliqué:
—De pequeña me gustaban las barbas. ¡Yo también quería tener barba!
Joshua se echó a reír de nuevo.
—¿Y sabes qué me contestó mi madre? —pregunté.
—Cuéntamelo —me pidió de buen humor.
—Dijo: las barbas son un cementerio para restos de comida.
Joshua soltó entonces una carcajada; por lo visto, conocía el problema.
Fue una carcajada fantástica.
Tan afectuosa.
Tan abierta.
—Hacía una eternidad que no me reía —constató Joshua.
Se quedó pensando en algo y luego, desde lo más profundo del alma, dijo:
—Reír es lo que más he echado de menos.
Y yo nunca me había alegrado tanto de hacer reír a alguien.
* * *
Sí, aquel hombre era raro, extraño, poco común… Pero, en verdad os digo, verdaderamente fascinante.
Quería saber más cosas de Joshua y decidí llevar la cita a la siguiente fase. En la que se tantea si el otro tiene novia. Y, si no es el caso, si hay por ahí una ex a la que todavía llora.
—¿Quién te hacía reír antes? —pregunté.
—Una mujer maravillosa —respondió.
Lo de que hubiera una mujer maravillosa en su vida me fastidió más de lo que debería haberme fastidiado.
—¿Qué… qué ha sido de ella?
—Murió.
¡Oh, vaya! Si hubiera querido algo de él (lo cual, naturalmente, no era el caso, pero podría ser que algún día lo fuera), me daría de narices contra una muerta. Eso sería muy desagradable, y no sólo por el olor a putrefacción.
Por lo tanto, decidí no querer nunca nada de Joshua.
Pero entonces vi su mirada triste, olvidé lo de «nunca querer nada» y estuve a punto de estrecharlo entre mis brazos para consolarlo.
Daba la impresión de que no lo habían abrazado muy a menudo.
* * *
—Se llamaba como tú —explicó Joshua con la mirada llena de melancolía.
—¿Holzmann? —pregunté sorprendida.
—No. María.
Dios mío, ¡seré tonta!
—María tenía mucha gracia burlándose de los rabinos —elogió.
—¿Rabinos? —balbuceé confusa.
—Y de los romanos.
—¿¡¿Romanos?!?
—Y los fariseos.
Vale, me dije, y procuré no pensar en tornillos sueltos.
—Aunque no había que burlarse de los fariseos —concluyó Joshua.
—Sí… No…, claro que no —respondí balbuceando—, los fariseos… no tienen gracia.
Joshua miró hacia el lago, seguramente estaría pensando en su ex, y luego dijo:
—Pronto volveré a verla.
Una afirmación un poco morbosa.
—Cuando el reino de los cielos se erija en la Tierra —completó Joshua.
* * *
¿Reino de los cielos? En mi cerebro saltó la alarma roja. El capitán Kirk estaba sentado en el puente de mando, situado en la parte anterior del cerebro, y gritó por el intercomunicador:
—¡Scotty! ¡Tenemos que largarnos! ¡Sácanos de aquí ahora mismo!
Scotty contestó desde la sala de máquinas, situada en el cerebelo:
—Imposible, capitán.
—¿Por qué?
—Todavía no hemos pagado la pizza.
—¿Cuánto tardará Giovanni en traer la cuenta? —rugió Kirk, ahogando con su voz la alarma, que cada vez aullaba con más fuerza.
—Al menos diez minutos. Ocho si gritamos «deprisa, deprisa, rápido, por favor, queremos pagar» —fue la respuesta que llegó de la sala de máquinas.
—No tenemos ocho minutos, ¡nos está explicando no sé qué del reino de los cielos!
—Entonces estamos perdidos, capitán.
Puesto que no podía marcharme, sólo me quedaba una alternativa. Tenía que cambiar de tema. Busqué desesperadamente una salida a aquella conversación y la encontré.
—Oh, mira, Joshua, hay alguien meando entre los arbustos.
De acuerdo, hay maneras más elegantes de salir de una conversación.
Pero, efectivamente: a orillas del lago había un sin techo orinando en unos matorrales. Sí, incluso en un lugar tan idílico como Malente había parados, gente que vivía de las ayudas sociales y gente que charlaba animadamente con las farolas en la zona peatonal.